Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– Ya ves. Anouk y yo éramos amigos, por extraño que te resulte.

– ¿Qué ocurrió?

– Llegaron los aliados y los alemanes se marcharon. Tu madre sabía demasiado.

– Y por eso la castigó.

– La traicioné. Le dije a la gente que se había casado con Dieter Schulz y que su bebé era hijo de alemán, un retoño del diablo.

Oír el nombre de mi padre me produjo un agudo dolor.

– ¿Por eso dejó que la maltrataran?

– No hice nada para impedir que la castigaran.

– ¿Y yo? Sólo tenía tres años.

– Eras un bebé. -Exhaló un suspiro tan hondo que se quedó sin aliento, y de su pecho salió un ruido de matraca. Carraspeó para aclararse las vías respiratorias-. Lo hice para salvarme, y pensé que tu madre se marcharía, pero se quedó para atormentarme. Ella conocía mis acuerdos con los alemanes, sabía a cuánta gente había traicionado, sabía que tenía las manos manchadas con sangre inocente, pero no dijo nada.

– ¿Por qué?

– Nadie le habría creído. Yo era un hombre de Dios. ¿Quién hubiera creído a una mujer caída en desgracia antes que a mí?

Tenía los codos apoyados en los muslos. Incliné la cabeza y me rasqué la frente mientras asimilaba las palabras del padre Abel-Louis: nos sacrificó para salvar el pellejo. Ahora entendía por qué mi madre insistía en ir a misa cada domingo: sabía que su presencia lo atormentaría, que le recordaría sus pecados. Por eso no quería marcharse, no quería verse derrotada. Pero me extrañaba que nunca me hubiera dicho nada, ni siquiera años más tarde, cuando el pasado no era más que un recuerdo. Nunca me hablo de mi padre, ni de la guerra, ni del padre Abel-Louis. Tal vez estos recuerdos se convirtieron en el cáncer que la envenenó y le causó la muerte. Tal vez se habría salvado de haberlos compartido conmigo.

– Perdí la voz, padre Abel-Louis. Éramos parias.

– No podía hacer otra cosa -siseó, evitando mi mirada.

– Podía haber hablado con mi madre. Si eran amigos, ella le habría guardado el secreto.

– Anouk no era ese tipo de mujer. Era terca, no obedecía a nadie.

– Pero le gustaban los alemanes.

– ¡No! -rugió-. Ella amó a un alemán, a tu padre, pero también amaba Francia y a los franceses. Cuando llegaron los aliados lo celebró con el resto del pueblo. Yo sabía que con el tiempo acabaría por traicionarme, no podía correr el riesgo. Y Maurilliac necesitaba un sacerdote, no los podía abandonar.

– No era usted digno de servirlos.

– Necesitaban un guía.

– Usted les mostró el camino del odio y la venganza.

– Estaba confuso y asustado. No lo entiendes.

Tuve la certeza de que me ocultaba algo. Miraba en derredor, pero evitaba mis ojos, hacía lo posible por no mirarme.

– Ayúdeme a entenderlo para que pueda perdonarle.

El padre cerró los ojos y pareció encogerse. Estaba blanco e inmóvil, con las manos en el regazo, tan indefenso y encorvado como si la muerte se lo estuviera llevando poco a poco. No me iba a contar nada más, así que me marché, tal como le había prometido.

No tenía intención de regresar a aquel salón que apestaba a cerrado. Al padre no le faltaba mucho para reunirse con aquellos a los que había traicionado. Tendría que enfrentarse a su juicio. Yo quería creer en Dios y en el cielo sólo para que se hiciera justicia.

Cuando salí al exterior, me apoyé en un muro y bebí con avidez el aire frío, que me quemó los pulmones pero me hizo sentirme bien.

Cuando caminaba de vuelta deseaba con toda mi alma poder compartir con alguien aquella experiencia. Podía ir en busca de Jacques Reynard, pero me temía que hubiera fallecido, y tras mi encuentro con el padre Abel-Louis no me veía capaz de enfrentarme a una mala noticia. Prefería conservar la esperanza de que estaba vivo y de que me lo podía topar en cualquier momento en Maurilliac. No soportaba la idea de que todo lo que me quedara del pasado fuera aquel horrible sacerdote. Tal vez incluso la mujer que tomé por Claudine no era más que una señora que se le parecía. No me fiaba ya de mis sentidos, todo podía ser una ilusión. Agaché la cabeza y metí la mano en el bolsillo del pantalón para tocar la pelotita de goma regalo de mi padre. Me dije que tal vez había hecho mal en volver, que sólo estaba desenterrando recuerdos dolorosos. El padre Abel-Louis había descargado su conciencia, pero ¿y yo? Sus declaraciones habían cambiado en algo la imagen que yo tenía de mi madre, pero ¿y qué? Era demasiado tarde para cambiar mi relación con ella.

De repente me pareció oír una voz conocida que me recordaba a un tiempo muy lejano, cuando yo me sentía solo y desgraciado. Los años desaparecieron como por encanto, y volví a ser un niño emocionado ante su primer amor. Me volví lentamente, temeroso de que todo fuera un producto de mi propio deseo.

– ¿Mischa?

– Claudine, entonces eras tú, no estaba seguro.

Claudine estaba frente a la oficina de Correos y me miraba con expresión de incredulidad.

– ¿Qué haces aquí?

Me encogí de hombros.

– Tenía que volver. -La miré a los ojos, asombrado de verla convertida en una mujer.

– Has crecido -dijo sonriente. Todavía tenía los dientes un poco saltones. Su sonrisa me recordó a la niña con la que jugaba en el puente.

– Tú también.

– Pero sigues siendo Mischa.

– Y tú sigues siendo Claudine.

Ella movió la cabeza. Una arruga se dibujó en su entrecejo.

– No, no lo soy. -Suspiró y apartó la mirada-. Ojalá lo fuera, pero ya no lo soy.

Un hombre moreno y mal afeitado salió de la oficina de Correos. Era alto, de espaldas anchas, y tenía una expresión desagradable.

Bonjour -dijo en tono arrogante. No me reconoció, pero yo sabía quién era.

– Te acuerdas de Laurent, ¿verdad, Mischa? Laurent es mi marido.

29

Se marcharon juntos, uno al lado del otro, marido y mujer, y me quedé mirándolos estupefacto. Estaba furioso, y la mirada de ternura que me dirigió Claudine al marcharse hizo que el corazón me diera un brinco pero no aplacó mi rabia. Mi enfado no estaba justificado, porque éramos muy niños, pero ella había sido mi amiga especial y Laurent mi enemigo. Es increíble cuánto duran los agravios de la niñez: el tiempo no los borra. Sabía que Claudine había sido mi primer amor, porque volvía a sentir un ligero mareo, flojedad en las piernas y dolor en el pecho, como si se me acelerara el corazón. Tenía que luchar contra la gravedad para asirme a alguien que se me escapaba, y me aterraba perderla. Aunque nunca había sido mía, sentía el impulso de aferrarme a ella.

Con las manos en los bolsillos, me encorvé para hacer frente al aire frío y los miré con resignación hasta que doblaron la esquina. Claudine no volvió la cabeza. Para ella no era más que un viejo conocido. Tal vez nos encontraríamos en la plaza, pero luego yo regresaría a mi vida en Estados Unidos y ella se quedaría aquí entre los recuerdos que yo tanto apreciaba. Hechos que habíamos compartido pero que seguramente ella había olvidado. Emprendí el camino de vuelta hacia el château con el corazón pesaroso.

Entré en el hotel sin responder a los saludos entusiastas de los empleados. Era una suerte que Jean-Luc no estuviera, porque no me sentía con humor para aguantar su parloteo. Dejando una estela de hostilidad que impediría a cualquiera acercarse, fui a mi habitación y me senté en la cama con la cabeza entre las manos. Ya no pensaba en la charla con el padre Abel-Louis, aquello no era nada comparado con el encuentro con Claudine. Repasé en mi mente una y otra vez cada instante: me había vuelto, y allí estaba aquella niña dentona convertida en una mujer atractiva; ella me había sonreído, se había apartado el pelo de la cara con una mano enguantada y me había dirigido una mirada tímida y gozosa. Y entonces tuve esa revelación que fue como el amanecer tras una larga noche; supe que para mí sólo había habido una mujer en el mundo, y allí estaba frente a mí, mirándome como si pensara lo mismo. Y luego el horror de ver a Laurent, que fue como caer y no encontrar nada a lo que agarrarme. Le estreché la mano, pero no le sonreí porque no podía simular que me alegraba verle. Fui incapaz de ocultar mis celos: él era el marido de la mujer que amaba. Olvidé las buenas maneras y el disimulo. Claudine me había desestabilizado y ahora todo estaba patas arriba.

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