Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– Perdone, monsieur. -Al alzar la vista vi a Jean-Luc, que me miraba con nerviosismo.

– ¿Qué desea? -pregunté con amabilidad.

– Me preguntaba si le importaría compartir la mesa con una señora encantadora que se aloja en el hotel.

– Siga. -No me emocionaba especialmente tener que dar conversación a una desconocida.

– Es la señora Rainey. Está sola y es norteamericana como usted. He pensado que sería agradable para ella tener compañía para cenar. Es una señora mayor muy agradable, una clienta habitual del hotel.

Estuve a punto de negarme, pero me pareció egoísta y descortés.

– Será un placer -dije, asombrado de lo amable que me había vuelto de repente. Jean-Luc pareció animarse.

– Muchas gracias, monsieur. A las ocho en punto se la presentaré.

Volví a sumergirme en mi lectura. Ahora que estaba a punto de fugarme con Claudine, no tenía sentido que me irritara la idea de cenar con una señora mayor. Al contrario, tal vez me ayudaría a distraerme. Sólo esperaba que no fuera aburrida o, todavía peor, una de esas señoras llenas de entusiasmo que no paran de hacer preguntas. En realidad no tenía muchas ganas de hablar de mí.

A las ocho de la tarde, Jean-Luc se presentó con la señora Rainey. Apuré mi copa, dejé la revista que estaba leyendo y me puse de pie para saludarla.

Madame , le presento a Monsieur Fontaine.

Los dos nos sonreímos con educación hasta que nos dimos cuenta, casi al mismo tiempo, de que nos habíamos conocido muchos años atrás.

– ¡Joy Springtoe! -exclamé atónito. La sorpresa me dejó con la boca abierta. No la noté muy cambiada, sólo más vieja.

– ¿Eres Mischa? -Estaba tan asombrada como yo. Movió la cabeza perpleja. Sus ojos azules brillaban de emoción-. ¿Puedes hablar?

– Es una larga historia -respondí.

– Me encantará oírla.

– Entonces te la contaré.

– ¿Ahora eres norteamericano?

– Nos fuimos a Estados Unidos cuando yo tenía seis años. -Le cogí la mano y me la llevé a los labios, al estilo francés. Sin apartar su mano de mis labios, alcé la mirada hacia Joy Springtoe-. Pero yo nunca he podido olvidarla.

34

Nos instalamos en el rincón, en una mesa redonda decorada con velas.

– ¡Oh, Mischa! Qué alegría verte -exclamó Joy.

Seguía siendo una mujer hermosa, con una cara suave y regordeta aunque surcada por finísimas arrugas, como un pañuelo de papel muy usado. Pero irradiaba felicidad y una bondad que resultaba patente en la ternura de su mirada.

– ¡Qué guapo eres! Sabía que te convertirías en un hombre atractivo.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté. Me parecía increíble que nuestros caminos se hubieran vuelto a cruzar-. Quién iba a decir que volveríamos a vernos.

– Es mi escapada anual -dijo, riendo como una chiquilla-. Una vez al año dejo a mi marido y vengo aquí una semana para recordar a mi prometido, que murió en la guerra.

– Lo recuerdo. Un día te vi llorando y me llevaste a tu habitación para enseñarme su foto.

– Billy Blake. Sabes, Mischa -añadió, bajando la voz-, para mí sólo ha existido un amor en mi vida. Oh, he sido feliz con David, es un buen hombre. Pero Billy fue mi gran amor y no quiero olvidarle.

– ¿Lo mataron aquí?

– Liberó el pueblo y fue el primero en llegar al château. Al día siguiente me escribió una carta, la última que recibí. Poco después murió en combate.

– Es una lástima que muriera un buen hombre.

– El mejor. Pero basta de hablar de mí.

El camarero se acercó a la mesa y esperó nuestras indicaciones. Elegimos rápidamente los platos y el vino, deseosos de seguir conversando.

– ¿Por qué has venido tú?

Me sentía feliz de poder contarle mi vida. Después de todo, hacía muchos años que nos conocíamos y guardaba un buen recuerdo de ella.

– Todo empezó con la muerte de mi madre. Murió de cáncer.

– Lo siento muchísimo.

– Llevaba año y medio encontrándose cada vez peor, pero, típico de ella, no quería médicos a su alrededor, no quería que metieran las narices en su vida. Así que se dejó morir lentamente, escondiendo la cabeza en la arena, fingiendo que no pasaba nada. Me temo que yo soy como ella. Cuando me puse a ordenar sus cosas descubrí que lo guardaba todo. No sé si lo sabías, pero mi padre fue el oficial alemán que requisó el château durante la guerra. Mi madre había trabajado al servicio de los dueños, y siguió allí después de que Gustave Rosenfeld muriera en la guerra y toda su familia, mujer e hijos, fuera llevada a un campo de concentración.

– ¿Eran judíos?

– Sí. Mi madre tenía la esperanza de que volverían cuando acabara la guerra.

– Pero no volvieron, por supuesto.

– No. Ella se enamoró de mi padre y se casaron en secreto. Yo nací el año cuarenta y uno. Después de la guerra mi madre fue duramente castigada por colaboracionista, y entonces fue cuando yo perdí la voz.

– Ahora lo entiendo. Pobre chiquillo, qué terrible. ¿Y qué fue de tu padre?

– Murió en la guerra.

– Como mi pobre Billy.

– Tengo algún recuerdo de él. -Hurgué en el bolsillo y saqué la pelota de goma-. Me dio esto. -Joy miró la pelota con atención.

– ¡Dios me ampare! ¿La has guardado durante todos estos años?

– Es un lazo que me mantiene unido con él. Soy un tonto sentimental.

– Oh, no es cierto. Yo también guardo cosas. Tengo una caja entera llena de recuerdos de Billy: programas de teatro, billetes de autobús, flores que me regaló y que yo he secado entre las páginas de un libro, cartas que me envió durante la guerra. Todavía las leo de vez en cuando. Me ayudan a recordarle y a sentirle cerca de mí, como tu pelota de goma. No me asusta la muerte porque sé que él estará esperándome. Para serte sincera, es una idea que me emociona, incluso.

– Me parece que tendrás que esperar muchos años.

– Me estoy haciendo vieja, Mischa.

– No pareces vieja en absoluto.

– Esto es porque ves más allá de las arrugas a la mujer que fui hace cuarenta años, pero ya tengo casi setenta años. Nunca pensé que los años iban a pasar tan deprisa. La vida es realmente muy corta. -Exhaló un suspiro y tomó un trago de vino-. Así que has venido para recordar viejos tiempos.

– En cierto modo, sí.

Joy me miró fijamente.

– ¿Eres feliz, Mischa?

– Ahora sí. Es una larga historia.

– Cuéntamela, cuéntamelo todo. En realidad, tengo cierto derecho a saberlo -bromeó-. Al fin y al cabo, yo fui tu primer amor.

Me reí y le tomé la mano.

– ¿Lo sabías?

– Claro que lo sabía. Te ruborizabas cada vez que me veías, y me seguías a todas partes como un cachorrito. Siempre estabas escondiéndote detrás de la silla que había en el piso de arriba. Todavía sigue ahí, y me acuerdo de ti cada vez que la veo. Aunque ahora eres demasiado grande para esconderte detrás de esa silla.

– No sólo fuiste mi primer amor, sino también la primera mujer que me rompió el corazón. Me quedé destrozado cuando te fuiste.

– Yo también estaba muy triste. No quería dejarte. Eras el hijo que no tuve.

– ¿Tienes hijos ahora?

– Sí, cuatro chicas, ningún hijo varón. -Me apretó la mano-. Siempre quise tener un chico rubio con ojos azules. Billy era rubio, y yo estaba convencida de que tendríamos un hijo. Pero no pudo ser. De todas maneras tengo nietos, y estoy como loca con ellos.

El camarero nos trajo el primer plato y empezamos a comer.

– Cuéntamelo todo, desde que os fuisteis de Francia. Supongo que tu madre quería empezar de cero en un sitio donde no conocieran su pasado.

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