Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Seguimos por una carretera con muchas curvas junto a la costa, donde el aire era más fresco. Vimos focas que tomaban el sol sobre las rocas y mamás con sus niños jugando en las pequeñas calas que se abrían de vez en cuando entre la piedra negra. Finalmente, la camioneta subió por una empinada colina y entró en un jardín lleno de macizos de gardenia. Matías hizo sonar la bocina.

– ¡Bienvenido a casa! -exclamo-. Hacía mucho que te esperábamos.

Cuando vi aparecer a María Elena con un vestido azul pálido y el pelo gris recogido en una trenza, mi alegría se mezcló con un punto de tristeza. Bajé de la camioneta y corrí a abrazarla, y a pesar de que era una mujer de huesos grandes, me pareció pequeña y frágil entre mis brazos. Enterró el rostro en mi pecho y me apretó con fuerza, demasiado emocionada para hablar. Oí sus hipidos, y cuando apartó la cara me dejó la camisa mojada de lágrimas. Me volví a Matías y lo vi tan desesperado como su mujer. Sacó mi maleta del vehículo y me dio una palmada en la espalda, otra vez con tanta tuerza que casi me tira al suelo.

– Nos sentimos felices de que hayas venido -dijo. María Elena asintió temblorosa.

– Por fin -susurró-. He esperado veinticinco años este momento, veinticinco años. Pero tú no lo entiendes, no entiendes nada. -Vino junto a mí y me tomó la cara entre las manos, haciendo que me inclinara para besarme. Noté sobre la mejilla sus labios húmedos, María Elena tenía razón, yo no entendía nada, pero no me importaba.

25

Nos sentamos en el porche, desde donde se veía el jardín y el mar más abajo. La brisa traía aromas de gardenia mezcladas con el olor húmedo y ligeramente cenagoso que venía del océano. Entre los árboles revoloteaban pájaros de un sinfín de tamaños y colores, llenando el aire con sus gritos como si quisieran competir en estruendo con los niños que jugaban en el jardín vecino. Un loro verde se posó en el respaldo de la silla de Matías, y cuando él tomó asiento pasó a ocupar su hombro, estirando las patas con la habilidad de un danzarín. Matías charlaba con nosotros mientras le daba nueces al loro, quien las cogía con el pico y las giraba con la garra hasta que conseguía partirlas, sin dejar de mirarnos con ojillos negros llenos de interés.

La casa, blanca, con un tejado de tejas rojas y postigos verdes, me gustó desde el primer momento. Necesitaba una capa de pintura, y una ancha grieta corría irregularmente por una de las paredes, pero las flores que se adherían al estuco eran tantas y tan brillantes que no te fijabas en los defectos de éste. En cuanto llegué me gustó el ambiente que creaban. Las palmeras y los macizos de gardenias que la rodeaban contribuían a crear una sensación de refugio.

Se presentó una criada mayor, menuda, con uniforme azul pálido, portando una bandeja de bebidas.

– Tienes que probar el pisco sauer, sour -dijo María Elena-. Es un cóctel tradicional chileno que se prepara con limón y pisco, te gustará. -La criada dejó los vasos y la jarra sobre la mesa y desapareció dentro de la casa-. Estoy tan contenta de que hayas venido. -Me sirvió una copa.

– ¡Joder, qué bueno está! -exclamé, mientras la ácida bebida me hacía arder la garganta.

– Cuando te marchaste eras todavía un crío alto y desgarbado, con unas piernas y unos brazos interminables -dijo María Elena-. Ahora te has convertido en ti mismo.

– Vosotros no habéis cambiado -comencé, después de tomar otro trago-. Estáis tal y como os recordaba.

– Bastante más viejos, me temo -suspiró ella.

– El tiempo te hace envejecer -gruño Matías. Le dio al loro otra nuez.

– ¿Cómo se llama el loro?-le pregunté.

Alfredo. Lo rescaté de una tienda de animales.

– Aquí vivirán muy bien.

Matías soltó una carcajada.

– Están tan gordos y felices como sus amos.

– Lo llenan todo de porquería -dijo María Elena exasperada-. Pero ¿qué quieres que haga?

– Calla, mujer. Tú también les tienes cariño. Lo sé porque veo tu rostro lleno de amor cuando les das de comer.

María Elena rió y movió la cabeza con resignación.

– ¡Eres un viejo tontorrón!

Seguimos charlando y bebiendo. El calor me soltó la lengua y me ablandó el corazón. Me sentía feliz de estar allí, lejos de la nieve y de Nueva York, lejos de Linda y del apartamento vacío de mi madre. Le pregunté a María Elena si sabía algo del cuadro, pero ella estaba tan sorprendida como yo.

– ¿Un Tiziano? ¿Un Tiziano auténtico?

– Sí, y no me dijo nada hasta el final, poco antes de morir, cuando aseguró que tenía que devolverlo a la ciudad.

– ¿A la ciudad? -María Elena levantó las cejas con perplejidad.

– Bueno, no dijo exactamente eso, sino que «tenía que devolverlo». Se lo regaló al Metropolitan.

María Elena arrugó el ceño.

– ¿A quién tendría que devolvérselo?

– No lo sé, porque ignoro quién se lo dio. Confiaba en que Matías y tú supierais algo.

– Si el cuadro pertenecía a una persona o a una familia, tu madre se lo hubiera devuelto, pero si era robado, bueno, eso es otro tema…

– Pero no crees que lo robara mi madre, ¿no?

– No, tu madre era una mujer honrada. Además, ¿cómo podría haber hecho algo así? Es imposible. ¿Qué sentido tiene robar un cuadro tan famoso? ¿Quién iba a comprarlo? -Le dirigió a Matías una mirada furtiva que despertó mi curiosidad-. Lamento mucho que sufriera -añadió, bajando la mirada-. Aunque al final nos distanciamos, yo la quería mucho.

Estaba claro que me ocultaban algo, pero no tenía ni idea de qué podía ser.

– He visto a Coyote -dije, dejando la copa sobre la mesa. Los dos me miraron perplejos-. Hace unos días se presentó en mi oficina.

– ¿Cómo está? -preguntó María Elena.

– Prácticamente irreconocible. Más parecido a un vagabundo que al hombre atractivo que conocíamos.

– ¡Dios mío! -acertó a decir Matías. Alfredo trepó por su pecho y empezó a picotearle los botones, pero Matías no se inmutó-. ¿Qué le ha ocurrido?

– No lo sé. No me lo explicó.

– ¿No se lo preguntaste?

– Yo estaba demasiado enfadado.

– Por supuesto, lo entiendo. -María Elena volvió a llenarme la copa-. Además, ¿cuántos años han transcurrido? ¿Más de treinta?

– En cuanto se marchó, me vinieron a la cabeza todas las preguntas que quería hacerle y salí corriendo a la calle, pero ya no lo encontré. Supongo que lo he vuelto a perder.

– ¿Por qué volvió?

– Había leído algo sobre el Tiziano, el tema salió en todos los diarios, como os podéis imaginar. Era una obra sin catalogar de un maestro de la pintura… todo el mundo se preguntaba de dónde había salido, incluso Coyote. No sabía nada del fallecimiento de mi madre. Se quedó muy impresionado.

– ¿Tu madre no dio ninguna pista?

– Absolutamente nada.

– Y Coyote va y aparece de repente. -Matías movió la cabeza con ademán desdeñoso-. Podemos eliminarlo de la lista de sospechosos. Si tuviera algo que ver con el cuadro, hubiera dado señales de vida. ¡Aunque lo veo muy capaz de robar un Tiziano!

– ¡Como si fuera tan hábil para eso! -exclamó burlona María Elena.

– Pero ¿a dónde se marchó? -volví a preguntar. En mi rostro debía de reflejarse la angustia porque mis amigos volvieron a intercambiar una mirada misteriosa-. Vosotros sabéis algo, ¿verdad? Ahora ya me lo podéis contar. Lo he superado hace mucho tiempo.

Matías cogió a Alfredo y lo dejó con cuidado en el suelo. Acarició la cabecita del loro con su dedo grueso como una salchicha, se acomodó y se sirvió otra copa. Los tres estábamos ya un poco bebidos. La mezcla de copas y calor había actuado como un lubricante emocional, y sentíamos que no podía haber secretos entre nosotros.

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