Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Comí en un restaurante que daba a la plaza. Los vecinos estaban acostumbrados a los turistas, y aunque me miraban con desconfianza, como miran las gentes que no han salido nunca de su pueblo, me dejaron comer en paz. La comida era buena. De niño había comido allí con Coyote, pero el viejo restaurante ya no existía y ahora era un local moderno donde servían foie gras y champán. Iba ya por el postre cuando me llamó la atención una pareja que salía. Vi el perfil de la mujer un instante, pero resultaba inconfundible: era Claudine. Me quedé de piedra. Miré por la ventana para ver si se volvía y conseguía verla mejor. Llevaba el pelo más corto, sobre los hombros. Aunque vestía un grueso abrigo, vi que tenía las espaldas un poco encorvadas, pero reconocí su pequeña nariz y su boca, con el labio superior un poco levantado. Ya no era dentona, pero era ella. De todas maneras nada pude hacer, porque cuando llegué a la puerta había desaparecido.

Me entró calor. Se me aceleró el pulso y la sangre me empezó a correr por las venas con renovada energía. Me tomé el café, me quité el jersey y me aflojé el nudo de la corbata. Claudine vivía todavía en Maurilliac y podía encontrarla. No sería difícil, era un pueblo pequeño. Podía esperar al domingo y tropezarme con ella en misa. De pequeña iba cada domingo a la iglesia, la obligaban a ir igual que a mí. Ambos odiábamos al cureton y nos habíamos reído de él en el puente de piedra. Era una de las pocas personas que me entendían, y deseé hablar con ella del pasado. Al igual que Coyote y Jacques Reynard, Claudine me había prestado atención.

Pagué la cuenta y le pregunté al camarero si sabía dónde vivía el padre Abel-Louis. El hombre me miró con desconfianza y me preguntó por qué quería saberlo.

– Soy un viejo amigo suyo -le dije.

El camarero dudó un instante.

– Le advierto que está muy enfermo y no le gustan las visitas -dijo entornando los ojos.

– Entonces es igual que yo -dije sonriendo. El camarero se encogió de hombros y me dio los datos. Le di una buena propina y me marché.

El padre Abel-Louis vivía en una casa fea y anodina, como si hubiera querido desaparecer en el anonimato. No era en absoluto la residencia elegante de un antiguo cura, el hombre más importante del pueblo. Me quedé pensando ante la puerta. Ignoraba lo que le iba a decir cuando lo viera, sólo quería verlo, y cuanto más viejo y decrépito estuviera, mejor. Llamé a la puerta, y como no respondió nadie, insistí. Oí unos pies que se arrastraban y a continuación un tintineo de llaves y cerrojos que se corrían. Parecía la puerta de una cárcel. Me pregunté por qué tantas medidas de seguridad, de quién se escondía.

Un anciano encogido y demacrado me miró con suspicacia. Tenía mucho menos pelo, y bajo unos mechones blancos se adivinaba el cráneo rosado, pero lo reconocí de inmediato. Con el rostro gris y las mejillas hundidas, los labios se habían quedado reducidos a una fina línea desdeñosa, pero los ojos conservaban el brillo cruel que en otro tiempo conseguía dominarme. Él no sabía quién era yo. Me dirigió una mirada inexpresiva y se pasó sobre los labios una lengua reseca.

– Padre Abel-Louis -dije.

– ¿Quién es usted? -gruñó él.

– Mischa Fontaine. -El cura metió rápidamente la lengua dentro de la boca y pestañeó.

– No conozco a nadie con ese nombre. -Se apresuró a intentar cerrar la puerta, pero yo paré la hoja con el pie.

– Creo que sabe quién soy.

– Estoy enfermo.

– He venido a visitarle -dije, y abrí la puerta. El anciano tenía tan poca fuerza que no necesité desenvainar mi espada.

– No quiero ver a nadie. ¿Quién le ha dado mi dirección? ¿Por qué no ha telefoneado antes? ¿No tiene educación?

Entré en la casa y cerré la puerta. El padre Abel-Louis me precedió por el pasillo cojeando, apoyándose en un bastón. Había sido un hombre alto, pero ahora yo era mucho más alto que él. Vi que temblaba. ¿Acaso no sabía que los niños se convierten en hombres? Llegamos a un salón en penumbra. Los estores, casi cerrados, sólo dejaban pasar un rayo de luz. Apestaba a cerrado, a incontinencia y a muerte. El cura se dejó caer en un sillón. Tiré de la cuerda para que los estores se abrieran un poco, y la luz le obligó a cerrar los ojos y taparse la cara con la mano.

– ¿Qué quiere?

– Quería verle, padre Abel-Louis. Quería vengarme por lo que me hizo sufrir, pero veo que se está muriendo.

– Soy viejo y estoy débil. Déjeme morir en paz.

Casi podía oír el crujido de sus huesos, pero no sentía compasión, sino odio.

– Usted es un hombre de Dios, ¿no es así? -dije. Vi que apartaba la mirada y que le temblaban los labios-. ¿Cómo cree que lo juzgará Dios?

– Dios obró un milagro en mi iglesia.

– Eso no tuvo nada que ver con usted, padre Abel-Louis, y usted lo sabe. Pero consiguió utilizarlo en su favor, ¿no es eso?

– Yo le perdoné, ¿qué más quiere?

– ¿Me perdonó? -Solté una carcajada-. ¿Dice que usted me perdonó? -Mis carcajadas lo aterrorizaron. Torció los labios en una mueca y miró de un lado a otro como un animal enjaulado. Empezó a jadear y apareció espuma blanca en las comisuras de su boca-. Dejó que castigaran a mi madre y que me torturaran. ¿Cómo explica esto un hombre de Dios?

La frialdad había desaparecido de su mirada. Tenía los ojos inyectados en sangre y parecía aterrado.

– ¿Ataca a un hombre enfermo y débil que no puede defenderse?

– Usted atacó a un niño demasiado pequeño para responder.

– Eso forma parte del pasado.

– ¿Cree que para mí está enterrado y olvidado?

– Sólo hice lo que me parecía correcto.

– ¿Cuántos inocentes murieron porque usted hizo la vista gorda? Dígame, padre Abel-Louis, ¿cuántos castigos tuvieron lugar al amparo de su iglesia?

– No sé de qué me habla. -Era presa de temblores, y me di cuenta de que había tocado un punto sensible, aunque no sabía cuál.

– Que el demonio se lleve su alma -dije suavemente-. Porque usted se la prometió, ¿no es así, padre Abel-Louis?

– Que Dios me perdone -dijo de repente. Estaba congestionado y me miraba con temor-. Perdóname, Mischa. -Cerró los ojos y se quedó totalmente quieto. Hacía un calor sofocante y me faltaba el aire. Sentí claustrofobia, como si las paredes se cerraran sobre nosotros. Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Nadie limpiaba allí, todo estaba mugriento-. Lamento lo que hice. -Su voz era apenas un susurro-. Me he escondido del pasado, he cerrado las puertas con llave y apenas salgo de casa. Espero la muerte porque no puedo vivir sabiendo lo que he hecho.

– Todavía puede limpiarse de culpa. ¿No acoge Jesús al pecador que se arrepiente?

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Yo he hecho cosas terribles, Mischa, para conseguir bienes materiales. Ahora que me enfrento a la muerte me doy cuenta de que esas cosas no valen nada. Me presentaré desnudo y solo ante Dios. No tengo nada, absolutamente nada. Tú no puedes entenderlo, eras sólo un niño.

– Ahora soy un hombre y lo entiendo.

– No, no lo entiendes. Pero deja que te lo explique, y luego te irás y no volverás a verme. Sabía que un día esto me alcanzaría. Y ahora que ha llegado no tengo miedo.

– Se lo prometo -dije. Notaba las manos húmedas de sudor y el corazón como un tambor enloquecido. Al contrario que el padre Abel-Louis, yo tenía miedo del pasado, miedo de sus palabras.

– Cuando llegaron los alemanes no me quedó más remedio que darles la bienvenida. No sabíamos cuánto tiempo iban a quedarse, ni si los aliados podrían vencerlos. Creí que los alemanes se quedarían para siempre y aposté por el caballo perdedor. Eran amables y nos trataron con respeto. Nadie resultó herido. Simplemente fueron en formación hasta el château y se instalaron allí. Tu madre trabajaba con la familia Rosenfeld, y cuando se marcharon se quedó a cuidar de aquello con Jacques Reynard, pensando que los Rosenfeld volverían después de la guerra. Los alemanes eran astutos, sabían que yo era el pastor del rebaño y que la gente me hacía caso. Si yo estaba de su parte, el pueblo me seguiría, así que me invitaban a comer, asistían a misa y se mostraban generosos. Eran malos tiempos para los franceses, y ellos se aseguraron de que a mí no me faltara de nada. Tu madre se enamoró de tu padre el primer día en que lo vio. Se querían, pero lo mantuvieron en secreto. Yo lo sabía porque lo vi con mis propios ojos. Cuando tu madre se quedó embarazada, tu padre me pidió que los casara. No querían que nacieras como un hijo ilegítimo. Los casé en la pequeña capilla del château , y durante un tiempo fuisteis una familia como cualquier otra. Tu padre era un hombre poderoso, y tu madre era encantadora, inteligente y de una gran belleza. Me gustaba mucho. -Se detuvo un momento y carraspeó. Me pidió un vaso de agua para aclararse la garganta y fui a buscarlo a la cocina.

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