Me acerqué a la ventana y contemplé ensimismado los campos donde jugaba de pequeño. En cuanto acabé de deshacer mi escaso equipaje, decidí dar una vuelta por los alrededores. Tenía ganas de ver el resto del château y el edificio de las caballerizas. Era un fastidio que los Duval ya no estuvieran; me hubiese divertido atormentándolos un poco, porque seguro que no me habrían reconocido. Había planeado comportarme como un huésped exigente e insoportable sólo para hacerlos sufrir. Era un placer estar al otro lado de la valla. Recordé una ocasión en que Madame Duval me descubrió espiando la llegada de los huéspedes y me arrastró de la oreja hasta la cocina, donde me propinó una paliza delante de Yvette y sus horribles empleados. Ahora que yo era un huésped y no podía vengarme, esperaba una justicia divina, que a causa de sus duros corazones se hubieran convertido en seres desgraciados, condenados a envejecer en triste soledad.
Bajé las escaleras y di una vuelta por la planta baja. Todo me parecía mucho más pequeño de lo que lo recordaba, los lugares donde me escondía eran minúsculos, y el comedor que recordaba tan grande y ruidoso era en realidad una sala acogedora pero con mala acústica. Sin embargo, el olor era el mismo, una mezcla de cera de muebles, humo de leña de la chimenea del recibidor y cuatrocientos años de historia que me entró por la nariz, me impregnó los huesos y me transportó al pasado, inundándome de agridulce nostalgia. Entré en el invernadero y miré hacia fuera: la terraza estaba húmeda y cubierta de musgo. Las sillas donde los Faisanes se habían sentado para hablar de Coyote mientras yo jugaba con Rex debajo de la mesa estaban cubiertas de hojas secas. Como estábamos en pleno invierno, no había mesas en el jardín, y la hierba se veía castigada por el viento y cubierta de desechos otoñales. Rememoré cómo me escondía con Pistou entre los arbustos para espiar a los huéspedes que tomaban el té. No eché un vistazo alrededor para ver si lo veía, porque sabía que no estaba, y sentí el dolor de su ausencia. Ya no podía conjurarlo como antes. Al hacerme mayor lo había perdido.
Entré en la cocina. Un chef con gorro blanco metía un largo cucharón en la olla de la sopa mientras un miembro de su equipo aguardaba sus comentarios. Le oí decir algo en voz baja, todo lo contrario de los berridos que daba Yvette. Cuando me vio, alzó las cejas e inclinó la cabeza a modo de saludo antes de volver a su trabajo. Había un ambiente eficiente y agradable. Eché un vistazo a las cazuelas de los últimos estantes y a los diversos utensilios, cazos y sartenes que colgaban del techo. Los habría podido coger sin esfuerzo, alargando la mano, y sin embargo, convertirme en el «agarrador» de Yvette me había cambiado la vida en el château : de ser un inútil había pasado a ser importante. Sonreí para mis adentros y salí de la cocina.
El edificio de las caballerizas estaba muy cambiado desde que la maquinaria había venido a sustituir al caballo y al arado. Ahora en los establos había tractores y otras máquinas, y el piso de arriba se había transformado en oficinas. El taller de Jacques Reynard todavía existía, pero ahora era un lugar sin alma. Me inundó la tristeza. Desde la desaparición de Coyote, no había permitido que nadie ocupara el hueco que dejaron en mi corazón Jacques Reynard, Daphne Halifax y Joy Springtoe. Cuando salí del edificio de las caballerizas me sentía derrotado. Seguí caminando sin rumbo por los terrenos del château , recordando detalles, tocando cosas, prestando atención a los ecos de las voces que me llegaban del pasado. Deseaba con toda mi alma poder compartir esos recuerdos con alguien. Pero mi madre había muerto, Pistou sólo había existido en mi imaginación; y en cuanto a Yvette y los Duval, ya no estaban, aunque no tenía ganas de verlos. Sin embargo, una parte de mi ser clamaba venganza; quería acabar con mis demonios. El chevalier anhelaba probar su espada en los que le habían atormentado, quería disfrutar infligiéndoles dolor, como si de una forma perversa fuera a mitigar así su sufrimiento. Y con la esperanza de encontrar al padre Abel-Louis me encaminé al pueblo.
El sol estaba alto en el cielo. A pesar del café y los cruasanes que había tomado con Caroline, me sentía hambriento. Los rayos del sol eran demasiado débiles y hacía frío, pero no quise coger el coche. Me puse el abrigo y el sombrero, metí las manos en los bolsillos y decidí que iría por la carretera, ya que los caminos que atravesaban los campos estaban demasiado embarrados y yo no tenía el calzado adecuado. Hacer el camino a pie resultó más agradable que en coche. Los recuerdos no resultaban tan opresivos, y el aire frío me llenaba de vigor. Disfruté del paisaje, de los campos abiertos, del amplio horizonte. De vez en cuando se oía algún que otro pájaro. Estaba preparado para enfrentarme a mi mayor enemigo.
El pueblo había cambiado muy poco en cuarenta años. Había unas cuantas casas más en las afueras, y ya no quedaban carros ni caballos, sólo había coches. No vi una sola cara conocida. Paseé por las calles, miré los escaparates y atisbé el interior de los cafés. Ya no me emocionaba el anonimato. Hacía tiempo que me había acostumbrado, y además ahora era otra persona, por lo menos exteriormente. Era un adulto que recorría los lugares de su infancia, y lo que de niño me pareció inmenso ahora se me antojaba pequeño e insignificante.
Llegué a la Place de l'Église y me senté en el borde de la fuente. De la boca del pez que yacía al pie del santo ya no manaba agua, porque estaba tan helada como los árboles. La plaza estaba llena de vida: críos, madres que charlaban al sol, palomas que picoteaban las migajas del suelo. Parecía imposible que allí mismo, al pie de la iglesia, mi madre hubiera sido desnudada, rapada y humillada por una muchedumbre sedienta de sangre, y que me hubieran alzado como a un corderito pascual para que presenciara el sacrificio. Por supuesto, mi madre y yo no fuimos los únicos. Otros fueron castigados de la misma forma, desnudados y exhibidos como animales, pero yo no los conocía, y sólo recordaba el horror vivido. Pero Maurilliac había progresado, y ahora era un pueblo alegre y bullente de vida. No había ninguna estatua de Mischa Fontaine, el chico que tuvo una visión y vivió un milagro. No venían peregrinos buscando una experiencia similar y no me habían levantado un santuario. Nadie se acordaba de mí. O eso me parecía.
La iglesia de Saint-Vincent-de-Paul ya no me asustaba. Había arrojado una sombra siniestra sobre mi infancia, pero ahora irradiaba serenidad, y las estatuas de los santos sobre los pedestales no me contemplaban con reprobación, sino llenos de espiritualidad. Al fin y al cabo, eran de piedra, no de carne y hueso. Unos rayos de sol caían sobre los asientos que mi madre y yo ocupábamos los domingos. Ahora que el padre Abel-Louis ya no estaba, pensé que notaría la presencia de Dios, pero no noté nada. Sólo podía sentir a Dios al aire libre, en los campos, bajo el cielo abierto, cuando podía mirar el horizonte; entonces tenía la sensación de que percibía la existencia de un poder superior, pero no entre las frías paredes de una iglesia.
Sentado en el silencio de la iglesia me olvidé del hambre que hacía rugir mis entrañas. Pero mis piernas eran demasiado largas para aquel asiento duro e incómodo, y finalmente me puse de pie. El aire olía a cerrado y a viejo. Recordé que había gente enterrada bajo las losas de la iglesia y me pareció oler los viejos huesos. Las flores del altar eran hermosas, pero había habido mucha infelicidad aquí. Bajo la apariencia de serenidad latía la desgracia de lo ocurrido en aquel lugar. No podía borrarse la historia. El padre Abel-Louis había echado a Dios de su casa, y Dios no había regresado.
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