– ¿Para qué son todas estas cajas? -le pregunté.
Matías se encogió de hombros.
– Compro pájaros en el aviario de Valparaíso y los suelto en mi jardín.
– ¿Y se van?
– Algunos se van y otros se quedan. Les pongo la comida que les gusta, y muchos son tan golosos como yo, así que se quedan.
– En el aviario me dieron tu teléfono.
– Pensaba que María Elena le había enviado a tu madre nuestra nueva dirección. Hace ya quince años que nos mudamos.
– Siempre decías que cuando te jubilaras te dedicarías a la cría de pájaros.
– ¡Todavía te acuerdas! -Me dio una palmada en la rodilla. Aunque conservaba un aspecto juvenil, tenía manchas de edad en las manos-. Me alegro de que te tomaras la molestia de encontrarme, hijo.
Matías solía sembrar su conversación de expresiones en castellano. No recuerdo cuándo empezó exactamente, pero poco después de que Coyote desapareciera empezó a llamarme así, «hijo». Saliendo de Santiago, en dirección a la costa, los blancos edificios iban dejando paso al desierto y hacía mucho calor, incluso con las ventanillas abiertas. El aire cálido me daba en la cara y me alborotaba el pelo, renovándome por dentro.
– No has cambiado nada -le dije.
Matías se encogió de hombros.
– Estoy un poco más gordo, pero por lo demás soy el mismo, lo que es una suerte. No me gustaría ser otra persona. -Cuando se reía con su risa profunda, alzaba la barbilla e inflaba el pecho-. Tú, en cambio, pareces un hombre, hijo. -Me dio una palmada en el muslo-. ¡Aquel guapo chiquillo se ha convertido en un hombre, por fin!
Al cabo de una hora, Matías detuvo la camioneta frente a una caseta rodeada de macetas con flores de vivos colores y bajó del coche. Una anciana vestida de negro se abanicaba con una revista, unos sucios chiquillos jugaban bajo la ancha sombra de un árbol, y un burrito dormía de pie, atado al tronco con una cuerda.
– Vamos a beber un zumo -dijo. Saludó con la mano a la anciana, que le devolvió el saludo.
Los chiquillos me observaron. Supongo que les resultaba extraño, tan pálido y rubio. Uno de los críos le dio una patada a una lata de coca-cola y me la envió rodando hasta los pies. Todos se quedaron mirando a ver qué hacía, y cuando les devolví la lata de una patada estallaron en gritos de júbilo. Matías les dijo algo en castellano y se echaron a reír.
– Creen que eres un gigante -dijo-, y tienen miedo de que te los comas.
Nos dirigimos a la cabaña.
– ¿Y qué les has dicho? -pregunté con curiosidad, porque me parecía que los había dejado muy nerviosos.
– Les he dicho que sólo comes perros, y ya no queda ninguno en tu país. ¡Por eso estás aquí!
Levanté la vista al cielo.
Dentro de la cabaña se estaba más fresco, pero me costó habituarme a la oscuridad. Detrás del mostrador, un joven oía la radio. Había una nevera con bebidas frías y un expositor lleno de bocadillos que me despertaron un hambre feroz.
– Te recomiendo los bocadillos de aguacate -dijo Matías-. Y los zumos que preparan son los mejores de Chile.
Una joven bonita, de piel morena y una larga trenza que casi le llegaba al trasero, salió de detrás de la cortina de cintas. Al verme sonrió y se ruborizó. Matías la saludó en castellano y conversaron un rato. Pero aunque hablara con Matías, la joven me iba lanzando miradas, incapaz de apartar los ojos de mí. Me sentí halagado, pero también sorprendido, porque no debía de tener muy buen aspecto, recién llegado del aeropuerto, sin duchar y sin afeitar.
Matías pidió dos zumos de frambuesas y dos bocadillos de palta, aguacate, y nos sentamos en una mesa a la sombra.
– Sigues teniendo éxito con las mujeres -bromeó Matías dándome un codazo-. Cuando eras un crío ya te comían en la mano, y ahora apareces aquí sucio y con barba de tres días como si acabaras de salvarte de un naufragio, y te encuentran irresistible.
– No me merezco tantas atenciones -dije sonriendo.
– ¿Tienes una chica esperándote en casa?
– Ya no.
– Qué pena. Un hombre tan guapo como tú, pero en realidad no me sorprende. Me detengo aquí cada vez que voy a Santiago -añadió, cuando estuvimos sentados-. El sitio es encantador, y también la pareja que lo lleva. La anciana es la madre de José.
– Así vestida, tendrá calor -comenté.
Matías dio un mordisco a su bocadillo.
– Está de luto -aclaró.
– ¿Cuándo murió su marido?
– Hace unos cuarenta años. -Se rió al ver mi cara de sorpresa-. No me preguntes cómo murió porque lo ignoro, pero ella llevará luto hasta que muera. Y no creo que tarde demasiado. -De repente se puso serio y dejó el bocadillo sobre la mesa-. No he tenido valor para preguntártelo, pero ha llegado el momento. ¿Cómo murió tu madre, Mischa?
– Tenía cáncer.
Matías meneó la cabeza y suspiró profundamente.
– Siempre se van los mejores.
– Ella sabía que iba a morir. Me traspasó el negocio y arregló sus asuntos. Sólo hay una cosa que me tomó de sorpresa, y pensé que a lo mejor sabías algo.
– Dime.
– Tenía un Tiziano.
– ¿Un Tiziano?
– Sí, La Virgen Gitana.
– ¿Un auténtico Tiziano?
– Es auténtico, y lo donó al Metropolitan.
– Tuvo que ser una mujer de negocios muy perspicaz para invertir en semejantes obras de arte.
– De eso se trata, Matías. Yo ignoraba que tuviera ese cuadro, y desde luego ella no tenía medios para comprarlo.
Se incorporó y me miró ceñudo.
– ¿No tienes ni idea de cómo llegó el cuadro a sus manos?
– No se nada de nada.
– ¿Se lo preguntaste?
– Se negaba a hablar del tema. Sólo me dijo que tenía que devolverlo, y lo dijo llena de determinación, absolutamente decidida. Joder, Matías, al final estaba tan triste, tan tremendamente triste… como si al entregar el cuadro estuviera entregando su propia alma. Te parecerá raro, pero le costó un gran esfuerzo decidirse. Le dije que se quedara con el cuadro, pero ella movió la cabeza con resignación, como solía hacer, y me aseguró que tenía que devolverlo, pero que no me podía explicar por qué.
– ¿Se lo regaló alguien? ¿Había un hombre en su vida, un amante?
Me sentía decepcionado. Esperaba que Matías supiera algo.
– No había nadie. Precisamente quería preguntarte si esto podía tener relación con Jupiter.
Matías dio un mordisco a su bocadillo.
– En Jupiter no hubo nada de eso. Dios mío, de haber tenido ese tipo de mercancía en el almacén me habría comprado un palacio, y no una humilde casita junto al mar. Lo siento, hijo, no puedo ayudarte. Pero este misterio me intriga. A lo mejor María Elena sabe algo. Hubo una época en que eran íntimas, tu madre y ella. Aunque me extrañaría que me hubiera ocultado algo tan importante. María Elena es estupenda, pero no sabe guardar un secreto, por lo menos no uno tan grande.
Seguimos nuestro viaje a través del desierto. De vez en cuando veíamos carros tirados por caballos y pasábamos junto a grupos de chabolas cubiertas con planchas de cinc acanaladas, niños que jugaban entre los árboles y chuchos famélicos correteando en busca de comida, con el morro pegado al suelo reseco. En medio de aquel desierto implacable, enormes letreros anunciaban pañales y detergentes. Finalmente, desde lo alto de las montañas divisamos el Pacífico, un azul intenso que destellaba al sol. La carretera iniciaba una serie de curvas para entrar en Valparaíso, una ciudad portuaria de altos edificios de oficinas y parques con exuberantes palmeras que parecían tocar el cielo. Había una parte elegante y decadente que para mí reunía mucho encanto, casas que fueron señoriales, con sus grandes verjas, sus porches y sus avenidas, y que ahora se caían a pedazos entre las callejuelas atestadas de tráfico. Por todas partes se veían las cicatrices de los continuos terremotos de Chile: grietas en los muros, en el estuco de las casas, en el firme de las calles.
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