Volver a Francia me resultaba difícil. Sabía que los viejos demonios, como Monsieur Cézade y el padre Abel-Louis, estarían muertos, o tan decrépitos que ya no darían ningún miedo. A pesar de que tenía más de cuarenta años, todavía era aquel crío que se escondía detrás de una butaca del château con la esperanza de ver a Joy Springtoe o a Daphne Halifax.
Recordaba perfectamente el paisaje de mi niñez, y temía comprobar los cambios. Deseaba que los viñedos siguieran exactamente igual que cuando corría por allí en compañía de Pistou. Quería que Jacques Reynard continuara en su taller con su gorra ladeada y sus ojillos maliciosos. Pero si Monsieur Cézade y el padre Abel-Louis se habían convertido en unos ancianos, lo mismo le habría ocurrido a Jacques.
Me pregunté si, como adulto, los vería a todos con otros ojos, como me pasó cuando me tropecé en Nueva York con mi vieja profesora de Nueva Jersey y nos fuimos a tomar un café; aunque no me caía bien como profesora, descubrí con asombro que teníamos muchas cosas en común. ¿Sería ahora capaz de bromear con Monsieur Cézade? ¿Podría comprender al padre Abel-Louis?
Me dije que seguramente no reconocería a nadie. Me había marchado de allí a los seis años, y los rostros del pasado habían ido perdiendo color y definición con los años, como sucede con las viejas fotografías si las dejas al sol. Sólo recordaba con nitidez los rostros que aparecían en mis pesadillas, pero los demás los había olvidado. Durante mis años de ausencia habría surgido una nueva generación, se habrían abierto nuevas tiendas en la Place de l'Église , y unos niños desconocidos para mí jugarían al escondite entre los árboles hasta que la sombra de la iglesia descendiese sobre ellos y los hiciera volver corriendo a casa como pichones asustados. Tal vez reconocería los rasgos de Claudine en una chiquilla, o vería a Laurent en las facciones de un niño de pelo negro y ojos oscuros. De haberme quedado en el pueblo, mis hijos jugarían ahora con los suyos. ¿Y que habría sido de las gentes de Maurilliac? Tal vez los años habrían apagado sus recuerdos y embotado sus cuchillos. Hacía cuarenta años que había terminado la guerra, ¿sería tiempo suficiente para apagar su odio?
No me sorprendió saber que Coyote se había ido del hotel sin pagar la factura. Entonces parecía un hombre bien situado económicamente, pero eso era parte de su arte; como un buen actor, podía asumir cualquier identidad. Y a pesar de todo lo que me habían contado Matías y María Elena, yo seguía creyendo que el Coyote que admiraba de niño era real, y no una invención. Estaba seguro de que nadie podía fingir el amor. Lo había visto en sus ojos, en el sentimiento de cálida dulzura que dejaba en mi corazón. No, el Coyote que yo conocí me quería de verdad.
Esperaba encontrar a Claudine, confiaba en que no se hubiera marchado de la ciudad, como tanta gente en Francia. Me pregunté si sería capaz de reconocerla. En el avión cerré los ojos y rememoré su sonrisa dentona, su largo pelo castaño y sus ojos verdes. Le gustaba desafiar las normas y desobedecer a su madre. Al hacerse amiga mía había demostrado mucho valor. Me acordé de cuando jugábamos a tirar piedras al río desde el puente de piedra, y de cuando le quité el sombrero y salí corriendo con él, muerto de risa. Recordé cómo me animaba en el patio del colegio y lo mal que acabó el episodio del pez muerto. También recordaba mi enfrentamiento con Laurent. Quería volver a verla y darle las gracias. Había sido mi única amistad de infancia, a excepción de Pistou.
¿Y Pistou? Con su pelo negro, su cara de malo y sus ojos separados, capaces de entenderlo todo, había aparecido para tranquilizarme cuando sufría terribles pesadillas. Lo recordaba con claridad, como si hubiera sido un niño real, aunque sabía que era producto de mi imaginación. No creía en los espíritus. Como estaba tan solo, me había fabricado un compañero de juegos. Como estaba rodeado de enemigos, había creado un aliado: Pistou. No hacía falta que le hablara porque él oía mi voz interior y me comprendía mejor que nadie. Yo me sentía tan solo y tan asustado que había inventado un alter ego , un niño que hacía todo lo que yo no me atrevía a hacer, como pellizcarle el culo a Madame Duval o esconderle las gafas, o robarle los cigarros a Monsieur Duval. Imaginé que Coyote podía ver a Pistou porque deseaba con toda mi alma compartir con él eso tan especial. Sin embargo, recordaba a Pistou como un niño de verdad, recordaba su tacto y su olor, el sonido de su voz y de su risa. Mi mente adulta me decía que Pistou no había existido, y que si esperaba verlo de nuevo, sufriría una gran decepción.
Fue un viaje muy largo. Hice escala en muchos países, saltando de aeropuerto en aeropuerto como un saltamontes, hasta que finalmente tomé un vuelo de París a Burdeos, y en cuanto salí del avión, el aroma de Francia me encogió el corazón. Estábamos en febrero y no hacía calor, el cielo estaba nublado y caía una llovizna, pero había algo en el aire que me hizo sentir como en casa. Me quedé de pie sobre la pista, un poco aturdido mientras los años se iban desplegando ante mí, y supongo que había palidecido porque una amable azafata se me acercó.
– ¿Se encuentra bien, monsieur ?
– Estoy bien -le respondí en francés-. Sólo tengo que sentarme un momento.
La azafata me acompañó hasta la recogida de equipajes y me senté.
– ¿Le traigo un vaso de agua?
– Sí, muchas gracias. -Notaba la boca seca y pegajosa.
Cuando la azafata me dejó solo, miré a mi alrededor. Todo el mundo tenía compañía: las madres con sus hijos, los maridos con sus mujeres, los abuelos con sus nietos. Había algunos hombres solos en viajes de trabajo, con su americana y su portafolios, pero incluso ellos tenían el aspecto satisfecho de los que saben rodearse de amigos. Yo no era como ellos, yo estaba solo, había levantado un muro a mi alrededor y no había permitido que nadie se me acercara. Ni siquiera Linda había podido entrar, por más que lo había intentado. Nadie había sido capaz de traspasar los gruesos muros que me mantenían prisionero.
La azafata regresó con un vaso de agua. Bebí con avidez.
– ¿Tiene un sitio donde alojarse? -me pregunto.
– Alquilaré un coche para ir a Maurilliac -dije, devolviéndole el vaso vacío.
– Conozco el pueblo, es muy bonito. Un tío mío vive allí, aunque como es muy antipático lo visito lo menos posible. Hay un château precioso y viñedos.
– Pensaba alojarme en el château. Es un hotel, ¿no?
– ¿Ha reservado habitación? Siempre tienen mucha gente.
– Pues no, pensaba presentarme allí directamente.
La joven negó con la cabeza.
– Puedo telefonear. Es mejor reservar, por si acaso. -Me miró con curiosidad-. No eres de por aquí, ¿verdad?
– Nací aquí, pero he vivido casi toda mi vida en Estados Unidos.
– Ah, por eso tienes ese acento tan curioso. Me llamo Caroline Merchant y vivo en Burdeos.
– Mischa Fontaine -dije, extendiendo la mano para saludarla.
– Te propongo una cosa: ¿por qué no vienes a mi casa y desde allí telefoneamos y reservamos una habitación en el hotel?
Una propuesta tan directa me dejó sorprendido, pero acepté sin dudar.
– De acuerdo.
Caroline pareció complacida.
– Bon! Tengo el coche en el aparcamiento.
Su Citroën dos caballos de color verde lima me recordó el cochecito de juguete que me regalara Joy Springtoe. Coloqué mi maleta en el maletero, con su equipaje. Allí no había jaulas de pájaros, ni polvo, ni asientos agujereados. Caroline se sentó ante el volante y se puso unas gafas.
– No me gustan, pero tengo que llevarlas para poder conducir -dijo, con una risita.
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