– Sargento -le dijo, tendiéndole los binóculos-. Observe. Esa gente está en problemas. Es posible que tengan alguna emergencia. Será mejor que lleve también al doctor Ross, por si necesitan un cirujano.
Kerr, Ross y los dos bluejackets se alejaron en el bote. Eran las doce de la mañana. Intentaron aproximarse a la costa atravesando una marejada demasiado pesada y el capitán Perril, que no los perdía de vista, temió que fueran arrollados por las olas y ordenó que les transmitieran la señal de regresar.
En la playa Altagracia, Rosalía y Francisca, con la vida pendiente de un hilo, veían acercarse el bote con los cuatro hombres adentro y gesticulaban para animarlo, para apurarlo, para atraerlo. Por instrucciones de Alicia, que les había advertido que si gritaban alertaban a Victoriano, sus aspavientos eran desesperados pero silenciosos, como los de un mimo. De repente, cuando sólo le faltaban unos metros para atravesar la barrera de arrecifes, lo vieron darse media vuelta y alejarse. Volvía al cañonero. ¿Era posible que las abandonara así? ¿Qué clase de broma abominable era acercarse tanto para después marcharse, dejándolas? ¿Iban a morir al fin, estando a un paso de la vida? Las mujeres le dieron rienda suelta a la histeria, gritaron, lloraron, rogaron, se metieron al mar, quisieron volar, nadar, correr para alcanzarlo. Pero la pesadilla no paraba, no había manera de detenerla. El bote llegó al lado del cañonero y los hombres que lo ocupaban subieron a bordo. Todas los vieron: no era un espejismo. El único espejismo era la posibilidad de salvación. No había sido más que otra burla sangrienta, como la que llevó a la tumba al capitán Arnaud y al teniente Cardona. Las mujeres dejaron de gritar. Se quedaron entre el agua calladas, vacías por dentro, de repente muertas, esperando que el fantasma desapareciera de su vista. El cañonero se puso en movimiento. Lo vieron avanzar hacia el noroeste y esperaron a que se lo tragara la niebla verde.
El sargento Kerr subió hasta el puente de mando y discutió de nuevo todo el procedimiento con el capitán Perril. Acordaron volver a intentar el desembarco más al noroeste, por donde las aguas parecían menos agresivas.
Sentado en la playa, turbado y perplejo por la conversación y ajeno a lo que ocurría del otro lado, Victoriano Álvarez engarzaba nerviosamente carnadas en los anzuelos y trataba de adivinar qué había detrás de las palabras de Alicia Arnaud.
– A mí me parece bien lo que usted propone, señora -decía-. Que seamos esposos, que yo sea gobernador y usted gobernadora, que las cosas marchen por las buenas. Lo que no entiendo es por qué ahora, si usted no quiso que fuera así desde el principio.
– Yo siempre fui amable contigo.
– Sí, fue amable con un inferior. Pero como hombre nunca quiso tratarme.
– Yo tenía a mi esposo, Victoriano, y lo quería mucho.
– Pero después quedó viuda, y tampoco.
– Después vino el parto, y además, tenía que vivir mi duelo.
– Y qué, ¿ya lo vivió?
– Creo que sí.
Alicia vio que Tirsa se paraba, que se alejaba, que movía las manos detrás de la espalda. La adivinó zafando el mazo que tenía sujeto con la cuerda. Hizo un esfuerzo sobrehumano por no seguirla con las pupilas, para que Victoriano no volteara hacia atrás.
– Y sus hijos, ¿me aceptarán como padre? -preguntó el hombre.
Alicia había empezado a temblar y la saliva y las palabras se le secaron en la boca.
– Si los tratas bien, sí -al presentir que la sombra de Tirsa se acercaba la tensión le estragó la voz.
«Si la miro ahora -supo Alicia- Victoriano la mata.» Pero sus ojos no le obedecieron, se movieron solos, las pupilas se dilataron y se clavaron en el mazo que Tirsa elevaba sobre la cabeza de los pelos rojos. En el gesto de la mujer Victoriano vio reflejada su propia muerte. La reconoció enseguida: muchas veces la había tenido delante. Una vez más quiso eludirla y trató de escurrirse de donde estaba. Se tiró hacia un lado pero sus piernas enfermas le respondieron con lentitud. El movimiento resultó torpe, la huida inconclusa, y el mazo, que ya descendía, alcanzó a golpearlo en la nuca. Quedó aturdido una eterna fracción de segundo, reaccionó, recuperó los reflejos, avivó el instinto y estiró la mano buscando uno de los arpones. Tirsa retrocedía, sorprendida ante su intento fallido, y Alicia contemplaba la escena embotada y anulada, como si ella hubiera recibido el golpe. Quiso salir corriendo, pero se contuvo. Vio a Victoriano esgrimir el arpón, apuntarle a Tirsa entre los dos ojos y la vio a ella flexionar las piernas, recuperar la posición, esperar la ofensiva protegiéndose con el mazo. «Si no hago algo, la atraviesa» pensó Alicia, y se le tiró al hombre por el costado, lejos de la punta del arpón. Un brazo negro se enroscó en torno a su cuello y apretó. Ella sintió el infarto en los pulmones pero tomó conciencia de su boca, la abrió y la cerró, hincó los dientes, los clavó hasta la raíz, reconoció el sabor a sangre, centró en el mordisco toda su fuerza y toda su voluntad y supo que pasara lo que pasara no iba a soltar. Tirsa aprovechó el instante para volver a levantar el mazo, lo dejó caer sin saber dónde y oyó que Victoriano rugía. Ella se rió, de repente fascinada con la comprobación de su propia fuerza.
– Ahora sí te mato, Victoriano -le dijo sin ira, casi alegre-. Para que aprendas a no andarte chingando mujeres.
Con seguridad y precisión, sin prisa, sin asco ni remordimiento, descargó el mazazo en el centro exacto de la cabeza y escuchó un ruido seco, apagado, discreto, como el de los cocos cuando los parte el machete.
– Suéltalo ya -le dijo Tirsa a Alicia, que seguía mordiendo-. Está muerto.
Alicia tuvo que hacer un esfuerzo para aflojar las mandíbulas que se encalambraban, rígidas, como soldadas de tanto apretar. Desenterró los dientes, se sacó el brazo inerte de encima y se paró al lado de la otra mujer. El cuerpo que yacía en el suelo se estremeció en un estertor, los huesos cloquearon y los ojos se voltearon, blancos. Tirsa agarró el arpón, tomó impulso y lo clavó, hondo, en el pecho del cadáver.
– ¡Ya basta! ¿Para qué haces eso? -gritó Alicia.
– Por si acaso.
– Es suficiente. Vamos, que perdemos el barco.
– ¿Y a este lo dejamos ahí tirado, sin enterrar?
– Que se lo lleve el mar, cuando suba.
Se alejaron corriendo a lo que les daban las piernas, pasaron la roca del sur, llegaron a la playita donde habían dejado a las mujeres y no encontraron a nadie. El barco tampoco se veía. Lejos, hacia el norte, divisaron movimiento, se fueron hacia allá y llegaron justo en el momento en que los cuatro hombres del bote pisaban tierra.
– ¿Nos pueden llevar en su barco? -les preguntó Alicia, mitad en inglés, mitad en español, mientras estiraba la mano para saludarlos-. Mucho gusto, soy Alicia Rovira de Arnaud. A Acapulco, o a Salina Cruz, ¿nos pueden llevar, por favor? Estos son mis hijos y estas mis amigas, y los hijos de ellas. Somos cinco mujeres y nueve niños. Hace ocho años estamos aquí, y ya queremos volver a casa.
El sargento Kerr, que las miraba alucinado como si estuviera ante extraterrestres, asintió con la cabeza y les indicó que se podían subir al bote.
– Permítanos una hora -pidió Alicia- just one hour, please, para recoger nuestras pertenencias.
Se dispersaron y Alicia se fue a su casa y desenterró el baúl. Sacó la pastilla de jabón Ivory, metió a sus cuatro hijos entre una tinaja de agualluvia y les lavó el pelo, la cara, el cuerpo. A Olga la vistió con el traje marinero que había sido de Ramoncito, y a este y a la niña mayor les puso unas camisas de mujer, de organza bordada, que les llegaban a las rodillas. Los peinó, los sentó en un lugar donde no se ensuciaran y les ordenó no moverse de allí mientras ella se arreglaba.
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