Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Mi madre había conocido a esos niños, los había tenido en sus brazos, había convivido con ellos. Ahora comprendí por qué nunca me habló de ellos: era demasiado doloroso. Pero ¿por qué se había quedado en el château después de la desaparición de aquel mundo preservado de todo mal? No lo entendía.

Resultaba extraño ver el château cuando era una casa familiar. El mobiliario era diferente, pero las habitaciones eran las mismas, igual que las molduras del techo y la enorme chimenea del vestíbulo, donde también ardía un fuego. Sobre las baldosas de piedra había alfombras, y allí dormían los perros negros que guardaban la finca antes de la llegada de los alemanes. Aunque mi mente racional me decía lo contrario, yo intentaba creer en la inocencia de mi padre. No quería creer que hubiera formado parte de un régimen que torturó y destruyó a millones de inocentes. Me sentía tan apenado por el destino de los Rosenfeld que decidí cerrar el álbum, cuando algo me llamó poderosamente la atención: en la pared, junto a un retrato de la familia, estaba La Virgen Gitana. El horror me paralizó y el pulso se me aceleró; Jean-Luc se alarmó.

– ¿Se encuentra bien, monsieur ? -Incapaz de hablar, asentí con la cabeza-. Le traeré un vaso de agua.

Apenas me di cuenta de que Jean-Luc se levantaba y atravesaba la biblioteca a grandes zancadas. La imagen del cuadro me dejó perplejo y me sumió en un torbellino de suposiciones. ¿Lo habría robado mi madre? ¿Lo habría guardado para ponerlo a salvo de los nazis, en la creencia de que la familia regresaría después de la guerra? ¿Lo habría requisado mi padre y se lo habría regalado a mi madre? No cabía duda de que era un objeto valioso que había pertenecido a una familia judía. Su robo constituía un crimen de guerra. Abrumado por la tristeza, entendí que mi madre hubiera sentido demasiada vergüenza para darme explicaciones.

Jean-Luc volvió con el vaso de agua y me lo bebí de un trago.

– Supongo que le ha causado impresión volver a ver su pasado. Han cambiado tantas cosas…

– En realidad sólo las personas. Le sorprendería los pocos cambios que hay -respondí, cerrando el álbum.

– Lo siento, tal vez no debería habérselo enseñado.

– Me alegro de haberlo visto, Jean-Luc, pero creo que necesito algo más fuerte que un vaso de agua.

Absolument! -Jean-Luc cogió el álbum de fotos y se levantó de un salto.

Me quede mirando el fuego y pensando en lo que habían perdido los Rosenfeld durante la guerra. En realidad sabía muy poco sobre ellos. Mi madre no tocaba el tema. Como sucede a menudo, las personas que han sufrido mucho no pueden o no quieren compartir su experiencia. Pero el château era la base sobre la que se había levantado mi vida. Aquí se conocieron mis padres, aquí contrajeron matrimonio y aquí había nacido yo. Mis primeros recuerdos eran escenas que tenían lugar en el vestíbulo, donde la figura de mi padre todavía arrojaba una sombra fantasmal. Por horrible que fuera lo que había sucedido entre estas paredes, por grande que resultara mi desilusión, había valido la pena saberlo.

El whisky que me trajo Jean-Luc me calentó el gaznate y me hizo sentir mejor.

– Me ha dicho que Jacques Reynard vivía en las inmediaciones. ¿Podría darme su dirección?

– Por supuesto, encantado.

Sentía la necesidad de saber algo más sobre el pasado de mi madre, y Jacques era la única persona que podía decirme algo. Mientras Jean-Luc iba en busca de la dirección, volví a mi habitación en busca de la cartera y las llaves del coche. Desde mi ventana contemplé los viñedos que se extendían hasta el horizonte bajo el cielo encapotado y gris y me acordé de Jacques. ¡Cómo debía de echar de menos sus viñedos! Me di cuenta de que llevaba un rato sin pensar en Claudine y que se habían aplacado mis celos. Por lo menos la había encontrado y estaba viva. Había sido muy afortunado.

El frío me golpeó como un bofetón. Me llené los pulmones de aire helado y me sentí tonificado y lleno de energía ante el misterio que iba a intentar desvelar. Nunca me había parecido tan emocionante investigar el pasado. Ya no me asustaba, tan sólo me intrigaba.

El paisaje de invierno era gris y monótono, pero el viaje me dio ánimos. Fui pensando en la sorpresa que había supuesto descubrir de dónde procedía La Virgen Gitana. Supuse que mi madre lo había donado al Metropolitan porque sabía que los Rosenfeld estaban muertos. Por eso dijo que «tenía que devolverlo». Tal vez lo había guardado todos estos años con la esperanza de que apareciera un miembro de la familia para reclamarlo, o tal vez se había decidido a hablar sólo cuando estaba al borde de la muerte y a salvo de la justicia. Cuando regresara a Estados Unidos, telefonearía a mi abogado y se lo explicaría.

Finalmente llegué a una casa de campo y entré con el coche por el sendero. A ambos lados se levantaban unos cobertizos de paredes claras y tejados de tejas rojas como los de las casas de Maurilliac. Sonreí al ver un tractor; cuando yo era niño, Jacques usaba caballos. Aparqué el coche frente a una casa coquetona, con gráciles chimeneas, postigos blancos y las paredes cubiertas de hiedra. Salí del coche y me quedé de pie sobre la gravilla, empapándome de la calidez que exhalaba la casa de Jacques. Sabía que estaba en mi hogar, podía sentirlo. Jacques apareció en la puerta de entrada y abrió los brazos para darme la bienvenida. Una triste sonrisa iluminó su rostro envejecido. Como he dicho, los que me habían querido me reconocían desde el primer momento.

32

Jacques se quitó la gorra y me abrazó con fuerza como si fuera un hijo pródigo. Sus lágrimas me mojaron el abrigo, porque yo era mucho más alto. Aunque no dijimos nada, los dos pensamos lo mismo: ¿por qué había tardado tanto en volver a Maurilliac? Jacques tendría lo menos 85 años y estaba arrugado y marchito, pero cuando por fin pude mirarle a los ojos, vi que irradiaban la misma luz de siempre.

– Me alegro de verte -le dije al fin. Él sacudió la cabeza y soltó una carcajada.

– Ni siquiera me has escrito. Debería de regañarte.

– Me da mucha vergüenza -admití.

– ¡Desaparecer así en mitad de la noche!

– No era más que un niño.

– Por eso te perdono -suspiró y se puso serio-. Pero no perdono a tu madre.

– Entremos, por favor, me estoy congelando -dije, frotándome las manos.

Atravesamos el vestíbulo y entramos en el salón, donde ardía un buen fuego. Tras la majestuosidad del château , la casa de Jacques me pareció acogedora y sencilla, repleta de objetos gastados y libros viejos, con valor sentimental. Todo tenía un aspecto ordenado, al igual que los cobertizos junto al camino de entrada. Me senté en un sillón y acerqué las manos al hogar para calentarme. Jacques me sirvió una copa y se arrodilló con dificultad frente a la chimenea para atizar el fuego, removiendo las brasas con un atizador.

– Así está mejor. Este invierno está siendo muy crudo.

– Te fuiste de Maurilliac.

Jacques asintió.

– Nada me retenía allí, y ya era mayor para el trabajo.

– Así que compraste esta casa y te instalaste aquí con Yvette.

– Yvette -rió, y en sus ojos apareció un brillo malicioso-. Yvette fue una buena esposa. Con ella comía bien, y acabé teniendo la tripa de un marido satisfecho. ¡Además era una mujer de las de verdad, con curvas!

– ¿Sabes que una vez os vi juntos?

Jacques se dejó caer en el sillón con un suspiro de satisfacción.

– ¿En serio?

– Sí, os vi haciendo el amor en el pabellón.

– ¡Qué granuja! -rugió, encantado de recordar el pasado.

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