– ¿Sabes si mi madre escondió algo?
– ¿Además del vino? No estoy seguro, pero no me sorprendería. Anouk tenía cultura, y sabía distinguir un Miguel Ángel de un Rafael.
– ¿Tenían en la casa pinturas de valor semejante?
– Goering lo creía así, o no se las hubiese llevado.
– ¿Y mi padre?
– Tu madre se enamoró de él nada más verlo. Tenía carisma. Era alto como tú, de espaldas anchas. Y por supuesto, como alto oficial alemán irradiaba poder, lo que resulta irresistible para una mujer joven. Yo lo detestaba por haberme robado a Anouk, pero reconozco que era un caballero y un buen hombre. Y él también estaba enamorado. No lo culpo, porque todo el mundo se enamoraba de Anouk.
– ¿Por qué seguiste trabajando en el château ?
– Allí estaba mi vida, y además yo no podía imaginarme lejos de Anouk.
– He ido a ver al padre Abel-Louis.
– Que el diablo se lo lleve -murmuró con rencor.
– Me parece que no tardará mucho.
– ¿Para qué querías verle? -Me dirigió una mirada acusadora, como si la sola mención de aquel nombre constituyera una traición.
– Quería hacerle sufrir, pero en realidad vive atormentado por el recuerdo de lo que ha hecho. Me contó que había casado a mis padres en secreto.
– Sí, y también fue un colaborador. Comerciaba con seres humanos, Mischa. ¿Eso no te lo dijo?
– Supuse…
– Él es el culpable de que los Rosenfeld murieran en las cámaras de gas de Auschwitz, de que se condenara a muerte a aquellos niños indefensos: Hannad, Françoise, Mathilde, André y Marc. -Me lanzó los nombres como si fueran balas. Yo me sentía desconcertado-. Y no sólo a ellos, traicionó a todos los judíos de Maurilliac. ¿Por qué crees que vivía tan bien cuando Francia se moría de hambre? ¡A que eso no te lo contó!
– Me dijo que había traicionado a mi madre de manera que ella no pudiera revelar lo que había hecho.
– La marcaron como a un animal. -La sorpresa se pintó en mi rostro-. No te lo dijo, ¿verdad? -Soltó un gruñido y siguió hablando en voz muy baja-. A tu madre y a otras tres mujeres acusadas de colaborar con los alemanes las llevaron a la plaza de la iglesia y las desnudaron. Les afeitaron la cabeza y les marcaron el trasero con hierros candentes, como si fueran ganado. ¿Te lo contó? ¿No? ¿Y sabes con qué las marcaron? Con la esvástica. Tu madre tendría que llevar la marca en el cuerpo hasta el día de su muerte. Monsieur le curé se quedó mirando sin intervenir, y de esta manera dio su consentimiento. ¿Y tú? ¿No te acuerdas?
– Me acuerdo -murmuré.
– Querían matarte. Intenté impedirlo, pero no podía hacer nada contra tanta gente. Los estadounidenses te salvaron, Mischa, y salvaron a tu madre. De no haber sido por ellos os habrían matado a los dos.
– ¿Y tú?
– Os defendí lo mejor que pude. Y a partir de aquel día me trataron también como a un paria, pero nunca me arrepentí de lo que hice. Amaba a Anouk y siempre la he amado.
– Dices que mi padre era un buen hombre.
– Así era.
– ¿Qué le pasó?
– Lo ignoro, Mischa. Se fue en el verano de 1944 y no regresó.
– ¿Mi madre no quiso saber lo que fue de él?
– No lo sé. Nunca lo mencionaba. Cuando él se marchó, ella tuvo que sobrevivir sola con un niño pequeño. Supongo que tu padre murió en el campo de batalla. Quería llevarse a tu madre a Alemania, y de haber sobrevivido no dudo de que hubiera cumplido su palabra.
Jacques me miró en silencio y dejó la taza de café sobre la mesa. Con un gemido se levantó de la silla. De repente parecía envejecido, como si el hecho de recordar el pasado le hubiese añadido años.
– Quiero enseñarte una cosa.
Un poco envarado, como si le costara moverse, se acercó a un mueble, abrió el primer cajón y rebuscó dentro hasta dar con un sobre de color marrón. Antes de entregármelo lo acarició con el pulgar. En el sobre leí «Jacques Reynard», escrito con la letra de mi madre. Entonces até cabos: era la nota que le había dejado la noche en que nos fuimos a Estados Unidos, lo último que Jacques había sabido de ella. Abrí el sobre con dedos temblorosos y extraje una hoja de papel cuidadosamente doblada.
Querido Jacques: Esta noche me voy a Estados Unidos para empezar una nueva vida. No podría irme si tuviera que decírtelo en persona. Me has querido siempre, desde hace más tiempo del que puedo recordar, y yo te he querido también, aunque no de la misma manera. Siento tanta gratitud hacia ti que no puedo expresarla con palabras. ¿Recuerdas aquellos días en el château, cuando reíamos al sol, merendábamos en la playa y bebíamos buen vino? ¿Recuerdas cuando levantamos aquel muro en la bodega y nos besábamos sin que nadie nos viera? Estoy abriendo los lugares oscuros de mi corazón, Jacques, porque esos son mis recuerdos más queridos. ¿Recuerdas cuando escondimos a aquellos judíos en la bodega y conseguimos sacarlos de Francia? Cuando me raparon y me marcaron como a un animal, tú estabas a mi lado, ¿recuerdas? ¿Y recuerdas que has querido a mi hijo como si fuera tuyo, que jugabas con él entre las viñas y montabas con él a caballo? ¿Recuerdas que, a pesar del dolor y la desesperación, a pesar del terror, nos teníamos el uno al otro y conseguíamos reírnos juntos? Siempre lo recordaré, querido Jacques. No nos olvides a mí y a Mischa, porque nosotros siempre te recordaremos. Con todo mi amor, Anouk.
Leí y releí la carta hasta que las letras me aparecieron borrosas por las lágrimas. Doblé la carta y la guardé en el sobre. Jacques contemplaba con tristeza el fuego encendido. Con la carta todavía en la mano, medité sobre las palabras de mi madre. La gente de Maurilliac la había castigado, cuando ella no había dejado de trabajar para la Resistencia y había arriesgado su vida para salvar la de otros. Nunca me contó que la habían marcado con un hierro candente. Tal vez pensaba que yo me acordaba. No sabía que recordaba mejor mi propio horror que el de ella. Ojalá hubiéramos hablado, en lugar de dar tantas cosas por sentadas.
– ¿Mi madre y tú salvasteis judíos?
– En Maurilliac había una familia judía de la que el padre Abel-Louis no había informado a los alemanes. Cuando los Rosenfeld fueron deportados, Anouk temió por ellos. Los escondimos y alimentamos durante un mes hasta que conseguimos enviarlos a Suiza sanos y salvos.
– ¿Tú también trabajabas para la Resistencia?
– De una manera modesta. Empezamos con una familia y acabaron siendo muchas más. El nombre en clave de tu madre era Papillon. Era una mariposa muy valiente. -Me miró como si quisiera leerme el pensamiento. Sus ojos rodeados de arrugas estaban llenos de sabiduría-. Cuando dije que tu padre era un buen hombre, Mischa, lo dije en serio. Sabía que escondíamos judíos en la bodega, pero hizo la vista gorda por amor a Anouk. Hubiera hecho cualquier cosa por ella, incluso a riesgo de su posición y su propia vida.
– Recuerdo los nombres grabados en la pared de la bodega: Léon, Marthe, Felix, Benjamin, Oriane.
– Tienes mejor memoria que yo.
– Hay algo más -dije, recordando al joven que aparecía en el álbum de fotos de mi madre-. ¿Sabes si mi madre tenía un hermano?
– Sí. Se llamaba Michel.
– ¿Qué fue de él? Nunca lo mencionó.
– Tu madre era una superviviente. Si tenía que cerrar un capítulo para seguir adelante, lo hacía. Y eso es lo que ocurrió con tu tío. Eran inseparables de niños, y de adolescentes estaban muy unidos. Cuando estalló la guerra, Michel se alistó y luchó junto a los mejores jóvenes de Francia.
– ¿Lo mataron?
Jacques negó con la cabeza.
– No. Descubrió la relación de Anouk con tu padre y se lo dijo a sus padres. No quisieron saber nada más de ella. Había sido una familia muy unida, pero esto abrió una herida entre ellos que nunca se cerró. Michel se fue a la guerra y no volvió. Por eso Anouk te puso el nombre de su hermano: Mischa.
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