Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– No, mi padre era alemán, y al acabar la guerra mi madre fue duramente castigada por su traición. Por eso perdí la voz, por la humillación que sufrió, y porque casi me matan.

– ¡Mischa, no sabía nada! -Con los ojos llenos de lágrimas, María Elena apoyó la mano sobre mi brazo. Sin pensarlo, apoye la mano sobre la suya y la dejé allí.

– Nunca había hablado de esto con nadie -confesé-. Ni siquiera con Linda, mi novia durante nueve anos.

– ¿Te lo has guardado todo este tiempo?

– Nunca tuve necesidad de compartirlo. Mi madre me entendía, era mi mejor amiga.

– Ya lo sé. Te quería con toda su alma.

– Dijiste que Coyote te había devuelto la voz -dijo Matías- Recuerdo que lo dijiste por la radio.

– ¡Gray Thistlewaite! -reí-. «A todos los que me estáis escuchando, en vuestros salones y en vuestras cocinas, voy a intentar, dentro de mis pequeñas posibilidades, haceros la vida más alegre y llevadera» -recité, imitando su voz a la perfección. Matías estalló en carcajadas que parecían los rugidos de un león-. Cuando dije que Coyote era mágico lo decía en serio. En cuanto llegó él, todo cambió. No os hacéis una idea de cómo nos trataban en el pueblo antes de su llegada. Éramos unos parias, nos trataban peor que a las ratas que cazaban con trampas en la bodega. Coyote se puso a tocar su guitarra y a cantar viejas canciones de vaqueros y ablandó el corazón de la gente. Primero los niños me dejaron jugar con ellos, y luego los adultos empezaron a perdonar. Coyote conseguía encandilarlos o hacer que se avergonzaran de sus actos. Tengo un vago recuerdo que no sé si es totalmente cierto: recuerdo que fue Coyote quien nos rescató de las garras de una muchedumbre enfurecida. A mi madre la habían desnudado, la habían rapado. Estaba asustada y pálida como una muerta. Me alzaron por encima de la multitud y recuerdo sus gritos de odio. Luego alguien me puso en brazos de mi madre y un norteamericano le puso su chaqueta sobre los hombros, y juraría que era Coyote.

– Es muy posible -dijo María Elena-. Y tal vez por eso volvió, porque estuvo presente en la liberación del pueblo.

– Podría ser -dije, encogiéndome de hombros-. Yo sólo tenía tres años.

María Elena me pidió que continuara.

– Quiero saberlo todo -dijo.

– Un domingo Coyote nos acompañó a la iglesia. Yo detestaba ir a misa, porque era someterse a una humillación. Allí estaban los que nos habían maltratado y habían pedido nuestras cabezas, los que vinieron armados de hoces y martillos con la intención de matarnos a golpes. Incluso el cura presenció aquello sin hacer nada. Y mi madre insistía todos los domingos en que fuéramos a misa y nos sentáramos en medio de aquellas gentes a rezar. No sé por qué lo hacía, supongo que para demostrarles que no les tenía miedo, que no la habían derrotado. Pero yo estaba muy asustado. Sin embargo, todo cambió en cuanto Coyote vino con nosotros. Ya no nos miraban con odio, sino con admiración. Y de repente, en mitad del servicio, creí oír la voz de un ángel, pero no era un ángel, sino mi propia voz, que por fin me había sido devuelta.

María Elena se secó las lágrimas con mano temblorosa.

– Mischa, mi amor, no sabíamos que habías sufrido tanto.

– Coyote lo arregló todo. De no ser por él, habríamos vivido siempre ocultos y con miedo, y yo hubiera sido incapaz de comunicarme con nadie.

– Entonces se marchó -dijo Matías.

– Y yo perdí el rumbo.

– Es comprensible.

– Pero tú tienes buena parte del mérito -dijo María Elena-. Coyote te ayudó a abrir tu corazón, pero todo el resto lo has hecho tú solo.

Aquella misma noche, María Elena y yo fuimos a pasear solos por la playa. Bajo aquel cielo despejado y cristalino, me pareció que las estrellas eran los ojos de un mundo más allá de nuestros sentidos, un mundo donde esperaba que mi madre se hubiera reunido por fin con mi padre y hubiera encontrado la paz, ahora que yo empezaba a desvelar los secretos que ella guardó durante tanto tiempo.

– Ahora entiendo por qué tu madre se mostraba tan protectora contigo -dijo María Elena cogiéndome la mano.

– Siempre estuvimos los dos solos, los dos contra el mundo.

– Porque no había sitio para nadie más. -Fruncí el ceño. María Elena alzó la mirada hacia mí. A la luz de la luna, sus arrugas parecían ríos en un mapa-. Sabes que tengo razón. ¿No te parece que Linda debía de sentirse como una extraña?

– Tal vez. Nunca le di una oportunidad.

– Tú fuiste el hijo que no habíamos tenido, Mischa, y tu madre lo sabía. ¿Por qué te imaginas que os marchasteis de Nueva Jersey?

– Porque Coyote ya no estaba y mi madre no tenía nada que hacer allí.

– No, porque no podía soportar que quisieras a otra persona.

– ¡No es cierto! -exclamé, pero mi voz no sonó muy convincente.

– Es así, te quería sólo para ella. Cuando os trasladasteis a Nueva York, intenté quedar con ella muchas veces porque quería verte. Pero ella siempre estaba ocupada con una cosa u otra. Desaparecisteis.

– Yo pasaba por una etapa difícil -dije con una carcajada amarga.

– Y yo quería ayudarte. Eras muy inestable. Cuando Coyote se fue, te deslizaste por una pendiente terrible. Quería ayudarte, pero tu madre se opuso. Ahora lamento no haberlo intentado con más energía. Nos quedamos destrozados cuando os fuisteis de la ciudad. Al final, la única manera de seguir adelante era volver a Chile.

– Recuerdo que jugaba con los perros en vuestro jardín -dije, lleno de pesar.

Gringo y Billy.

Gringo y Billy. ¿Qué fue de ellos?

– Siguieron el camino de todas las criaturas. -María Elena alzó los ojos al cielo-. Tu madre era una buena mujer. Ahora que conozco vuestro pasado entiendo por qué se aferraba a ti. Eras lo único que tenía.

– Y ella era lo único que yo tenía -añadí.

Algo se rompió de repente en mi interior. Oí el chasquido, pero era demasiado tarde para evitar el desbordamiento. Nos sentamos sobre la arena y María Elena me rodeó con sus brazos, una frágil mujer abrazando a un gigante. Me puse a sollozar como un niño. Dejé escapar toda la pena que había ido reteniendo a lo largo de los años, y así empecé a curarme.

26

Me quedé quince días con Matías y María Elena, quince largos días de verano dedicados a conocernos otra vez. Bebimos demasiado pisco sour, reímos hasta que nos dolieron las mandíbulas y, sobre todo, rememoramos. Ya no tenía secretos para ellos. Me ocurrió como a las ostras, que una vez que se abre la concha, ya no se vuelve a cerrar. Al atardecer, cuando la luz ambarina lo inundaba todo de un resplandor casi sobrenatural, caminábamos descalzos por la playa, y las olas que me lamían los pies se llevaban toda mi tristeza. Observé cómo acariciaba y alimentaba Matías a sus pájaros, cómo jugaba con ellos y con qué ternura los cuidaba, y me di cuenta de que eran ellos los hijos que nunca tuvo, no yo. Me habría quedado más tiempo ahora que habíamos vuelto a encontrarnos, pero no podía. Matías y María Elena me habían dado el valor necesario para volver a Maurilliac y desenterrar los esqueletos del pasado.

Fue duro partir y ver sus rostros apenados. Matías me dio una palmada demasiado fuerte en la espalda y me abrazó con tanta fuerza que casi me ahoga. María Elena me plantó un beso en la mejilla, y lo seguí notando durante todo el viaje a Francia, suave y ligero como un susurro. Me dijeron que siempre podría contar con ellos, pero no era cierto. Nada en la vida es para siempre. Teníamos tiempo por delante, pero un día se nos acabaría. Un día ellos desaparecerían y yo volvería a quedarme solo, un chevalier solitario.

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