Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Tenía que verla a solas. Pero ¿y si Laurent estaba con ella? No era tan idiota, sospecharía mis motivos. Podía pasearme por la Place de l'Église para intentar encontrarla, o seguirla hasta su casa y esperar a que Laurent se marchara. Tenía mis astucias, no en vano había sido un experto espía. Pero ¿de qué me serviría? Claudine estaba casada, tenía su vida. No me quedaba otro remedio que volver a mi propia existencia vacía y olvidarme de ella.

Estaba anocheciendo y soplaba un fuerte viento. Miré hacia los viñedos que se extendían más allá del jardín, ahora sumidos en la oscuridad, y recordé las creencias de mi abuela acerca del viento. Bien, hoy soplaba un buen vendaval. Me sentía contrariado y triste, y empezaba a desear no haber venido. Lo único que había conseguido era atormentar al padre Abel-Louis, una triste victoria que no me hacía sentir mejor. Al contrario, estaba más obsesionado con el pasado que antes. Los demonios seguían ahí, no había conseguido matar a ninguno. Y me había enamorado precisamente de la persona equivocada.

Me di un baño y me vestí para la cena, que una vez más tomaría en solitario. Estaba harto de mi propia compañía, pero me negaba a que mi soledad despertara compasión, porque la compasión iría acompañada de alguna invitación. Resolví mostrarme malhumorado y me dirigí a la biblioteca para tomar una copa antes de cenar. Cuando atravesaba el vestíbulo donde de niño jugaba con mis cochecitos de juguete, un recepcionista me dijo: «Perdone, monsieur ». Le dirigí una mirada iracunda que lo acobardó, y con mano temblorosa me entregó un sobre escrito con letra clara y de trazos curvos, al estilo de la caligrafía francesa. Perplejo, cogí el sobre y me dirigí a la biblioteca, y sólo allí recordé que no le había dado las gracias.

En la biblioteca reinaba un agradable silencio. Unas pocas personas leían el periódico y en la chimenea ardía un alegre fuego. Me senté en un sillón de cuero y pedí un martini. Leí la nota: Mischa, por favor, ven al puente mañana a las nueve y media. Tu vieja amiga, Claudine. ¿Habría sentido ella también la llamada del destino? No podía creerlo. Releí la nota, esta vez fijándome en la caligrafía, como si en los trazos de tinta se encontrara la esencia de su personalidad. Cuando me trajeron el martini, me retrepé en el sillón y contemplé el fuego de la chimenea. De repente me sentía mucho más animado.

Bonsoir, monsieur.

Era Jean-Luc, el director. De no ser por la nota de Claudine, habría contestado con un gruñido y me habría puesto a leer el periódico para evitarlo, pero ahora me sentía eufórico. Sin apenas darme cuenta, le indiqué que tomara asiento en un sillón frente a mí.

– Confío en que lo encuentre todo a su gusto -dijo Jean-Luc.

Doblé la carta y me la metí en el bolsillo de la americana.

– Todo está perfecto, gracias.

– Quería preguntarle acerca de su infancia aquí, en el château.

– Nací aquí -dije, y probé mi martini.

– Tal vez le interesen entonces las viejas fotografías de este lugar antes de que se convirtiera en un hotel, cuando era una mansión familiar.

– Me interesaría mucho -dije, aunque no podía dejar de pensar en Claudine.

– Afortunadamente, los Duval lo guardaron todo, y en los archivos hay montones de álbumes de fotos, libros de visita, libros de juegos, inventarios y hasta listas de la compra. Usted, que ha vivido aquí, puede encontrar hasta fotografías de viejos familiares.

Que me considerara tan viejo no me ofendió, más bien me pareció divertido.

– Nací en mil novecientos cuarenta y uno, Jean-Luc, no soy un fósil. No estaba aquí antes de la guerra. Mi madre trabajaba aquí, eso es todo. No recuerdo apenas el château antes de que se convirtiera en un hotel. -No mencioné a mi padre ni la estancia de los alemanes durante la ocupación.

– Lo lamento.

– Me alegro de que se hayan deshecho de la horrible alfombra que había en el vestíbulo.

– La belleza de estos viejos châteaux está en su forma original. Cuanto menos se cambie, mucho mejor, ¿no le parece?

– Cuando yo era niño, Jacques Reynard se ocupaba de los viñedos. ¿Está…? -Me estremecí. La bebida y la nota de Claudine me habían llevado demasiado lejos. Pero Jean-Luc esbozó una sonrisa.

– Vive a las afueras de Maurilliac, a unos cuarenta minutos de aquí.

Me quedé perplejo.

– ¿Está vivo?

– Desde luego. Compró una pequeña granja. Ahora ya se ha retirado, pero todavía se ocupa de la granja.

– ¿Por qué se marchó?

Jean-Luc se encogió de hombros.

– No lo sé. Se había hecho mayor.

– Pero este lugar le gustaba mucho. Pensaba que se habría ido a vivir a una de las casas de la propiedad, o por lo menos a Maurilliac.

– Tendrá que preguntárselo a él.

– Lo haré. ¿Está casado?

– Su mujer murió hace unos ocho años.

– ¿Recuerda cómo se llamaba?

– Yvette, era la…

– La cocinera, sí, la recuerdo. Bueno, quién me lo iba a decir. -Los recordé juntos en el viejo pabellón. Había sido un espectáculo para un niño pequeño. Él la llamaba por un nombre extraño. Intenté recordarlo pero no lo conseguí.

– Era una señora muy agradable -dijo Jean-Luc.

Yo no respondí. Aunque me ascendió al cargo de «agarrador», Yvette nunca me gustó, y siempre le tuve miedo.

Aquella noche no pude pegar ojo. Me quedé despierto mirando al techo y viendo pasar toda mi infancia como si fuera una película que pudiera acelerar o rebobinar a mi gusto. Por una parte parecía que todo hubiera sucedido en otra vida, y al mismo tiempo resultaba muy cercano, casi tangible. En los ojos de Claudine vislumbré el brillo de antaño, pero también una cálida madurez y -estaba seguro- una sombra de tristeza. Era la misma persona bajo las capas de experiencia que se habían depositado a lo largo de los años, sólo que más sabia y más vieja, con las costuras raídas. Estaba tan desesperado por verla que me desesperaba deseando que amaneciera. Ignoraba lo que ocurriría, si es que ocurría algo, pero aquella noche se me hicieron eternas las horas que faltaban para hablar con ella. Supongo que me dormí finalmente, porque me desperté a las ocho. Ya era de día. Corrí la cortina y vi que el suelo estaba cubierto con una delgada capa de escarcha. Una fina niebla flotaba sobre el jardín y los campos cercanos, envolviéndolo todo en un manto de magia. Era un día lleno de promesas. Me vestí, me afeité, intenté arreglarme un poco el pelo largo y rebelde, que en las sienes adquiría un color grisáceo de arena mojada, y me pregunté qué se había hecho del pelo rubio y brillante que tenía de niño. Desayuné en el hotel leyendo los periódicos, aunque sólo con la mirada, porque mentalmente me encontraba ya en el puente.

Me puse el abrigo y el sombrero y salí al jardín por el invernadero. El suelo estaba tan endurecido que no importaba que mis zapatos no fueran los adecuados para el campo. En el aire helado mi aliento se convertía en vapor y las mejillas me ardían. Con las manos en los bolsillos me encaminé hacia el río por el mismo sendero que tantas veces recorriera con Pistou. Cazábamos conejos y pájaros, jugábamos con mi pelota o sencillamente íbamos dando patadas a las piedras. El paisaje no había cambiado en todos aquellos años: la colina conservaba su elegante curvatura y el bosque seguía oliendo a pino, el río discurría por el valle y el puente estaba en el mismo sitio. Sólo nuestras vidas, transitorias como las hojas que nacen y mueren, se veían arrastradas por el viento del destino, ora calentándose al sol, ora mojándose bajo la lluvia. Sobre aquel puente de piedra que separaba las dos orillas fui más consciente que nunca de mi propia mortalidad. Si mi pasado era un parpadeo, también lo era mi futuro. Un día yo no estaría, pero el puente y el río seguirían allí, y todo continuaría en mi ausencia. ¿Dónde estaría? ¿Sumido en un sueño eterno, o en un mundo de espíritus con todos los que se habían ido antes que yo? Había perdido demasiado tiempo llenando mis años de odio y de amargura. No quería perder más.

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