Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– Creo que así fue -respondí, aunque no podía evitar preguntarme si no se había visto obligada a huir a causa del Tiziano-. Se enamoró de un norteamericano que se alojaba en el hotel, y nos marchamos con él a Nueva Jersey. Él fue mi segundo amor.

Y así le hablé a Joy de Coyote, de la Tienda de curiosidades del capitán Crumble, de Matías y María Elena, de la noche que entraron a robar. No mencioné el nombre propio de Coyote. Sin saber por qué, algo me decía que fuera prudente. Joy me escuchaba fascinada y emocionada. Le hablé también de la época en que entré en una espiral de violencia, bandas callejeras, navajazos y autodestrucción.

– ¿Cómo saliste de eso? -me preguntó.

– Cuando has tocado fondo, sólo puedes subir.

– ¿Lo lograste tú solo?

No quería hablarle de mi pelea en el aparcamiento, así que me referí a una época un poco anterior, cuando empecé a entender el sufrimiento que le causaba a mi madre.

– No -respondí-. Vi lo mucho que esto le dolía a mi madre. Yo la culpaba de la desaparición de Coyote. Pensaba que era todo culpa suya, y quería que reaccionara. Una noche volví a casa muy tarde, borracho, hecho una verdadera desgracia, y la vi bailando sola en su habitación con la música que solía poner mi padre. Solían poner el gramófono y bailar juntos, mientras yo miraba y aplaudía feliz. Bien, pues aquella noche mi madre bailaba como si estuviera con mi padre, una mano sobre el hombro y la otra en la mano de él. Levantaba la mirada hacia él imaginado rostro de mi padre y tenía los ojos llenos de lágrimas. Nunca lo olvidaré. Al momento se me pasó la borrachera, me tiré al suelo y me puse a llorar también. Por una vez dejé de pensar en mí mismo y en lo que había perdido, y pensé en las desgracias que había tenido que sobrellevar mi madre. Estaba sola, los dos hombres a los que amó habían desaparecido. Era una paria en su propio pueblo, y su familia la había repudiado. Había tenido que soportar pruebas mucho más duras que yo, y nunca había dejado de quererme. A pesar de la rabia que mostraba, de las cosas horribles que le gritaba, de berrinches y arrebatos de cólera, nunca me cerró su puerta ni su corazón. Al día siguiente me levanté dispuesto a cambiar. Nunca miré atrás, y no volví a usar los puños. Ninguno de los dos dijo nada al respecto, pero volvimos a ser amigos.

Luego le hablé de Claudine, y Joy me escuchó con simpatía, sin juzgarme. En realidad, me animó.

– Si es tu gran amor, Mischa, haz lo que te dicta tu instinto. La vida es demasiado corta para no vivirla a fondo.

– Me marcho mañana.

– Lamento que te vayas. Tal vez podamos volver a vernos en Estados Unidos.

– Me gustaría mucho.

Joy me tomó de nuevo la mano.

– También a mí.

Aquella noche estaba tan emocionado que no podía dormir. Joy Springtoe había vuelto a mi vida y Claudine había accedido a acompañarme a Estados Unidos. En cuanto le concedieran el divorcio, nos casaríamos. Me encantaba la idea de vivir con ella. Había vivido muchos años sin echar raíces, pero ahora compraría una casa donde pudiéramos envejecer juntos. Sólo me entristecía que fuera demasiado tarde para tener hijos con ella. Lamentablemente, nadie continuaría mi apellido cuando yo muriera, no dejaría nada de mí mismo sobre la Tierra.

Fuera se había desatado una tormenta. El viento aullaba en torno al château , la lluvia golpeaba contra los cristales de las ventanas, y de vez en cuando el cielo se iluminaba con un relámpago al que seguía el retumbar de un trueno. Corrí las cortinas y me senté junto a la ventana. Unos nubarrones espesos como gachas atravesaban a toda velocidad el horizonte. Recordé lo que mi abuela decía del viento y me vino a la mente la noche en que partimos a Estados Unidos. También entonces arreciaba una tormenta y el vendaval casi me tira al suelo mientras cruzaba el jardín. Fue entonces cuando, a la luz de un relámpago, vi a un hombre cavando. No había vuelto a acordarme de él, pero reviví la escena como si acabara de suceder: el hombre estaba arrodillado en el suelo, empapado hasta los huesos, y sacaba paladas de tierra; podía oír incluso los rítmicos golpes del metal contra las piedras. En aquel momento pensé que era un asesino enterrando el cadáver de su víctima, pero ahora no sabía qué pensar. ¿Habían sido imaginaciones mías o había algo más, como sucedió con Pistou? Decidí preguntarle a Jean-Luc si había habido algún asesinato en el château. Me parecía que conocía muy bien la historia del hotel.

Me quedé contemplando la tormenta hasta que cesaron los truenos y los relámpagos, aunque seguía lloviendo a cántaros y soplaba un vendaval. Me dije que al día siguiente me despediría de mi infancia para siempre. Llega un momento en que uno tiene que elegir entre vivir en el presente o no tener vida en absoluto. Volví a meterme en la cama, cerré los ojos y me sumí en un sueño plácido y profundo como no disfrutaba en mucho tiempo. Hacía años que no soñaba, pero aquella noche tuve un sueño tan vívido que me pregunté si sería real.

Volvía a ser un niño y me encontraba en el banco junto al río, tirando piedras al agua. El sol estaba alto en el cielo y el aire cálido olía a pino. El río borboteaba cantarín, las moscas revoloteaban al sol, las cigarras chirriaban entre la hierba y las doradas flores de la retama danzaban agitadas por la brisa. Pistou estaba a mi lado, jugando con mi pelotita de goma. Permanecíamos en silencio porque no nos hacían falta palabras. De repente, una mariposa se posó en la mano de Pistou, que se volvió hacia mí sonriendo. Entonces recordé lo que me contó Jacques Reynard: que el nombre secreto de mi madre durante la guerra era Papillon, mariposa.

– Así que ya ves, no soy un producto de tu imaginación -dijo Pistou.

– Lo siento. ¿Te molestó que lo pensara? -Tiré una piedra al río y me quedé mirando cómo botaba sobre la superficie.

– No, estoy acostumbrado.

– ¿Cómo es estar en el cielo?

– Delicioso. Cuando llegues te gustará. Puedes comer todas las chocolatines que quieras.

– Me parece estupendo. ¿Estará también el cureton ?

– Abel-Louis llegará en cualquier momento. Le están esperando.

– ¿Recibirá su castigo?

– El infierno está en la Tierra, amigo. Tú ya has estado allí, ¿no?

– Pero quiero que sufra.

– Sufrirá cuando contemple su vida y se dé cuenta de cómo la ha fastidiado. No olvides la ley del karma, Mischa. Lo que enviamos nos es devuelto. Nadie escapa de la ley de causa y efecto.

– ¿Y mi madre estará? -La mariposa abrió las alas y salió volando.

– Está aquí, y también tu padre. -Pistou me devolvió la pelota de goma.

– ¿Están juntos?

– Por supuesto.

– ¿Puedo verlos?

– Están siempre contigo, cuidando de ti. Que no puedas verlos no significa que no estén. -Se puso de pie-. Tengo que marcharme.

– ¿Nos volveremos a ver?

– Sí, claro. Volverás a verme si abres bien los ojos -dijo, con una de sus risitas maliciosas.

– ¡Eres un caradura! -Al ponerme de pie, comprobé que yo ya no era un niño y era mucho más alto que él.

– Te agradezco que hayas sido mi amigo, Pistou.

– Nos lo hemos pasado bien, ¿verdad?

– Muy bien.

– Todavía puedes pasarlo bien si no te olvidas de ser un niño.

– Lo intentaré.

Pistou se internó en el bosque. Yo me guardé la pelotita en el bolsillo y me volví hacia el sol, que brillaba tan intensamente que me obligó a entrecerrar los ojos. Me tapé la cara con la mano y me desperté sobresaltado en la cama. Había amanecido y hacía un día espléndido. La tormenta se había alejado y no quedaba ni una nube en el cielo.

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