Oí cómo trasteaba en la cocina, abriendo y cerrando armarios. Me estaba poniendo cada vez más nervioso. Finalmente apareció en el umbral con la camiseta arremangada.
– Me dedicaré a la cocina, porque no creo que allí haya nada sentimental, y tú puedes empezar por su dormitorio.
No pude soportarlo más.
– Déjalo, Linda. No hagas nada en la cocina, no quiero que sigas. No tenía que haberte dejado venir.
No parecía dolida, como en otras ocasiones cuando le gritaba, sino enfadada. Explotó como una olla a presión.
– No, Mischa, basta ya. No lo aguanto más. Te cierras como una ostra. Si no te ayudo, esto seguirá así durante meses. Supéralo de una vez. Tienes que revisar las cosas, quedarte con lo que quieras y tirar lo que no te sirva, vender el apartamento. Cierra este capítulo y sigue adelante. -Me asombró verla explotar de esa manera. Normalmente no era así-. Eres odioso y mandón. Estoy harta de aguantar tus arranques de ira como si yo estuviera en un rodeo, de hacer lo posible por alegrarte cuando estás triste y de cuidarte como si fuera tu esclava. Eres la persona más egoísta que he conocido. Sólo piensas en ti mismo. ¿Y sabes qué? Te ahogas en autocompasión. Estás tan ocupado compadeciéndote de ti mismo que no ves nada más. Pero yo también tengo mis necesidades, Mischa. También necesito que alguien cuide de mí. -Me quedé escuchando sin decir nada mientras ella iba arrojándome encima sus quejas, como si se tratara de las hojas de una alcachofa, hasta que llegó al centro de la cuestión-. No puedo llegar a ti, Mischa. Lo he intentado, en serio, pero no dejas que me acerque.
Me senté y apoyé los codos sobre las rodillas para darme un masaje en las sienes. Era un mal momento para discusiones. Linda se desplomó en el sofá y se echó a llorar.
– No sé lo que quieres de mí -le dije, pero claro que lo sabía. Ella esperaba que le dijera que la quería. Pero era imposible. Yo era incapaz de amar. Linda quería compromiso, como todas las mujeres. Quería comunicación, pero yo no la dejaba acercarse. No podía darle lo que necesitaba y, lo que era peor, ni siquiera iba a intentarlo.
– Quiero que me dejes quererte, eso es todo -dijo casi a media voz. Dobló las piernas sobre el sofá, acercando las rodillas a su barbilla, y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
– ¿Y por qué razón, si soy un tipo tan despreciable?
– Hace nueve años, cuando te conocí, eras un hombre alto, colérico, con ojos de un azul penetrante, y con tanta personalidad que parecías capaz de cualquier cosa. Y cuando no estabas enfadado eras muy divertido. A medida que le fui conociendo comprendí que en realidad eras muy vulnerable, y que ocultabas tu dolor tras la rabia. Aunque ahora te parezca una tontería, pensé que podría ayudarte. Yo era joven, tenía veintiocho años recién cumplidos, y lo único que deseaba era hacerte feliz. Pensé que con el tiempo me dejarías acercarme, pero no ha sido así…
– Lo siento…
– A veces no basta con el amor. Una persona puede dar y dar, pero si no recibe nada a cambio, el amor se agota. Yo ya no tengo nada para darte, Mischa. Mi amor se ha agotado.
– Eres demasiado buena para mí, Linda.
– Oh, no me lances esto a la cara como si se tratara de un reproche. No es cierto que sea demasiado buena para ti. Sólo que he agotado mi paciencia y mis reservas de amor. Pensé que con la muerte de tu madre las cosas entre nosotros cambiarían. Tu madre no me apreciaba, te quería sólo para ella. Pero la situación no ha mejorado. Ni siquiera muerta te dejará libre, y creo que tú prefieres que sea así. Todavía te aferras a ella, ¿no? No puedo creer que hayamos pasado nueve años juntos y que te conozca tan poco como el primer día.
– No me gusta hablar del pasado, ni siquiera me gusta pensar en ello.
Linda me habló con dureza.
– Pues no podrás avanzar hasta que no te enfrentes a él. Compártelo con alguien y luego olvídalo. Si no puedes hablar conmigo, búscate un psicólogo. -Cuando vio que yo no tenía nada que decir sobre el tema, se puso de pie y, con los brazos en jarras, lanzó su ataque definitivo-: Quédate atascado en este pozo de aguas turbias que es tu vida, pero yo seguiré adelante. Quiero casarme y tener hijos, quiero una familia. Quiero convertirme en una abuela rodeada de sus nietos. Te he dado los mejores años de mi vida, Mischa, pero darte más sería un suicidio. Todavía soy joven y ahí fuera habrá algún hombre que se merezca mi amor.
Se marchó del apartamento y de mi vida, y yo ni siquiera lamenté su partida.
Apuré la copa y cavilé sobre lo que me había dicho Linda. Tenía razón, por supuesto. Estaba atascado, no iba a ninguna parte, quería avanzar pero no sabía cómo. Y la solución no estaba en comprometerme con una mujer para formar una familia, porque el problema estaba en mi interior. Era un estado de ánimo, de emoción, o de ausencia de emoción en mi caso. Emocionalmente había regresado al punto en que me encontraba cuando tenía seis años, antes de que Coyote irrumpiera en nuestro mundo y deshiciera el hielo con su cariño. No confiaba en nadie y me había convertido en una pequeña isla como cuando era niño, salvo que ahora no se trataba de maman y su pequeño chevalier , sino de mí únicamente, en eterna soledad.
Cuando llegué a casa, Linda se había marchado con todas sus cosas. Nueve años de mi vida desaparecidos en un instante. Ya se había marchado una vez, pero ahora era definitivo. Me inundó un aterrador sentimiento de soledad y fui de cuarto en cuarto como un perro abandonado, lamentando mi arranque de furia y deseando que volviera. El apartamento parecía tan vacío y sin alma como el de mi madre. Me di cuenta de que los recuerdos de mis años con Linda se fundían en un solo color neutro y soso, indistinguibles uno de otro. Había invertido mi tiempo con ella, pero no mi corazón. Linda no había dejado huella alguna en mi vida, como la lluvia en el lomo de un ánade, porque no le di la posibilidad de hacerlo.
Dejé el álbum de fotos sobre el escritorio. Había traído conmigo el correo de casa de mi madre, pero no me sentía con fuerzas para leerlo. Sonó el teléfono. Era Harvey Wyatt, mi abogado.
– ¿Cómo te encuentras, Mischa?
– Bien. ¿Qué ocurre?
– Tengo por fin la respuesta del Metropolitan.
– ¿Y?
– No pueden aceptar el Tiziano como un regalo porque no saben de dónde proviene.
– Pues no puedo ayudarles.
– ¿Tu madre no te dijo nada?
– Ni siquiera mencionó el cuadro.
– ¡Qué familia! -suspiró Harvey.
– Por Dios, ni siquiera sabía que tenía ese cuadro.
– Pero ella no lo había robado, ¿no?
– No seas ridículo, Harvey. Mi madre ni siquiera era capaz de mentir, ¿cómo iba a robar?
– Lo decía en broma.
– ¿Y de dónde diablos quieres que lo robara?
– Sé tan poco como tú.
– ¿Qué proponen entonces?
– El Metropolitan acepta el cuadro «en préstamo», por si los auténticos dueños lo reclaman un día.
– Pero ¿no han averiguado nada? Un cuadro no aparece así como así. Seguro que alguien lo tiene catalogado, ¿no?
– El gran especialista Robert Champion sospecha que La Virgen Gitana de tu madre era una versión anterior que se perdió o fue robada. Es habitual que los artistas hagan varias versiones de un tema. La versión posterior, la que todos conocemos, pintada en 1511, está expuesta en el Kunsthistorisches Museum de Viena. No son dos cuadros idénticos, pero se parecen mucho. El caso es que no hay datos de la versión de tu madre en ningún archivo, de lo que se deduce que muy posiblemente estuvo durante siglos en manos privadas. Pero con toda la publicidad que se le ha dado a este caso, el dueño, quienquiera que sea, puede aparecer y reclamarlo. ¿Por casualidad no sabrás cuánto tiempo llevaba en poder de tu madre?
Читать дальше