Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– Y puedes hacer que no exista, Claudine, puedes abandonarle y venirte a Estados Unidos conmigo.

– No puedo. -Volvió la cara y se secó la nariz con el dorso de la mano-. No lo entiendes.

– Claro que puedes. Tus hijos son mayores. Maurilliac es un desierto, aquí no te retiene nada. En Nueva York podemos empezar una nueva vida juntos. -Claudine se volvió para mirarme-. Eres joven y hermosa -le dije, acariciando su fría mejilla con la punta de los dedos.

Claudine me cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Tengo miedo -susurró.

– ¿De Laurent?

– No, Laurent me da lástima. No para hasta que controla todo lo que le rodea, yo incluida. Se ha convertido en un hombre amargado, siempre enfadado. Ahora percibe que yo me alejo de él y se aferra a mí con desesperación. Nunca quería hacer el amor, y ahora me desea más que nunca. Estoy cansada de poner excusas.

– Entonces, ¿de qué tienes miedo?

Claudine me miró con timidez. Una arruga de preocupación ensombrecía su rostro.

– Tengo miedo de hacer algo incorrecto. Tengo miedo de Dios.

– ¡De Dios! -Me sentí tan aliviado que me entró risa, pero recordé la estrecha relación de Claudine con el padre Robert-. ¿Te has confesado? -Ella asintió-. Pero ¿por qué? Un sacerdote no puede aprobar el adulterio.

– Pero tenía que decírselo. Todos estos años ha sido amable conmigo, mi único apoyo. Al principio no podía hacer frente a Laurent y él me enseñó a decirle que no. No estaba bien mentirle.

– No puedes quedarte con un hombre que no te hace feliz simplemente para contentar a un sacerdote. Tienes que seguir tus instintos y luchar por tu felicidad.

– Me siento culpable. Laurent es el padre de mis hijos. Nos conocemos desde niños y llevamos veintiséis años durmiendo juntos. Hicimos nuestras promesas ante Dios. Estoy incumpliendo uno de los diez mandamientos, algo que no había hecho nunca.

– Todavía no has hecho nada.

– Pero tengo la intención de hacerlo.

Lo decía totalmente en serio. Me parecía increíble que se dejara engañar de esa manera. ¿Acaso no sabía que no eran más que tonterías inventadas por los curas para controlar a la gente?

– Maldita sea, Claudine, no dejaré que otro sacerdote destruya mi felicidad. -La tomé en mis brazos y la besé con pasión-. Atrévete, deja de esconderte. Puedo entender que tengas miedo de Laurent, que tengas miedo del futuro, o de ti misma, pero no utilices la Iglesia de excusa. ¿Me quieres?

– Sí.

– Eso es lo único que importa. No me iré sin ti.

Me sonrió con gratitud. Pareció tranquilizarse al verme tan decidido, como si buscara una muestra de mi amor. Necesitaba asegurarse de que la quería y de que no la iba a dejar tirada. Al fin y al cabo, estaba a punto de abandonar el mundo que conocía, y una vez que se marchara no podría volver.

– Quiero acostarme contigo, Mischa -dijo de repente-. Quiero que me hagas el amor, que me hagas tuya.

– ¿Dónde? -me limité a preguntar. No necesitaba saber nada más.

– Conozco un lugar. -Se puso de pie y me tomó de la mano-. Ven, Mischa, empecemos nuestro futuro juntos.

Caminamos junto al río cogidos de la mano, como una pareja de jóvenes amantes. El corazón se me llenó de nostalgia al recordar aquellos veranos: la hierba repleta de grillos y saltamontes, los árboles de frondosas ramas donde piaban los pajarillos, el aire cargado de aroma a romero y a pino. Claudine representaba todas esas cosas, y si venía conmigo a Estados Unidos me traería lo mejor del verano. Al cabo de un rato llegamos a una casa de campo con establos y cobertizos. No se veía un alma por los alrededores.

– Aquí venía a jugar de pequeña -dijo Claudine-. ¿Te acuerdas de Antoine Baudron?

No lo recordaba. Imaginé que sería uno de los que me escuchaban embobados cuando me inventaba cuentos de milagros y visiones místicas en el patio del colegio.

– Era su casa. Se casó y se fue a vivir a otro pueblo, pero su padre sigue llevando la granja. -Me condujo por el camino asfaltado que pasaba junto a los cobertizos. De vez en cuando se agachaba y se escondía con ánimo juguetón, lo que me recordaba mis juegos con Pistou. Finalmente abrió la puerta de un establo-. Aquí guardan los terneros en primavera. Arriba está el pajar, y seguro que queda algo de heno donde echarnos. -Soltó una risita maliciosa y me indicó con un gesto que la siguiera.

– Hay gente que nunca crece -le dije en broma.

– Ya somos dos, Mischa -respondió ella mientras subía al pajar por la escalera de mano.

Pero cuando nos tumbamos sobre el heno, resguardados del frío, dejamos de sentirnos como unos chiquillos. Claudine se apretó contra mí.

– Abrázame fuerte -dijo-, necesito que me des calor.

La única iluminación era la de los débiles rayos de sol que se filtraban entre las grietas del techo de madera y la luz lechosa que conseguía atravesar el ventanuco cubierto de moho. Nos abrazamos y empezamos a besarnos lentamente. Acaricié con la boca sus labios, sus mejillas, su frente y sus largas pestañas; cerré los ojos para saborear su aroma a bosque. Claudine metió la mano por debajo de mi abrigo y mi camisa y me tocó con sus dedos helados.

– Tienes las manos frías -dije.

– Se calentarán enseguida. Estás ardiendo.

Metió la otra mano por debajo de mi camisa y me acarició la columna vertebral, deteniéndose un instante sobre mi cicatriz. Nuestros besos se tornaron más ardientes, nuestra respiración se hizo más agitada y mi miembro se apretó vigoroso contra el pantalón. Claudine tenía las mejillas enrojecidas y yo me notaba las manos calientes como brasas. Liberé la blusa de la falda y abrí los corchetes del sujetador. Los pechos de Claudine, suaves y esponjosos, no eran los de una joven que no ha sido madre, pero me emocionaba su madurez. Las huellas que la maternidad había dejado en su cuerpo la hacían más auténtica y terrenal. Hubiera querido ser el padre de sus hijos, hubiera deseado crecer a su lado. Oculté el rostro en su cuello y le levanté la blusa para besar sus pechos y saborear su piel. Claudine dejó escapar un gemido y enterró los dedos en mi cabello. Le levanté la falda -de tweed, larga hasta las rodillas- por encima de la cintura, y me emocionó descubrir que bajo los calcetines de lana llevaba medias de seda y un liguero. Me resultó excitante ver sus blancos muslos por encima del encaje. Con los ojos entrecerrados, Claudine me dirigía una mirada llena de dulzura y placer. La despojé de toda la ropa interior y se quedo desnuda ante mí, esperando mis caricias con un abandono exento de vergüenza. Estuvimos toda la mañana haciendo el amor, parando de vez en cuando para conversar, y volviendo a empezar.

– No hacía así el amor desde que era joven -me dijo, ruborizándose de placer-. Pensaba que había perdido toda mi sensualidad en el aburrimiento de mi vida cotidiana.

– Estás preciosa -le dije, admirando su belleza-. El sexo te sienta bien.

– ¿Quién nos iba a decir que un día nos acostaríamos juntos cuando jugábamos a canicas en la Place de L'Église ? -comentó Claudine riendo, mientras se tumbaba encima de mí.

– ¿Qué diría monsieur Baudron si nos encontrara aquí?

– Tendría que marcharme de Maurilliac para siempre.

– Entonces espero que nos encuentre -dije muy serio. Claudine me miró en silencio un buen rato. Hubiese dado cualquier cosa por adivinar su pensamiento-. Ven conmigo, Claudine. No puedo irme sin ti.

– Pero todavía no has encontrado tu cuadro.

– Sí que lo he encontrado.

– ¿En serio? -Me miró sorprendida-. Cuéntame.

– Sólo si me prometes que vendrás conmigo.

Claudine se puso seria a su vez.

– ¿Me prometes que nunca me abandonarás, que cuidarás siempre de mí? ¿Me prometes que envejeceremos juntos, que nos querremos y que recuperaremos el tiempo que no hemos estado el uno al lado del otro? ¿Puedes prometérmelo, Mischa? Porque si me lo prometes, me iré contigo.

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