Que alguien me traiga
un vaso de agua,
un vaso de agua,
dijo el pobre vaquero.
Pero no pudo beber.
Su alma partió,
su alma partió.
El pobre vaquero murió.
Divisé las torres del château mucho antes de llegar a Maurilliac. Las agujas gris oscuro rematadas por finos triángulos se elevaban tentadoras por encima de los árboles, tal como las recordaba, y parecían encontrarse al alcance de la mano. Sobresaltadas por un ruido, una bandada de palomas levantó el vuelo y se desparramó por el cielo gris pálido como una oscura nube de perdigones. Se me aceleró el pulso y empecé a sentir calor dentro del coche. Abrí la ventanilla para tomar una bocanada de aire fresco. Estaba en casa por fin.
Al pie de la colina detuve el coche. La carretera subía dibujando una suave curva, y a la luz lechosa del invierno, la hierba junto al arcén parecía relucir. Pensé en todas las veces que me habrían llevado de niño por esa misma carretera. Parecía que había sucedido en otra vida, y sin embargo lo recordaba como si hubiera sido ayer. Me había convertido en un hombre, pero en mi pecho latía el corazón de un niño.
Era invierno y la tierra estaba desnuda. El viento que entraba en el coche estaba cargado de escarcha, y sin embargo yo recordaba aquel día de verano en que Coyote nos llevó a la playa en su descapotable. Podía revivir la sensación del viento alborotándome el pelo, el sentimiento de libertad y de optimismo ante un futuro repleto de posibilidades, el cariño y el orgullo que me henchían el corazón. Recordaba que Coyote había puesto una mano sobre la rodilla de mi madre y que ella se la había apartado con suavidad, pero había dejado la mano sobre la de él. Yo lo veía todo y lo oía todo, pero no podía recordar qué se sentía al no poder hablar. Y a pesar del aire frío que me congelaba las narices, podía sentir el calor y oler el aire cargado de aroma a pino, a hierba fresca, a chopo y a jazmín. Podía oír las cigarras, el suave zumbido de las abejas y el canto estridente de los pájaros, y a pesar de que los únicos animales que tenía cerca eran una pareja de cuervos que buscaban gusanos en el frío suelo, notaba en la piel la caricia de unas alas de mariposa. Era como si volviera a ser un niño, pero las manos que agarraban el volante pertenecían a un hombre de mediana edad. Suspiraba por hacer revivir un pasado que estaba muerto y frío como el invierno.
Puse el coche en marcha, y el ruido del motor perturbó mi ensoñación como cuando se arroja una piedra a la superficie quieta de un lago. Fui directamente al lugar que siempre había amado, a pesar del odio que me profesaban sus gentes. Me preguntaba si Yvette seguiría con vida, y qué habría sido de Monsieur y Madame Duval. ¿Me reconocerían, o acaso yo había cambiado tanto que resultaba imposible? Me miré en el retrovisor y pensé que aunque me vieran no sabrían quién era, había pasado demasiado tiempo. Sólo quien me hubiera querido podría reconocer al niño solitario en los ojos de un hombre que aparentaba más edad de la que tenía.
El château seguía tal como lo recordaba, no había cambiado en lo más mínimo : las paredes de piedra clara, las altas ventanas de guillotina, los postigos azul pálido abiertos para dejar entrar el sol, el tejado de tejas grises con sus bonitas ventanas abuhardilladas, sus esbeltas chimeneas y sus dos bonitas torres. Hasta entonces no había apreciado su belleza, sólo lo que significaba. Representaba un tiempo pasado, pero seguía siendo bonito. Aparqué el coche, y un joven con uniforme blanco y gris salió de recepción y se ofreció a llevarme la maleta. Me llamó la atención el bonito suelo de losas de piedra del vestíbulo. La alfombra azul y dorada que yo recordaba ya no existía. Me recibió un hombre atractivo de unos treinta años, alto y tieso, con el pelo negro peinado hacia atrás. Se presentó como Jean-Luc Lavalle y, dando por supuesto que yo era extranjero, se dirigió a mí en inglés.
– Bienvenido a Château Lecrusse. ¿Viene de lejos?
Su sonrisa dulzona y su aire de suficiencia me irritaron desde el primer momento. No podía imaginarse que mi padre había pisado estas mismas losas con sus botas negras, y que yo había jugado aquí mismo con mis cochecitos; que este lujoso hotel había sido un día mi hogar. Como no tenía ganas de conversar, fui breve.
– De Estados Unidos.
– Tenemos muchos huéspedes de Estados Unidos -dijo con orgullo-. Sobre todo a causa de la historia. Este château es del siglo dieciséis, y creo que en Estados Unidos no tienen muchos lugares con historia.
– Sabe muy pocas cosas del mundo, monsieur -le respondí. Pero mi respuesta no lo amilanó en absoluto.
– A los estadounidenses les fascina la cultura europea.
– Tal vez porque no tienen cultura -repliqué. Pero el hombre no detectó mi sarcasmo.
– Exactement. En cambio en Maurilliac hay mucha cultura, ya lo verá.
– Desde luego, no lo dudo. Pero ahora me gustaría ir a mi habitación.
– Claro, monsieur. Si es tan amable, tendría que rellenar un formulario. He hecho que le subieran la maleta a la habitación.
Tomé asiento en el lugar que me indicaba y aproveché para hacer unas preguntas.
– Dígame, ¿a quién pertenece el hotel?
– Pertenecía a un matrimonio llamado Duval, pero hace unos diez años lo compró una empresa, Stellar Châteaux, que tiene mansiones de este tipo en Francia.
– ¿Y usted es…?
– El gerente. Si tiene usted un problema o alguna pregunta, estoy a su disposición.
– Es muy amable por su parte -respondí-. ¿Quién se ocupa de los viñedos?
La pregunta le sorprendió.
– Alexandre Dambrine.
– ¿Y la iglesia? ¿Cómo se llama el párroco?
– El padre Robert Denous.
– Ah, ¿ya no está el padre Abel-Louis?
– Se ha jubilado. Vive en el pueblo, en la Place de l'Église.
Empecé a rellenar el formulario.
– Perdone que se lo pregunte, monsieur , ¿ya había estado aquí otras veces?
Alcé la vista del papel y le miré a la cara.
– Yo vivía aquí -respondí. Y luego añadí con cierto humor-: antes de que usted naciera.
Jean-Luc pareció animarse. Parecía deseoso de hacerme un montón de preguntas, pero se dio cuenta de que yo no tenía ganas de hablar y desistió. Cuando acabé de rellenar el formulario, me acompañó a mi habitación. En el pasillo descubrí la silla tapizada que utilizaba de niño para esconderme. Estaba en el mismo sitio, y hasta la tela del tapizado era la misma, aunque ahora estaba más ajada, y los colores apagados por el sol que entraba por la ventana cercana. Me pareció demasiado pequeña para ocultarme tras ella; no me imaginaba que hubiera sido tan pequeño. Llegamos a mi habitación y Jean-Luc abrió la puerta. Más allá, siguiendo el pasillo, estaba la habitación de Joy Springtoe, la recordaba bien. Saqué del bolsillo la pelotita de goma que estuve a punto de perder para siempre detrás de la cómoda, y recordé con nostalgia cómo Joy me la había devuelto. Al rememorar su último beso y el sabor de su piel se me encogió el corazón pensando lo triste que me sentí tras su partida. Pocas personas me dieron tanto cariño en mi infancia, y no las olvidaría nunca.
– Desde aquí se ven muy bien los viñedos, es un panorama precioso -dijo Jean-Luc-. Aunque, como usted ya sabe, es mucho más bonito en verano.
– Muchas gracias. -Estaba deseando que se marchara. Quería quedarme solo, y él tenía ganas de charla.
– Muy bien. Si necesita algo, marque el cero, el servicio de habitaciones. Si no quiere nada más, le dejo descansar.
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