– ¿No tiene algún capricho? -atinó a decir Perril-. Me gustaría mucho poder complacerla, después de tantos años de privaciones.
Ella lo pensó un momento y le dijo que sí, que quería jugo de naranja. El capitán ordenó que le trajeran un gran vaso, y mientras se lo tomaba, Alicia le comentó que si lo hubieran tenido en la isla, se habrían salvado muchas vidas. Eso dio lugar a que le contara el episodio del escorbuto, después él la puso en antecedentes sobre la guerra mundial, ella le habló del negro Victoriano, él de la insurrección de la población rusa, ella le explicó cómo cazaban pájaros bobos, él le relató la muerte del emperador Francisco José I, y sin darse cuenta a qué horas, se enfrascaron en una conversación que duró hasta la una de la mañana y que suspendieron porque arreció el frío en cubierta. Antes de entrar, el capitán le confesó los resquemores que había tenido esa mañana para acercarse a Clipperton.
– Los arrecifes sumergidos -le comentó- hacen que la navegación en esas aguas sea un asunto quisquilloso. Me alegro de que ya estemos lejos de ese lugar.
– Yo en cambio ya empecé a sentir nostalgia -le dijo ella, sonriendo.
Mientras la acompañaba hasta la cabina de guardia, donde dormían desde temprano las otras mujeres y los niños, Perril le preguntó:
– Dígame, señora Arnaud, ¿fueron un infierno estos nueve años?
Ella lo meditó a conciencia, sopesó lo bueno y lo malo y le respondió con honestidad.
– Fueron llevaderos, gracias, capitán.
Después de desearle felices sueños en la primera noche de su nueva vida, Perril se dirigió a la cabina de comunicaciones y permaneció hasta las tres de la mañana con el operario, tratando de hacerle llegar un radiograma al cónsul británico en Acapulco -que también actuaba como encargado de los asuntos norteamericanos- avisándole de su arribo, cuatro días más tarde, al puerto de Salina Cruz, con los náufragos rescatados en la isla de Clipperton. Cuando lo logró se retiró a su camarote, y como no podía dormir, hizo algunas anotaciones sueltas en su diario personal:
La viuda del capitán, señora de Arnaud, es la única persona de raza blanca. Tiene sólo 29 años, y aunque parece mayor, sigue siendo una bella mujer. Es muy inteligente, y esto se nota en su conversación. Ciertamente tiene que serlo, de otro modo no hubiera podido sacarlos con bien de las duras pruebas que debieron atravesar. Su ropa está muy pasada de moda, pero es de excelente calidad, y lleva puestos unos espléndidos diamantes que hablan de épocas más afortunadas. Me mostró los billetes que ha acumulado y protegido, y con los que pretende defenderse a su regreso. No tuve fuerzas para confesarle que aunque hubieran representado una fortuna en tiempos del general Huerta ahora su valor era casi nulo. Fuera de ella y de sus hijos, todos los demás son indios, pero a primera vista creí que eran negros, por lo oscura que se ha vuelto su piel. El doctor Ross los examinó y me informó que los encontraba a todos razonablemente bien de salud. Me contó además que había estado conversando con las mujeres, y que se había enterado de que cuando nuestro bote, tras el primer intento fallido de llegar hasta la isla, se había devuelto hacia el barco, ellas habían sentido tal desesperación, que habían pensado en matar a los niños, para suicidarse después, dejándose ahogar por el mar. La que parece más resuelta y de personalidad más enérgica es Tirsa Rendón, la viuda del teniente de la guarnición. Tan pronto llegó, pidió prestada la máquina de coser de la intendencia, y sin perder tiempo, se puso a fabricar prendas de dril para los niños.
Estos son muy tímidos, pero muy curiosos. Todo les parece extraño, y quieren verlo y tocarlo. Lloraron cuando los bluejackets los trasbordaron al cañonero, porque creyeron que los separarían de sus madres, que todavía estaban en el bote. Los hombres mostraron gran interés por esos niños y les regalaron varias cajas de caramelos, aunque los pequeños no tienen idea de qué cosa son. Me entretuve mirando a una muchachita india que trataba de quitarle la tapa a una caja de marshmallows. Cuando lo logró, fue hasta la borda, tiró los dulces, uno por uno al mar, volvió a tapar la caja, y se mostró satisfecha con su nuevo juguete, que puso en el suelo para que rodara hacia adelante y hacia atrás, con el movimiento del barco. Durante la comida, los menores no quisieron probar bocado de lo que les sirvieron, porque, según les oí decir, reclamaban su «bobo». Se referían a unas gaviotas que comían habitualmente en la isla. Las mujeres, en cambio, dijeron que aspiran a no tener que comer más gaviotas mientras estén vivas. Trajeron a bordo con ellas dos cerdos desamparados, los dos cerdos más flacos que he visto jamás. Los hombres comentan que parecen la pareja original salida del Arca de Noé, y aunque ellas los ofrecieron para la comida, ninguno se anima a sacrificarlos. Sería una crueldad que perdieran la vida recién salvados, después de tan ardua lucha por sobrevivir.
A las cuatro de la madrugada el capitán Perril cerró su cuaderno de anotaciones y se quedó dormido. Dos horas después fue despertado por el operario del radio, quien le comunicó que había recibido respuesta del cónsul inglés. Este anunciaba que acudiría personalmente a recibir a los sobrevivientes y que ya había notificado a algunos de los familiares, que se habían mantenido en permanente contacto con él durante años como parte de sus gestiones para lograr el rescate.
El domingo 21 de julio, a las cinco y veinte de la tarde, el cañonero Yorktown anclaba en el puerto mexicano de Salina Cruz. Tres hombres esperaban parados en el muelle: el cónsul británico, el padre de Alicia, don Félix Rovira, y el alemán Gustavo Schultz. El capitán Perril ordenó que hicieran pasar al señor Rovira hasta su camarote, donde lo esperaba su hija. Esa noche, en su diario, escribió que los vio abrazarse con tal emoción que a él, por primera vez en años, se le salieron las lágrimas. Que se sentaron el uno junto al otro, en silencio, mirándose a los ojos, conmocionados y fuertemente agarrados de las manos. Perril anotó también que los dejó solos en el camarote y que cuando regresó, media hora más tarde, seguían en la misma posición en que los había dejado, y aún no habían podido decirse la primera palabra.
Clipperton dejó de ser territorio mexicano en 1931, por un fallo favorable a Francia emitido por el rey Víctor Manuel iii de Italia. Aparte de los cangrejos, los pájaros bobos y la bandera francesa, que ondea desteñida como una sábana secándose al sol, lo único que se encuentra hoy día sobre la isla, son las trece palmeras que sembró Gustavo Schultz.
En Orizaba:
Alicia Arnaud viuda de Loyo
En Colima:
Carlos Ceballos
Genaro Hernández
En Ciudad de México:
Coronel N.N.
Rodrigo Moya
Carlos Payán
Paco Ignacio Taibo II
Roberto Bardini
En Bogotá:
Carmen Restrepo
Helena de Restrepo
Guillermo Angulo
Mireya Fonseca
Alvaro Tafur
Ramiro Castro
Gonzalo Mallarino
A Alex Knight, donde ande.
Al Chiqui, donde se esconde.
Al maestro, en el desierto.
A Eduardo Camacho, desde siempre.
A Fernando Restrepo, desde lejos.
Libros
Aguayo, Ismael. Manuel Alvarez. Universidad de Colima. Colima, 1972.
Archivo Casasola. Jefes, héroes y caudillos. Texto de Flora Klahr. Fondo de Cultura Económica. México, 1986.
Arnaud de Guzmán, María Teresa. La tragedia de Clipperton. Editorial Arguz. México, 1982.
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