María Elena se sentó a mi lado en el sofá y me quitó de la mano la botella de gaseosa.
– Mischa, tienes problemas. Sólo queremos ayudarte -me dijo muy seria-. Mírame. -Yo la miré con desgana-. No te creas que no estamos al corriente de lo que haces después de clase. No somos tan inocentes. Además, el morado que tienes debajo del ojo no te lo has hecho durmiendo. -Su expresión se dulcificó-. Eras tan cariñoso. ¿Adónde ha ido a parar aquel niño que conocimos? -Había tanto amor en su mirada que no supe qué decir y se me hizo un nudo en la garganta-. Tu madre echa de menos a Coyote tanto como tú.
Al oír su nombre mis hombros se hundieron y me puse a la defensiva.
– Yo no lo echo de menos -respondí con brusquedad.
María Elena sonrió. Era una mentira demasiado evidente para tenerla en cuenta.
– Todos lo echamos de menos. ¿Qué pensaría si te viera ahora?
– No me importa.
– A nosotros nos importas. -Me estrechó la mano con fuerza-. A Matías y a mí nos importas. Eres de la familia. No queremos ver cómo te hundes en un mundo de drogas y delincuencia. Si entras, Mischa, no saldrás jamás. Por ahí hay bandas mucho peores que la tuya. No les importa nada matar. Pero tú eres demasiado bueno para eso; tendrías que concentrarte en tus estudios para hacer algo con tu vida. No es algo que suceda por sí solo. Todos tenemos nuestras penas y frustraciones, pero hacemos lo posible por seguir adelante. No podemos elegir lo que acontece en nuestras vidas, pero podemos elegir cómo reaccionar. Coyote se ha marchado, de acuerdo. Puedes dejarte ir y acabar en una cuneta, o puedes reaccionar.
Sus palabras me dejaron pensativo. Había tocado un punto sensible, doloroso. Estuve a punto de dejarme llevar por la ira y ponerme a destrozarlo todo en aquel agradable saloncito, pero me mordí la mejilla por dentro y me contuve.
– Tu madre se ha quedado sola. No sólo ha perdido a su marido sino que está perdiendo a su hijo. Olvídate de ti por un momento y piensa en ella. No es culpa suya que Coyote se marchara. Os abandonó a los dos.
Me vino a la memoria la imagen de mi madre temblando acurrucada sobre los adoquines de la Place de l'Église , totalmente desnuda y con el cráneo afeitado. Se me encogió el corazón y los ojos se me llenaron de lágrimas. Siempre habíamos estado solos los dos, maman y su pequeño chevalier.
– Tengo que irme -dijo María Elena.
Salió del salón y cerró la puerta. Cuando todo quedó en silencio, apoyé la cabeza entre las manos y rompí a llorar. Nunca me había sentido tan solo.
Aquella noche me metí en un tremendo problema. Habíamos concertado una pelea con una banda rival en un aparcamiento de las afueras del pueblo. Era un parque industrial en medio de ninguna parte, el lugar perfecto para una pelea. La noche era excepcionalmente oscura y la iluminación muy pobre. Un viento gélido soplaba entre los edificios. Yo resoplaba y pateaba el suelo como un toro preparado para la corrida. Estaba deseoso de probar la fuerza de mis puños, pero no imaginé que trajeran cuchillos. Todo sucedió muy rápidamente. Supongo que quisieron darme una lección a mí, el más arrogante y engreído de la banda, el matón de los Halcones Negros. Se me echaron tres encima. A uno le di un puñetazo en la nariz y oí el crujido del cartílago al romperse, al segundo le di una patada en los huevos y lo vi doblarse en dos, sin poder respirar, pero entonces un intenso dolor me atravesó el costado y las piernas dejaron de sostenerme. Al volver la mirada vi el relumbre de una hoja de navaja que salía ensangrentada de mi abrigo. Me puse la mano en el costado y se tiñó de rojo. Caí de rodillas al suelo con un largo gemido y oí los pasos de los que huían perdiéndose en la noche.
– Tío, menudo asunto. -Alguien me apartó la mano del costado, miró y volvió a colocarla en su lugar-. Hay mucha sangre. Mierda, está jodido. ¿Qué hacemos ahora?
No tuvieron que hacer nada. Un vigilante nocturno que lo había visto todo telefoneó a la policía, y cuando los faros de los vehículos policiales iluminaron el aparcamiento, los Halcones Negros me abandonaron. Todos sin excepción. Me quedé solo, tendido sobre el asfalto mojado, y me acordé de mi madre. Ella nunca me habría abandonado, pasara lo que pasara. Mientras yacía moribundo bajo la fina llovizna pensé que tenía que sobrevivir para decirle cuánto lo sentía.
Cuando recuperé la conciencia, estaba en el hospital y mi madre estaba a mi lado. Me cogía la mano y tenía entre los ojos esa arruga que se le formaba cuando estaba preocupada. Al ver que abría los ojos sonrió.
– ¡Qué tonto eres! Un chevalier sólo pelea por una buena causa. ¿Cómo puedes haberlo olvidado?
– Lo siento -susurré.
– No pasa nada -me dijo muy decidida-. Nos iremos a vivir a Nueva York. Ya me he cansado de Jupiter. Y necesitamos un cambio, ¿no te parece?
Me sentí presa del pánico.
– Pero ¿cómo va a encontrarnos allí? -pregunté con voz ronca.
Mi madre me miró con ojos relucientes, haciendo lo posible para que no se le escapara una sonrisa.
– Si quiere encontrarnos, nos encontrará.
– ¿Crees que volverá algún día?
– Estoy segura. Algún día. -Parecía muy segura. Yo hubiera querido estar tan seguro como ella.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé. Tengo una especie de intuición. El viento nos lo trajo y un día nos lo devolverá. Te lo prometo.
– Pensaba que no creías en la magia.
Mi madre se inclinó y me acarició la frente.
– Debería darte vergüenza, Mischa Fontaine. Yo te enseñé toda la magia que sabes.
Y así fue como hicimos las maletas y nos trasladamos a la Gran Manzana, como llaman aquí a Nueva York.
Manhattan me gustó desde el primer momento. Con el dinero que obtuvo por la venta de la tienda y de los cachivaches que había dentro, mi madre compró un apartamento encima de un local en el centro de Nueva York, justo al lado del excéntrico relojero, el señor Halpstein. Era un piso muy sencillo, pero no importaba. Los dos experimentamos un sentimiento de liberación, como si hubiéramos cambiado de piel y renaciéramos limpios del pasado.
El anonimato de la gran ciudad me permitió dejar atrás a los violentos Halcones Negros y emprender un nuevo camino en un lugar donde nadie me conocía ni sabía de mi pasado. Podía caminar por la calle sin que nadie se apresurara a cambiar de acera como si fuera un lobo feroz.
Mi madre y yo abrimos una tienda que se llamaba Fontaine's, y donde se vendían auténticas antigüedades, y no los trastos que ofrecía Coyote en la Tienda de curiosidades del capitán Crumble. Mi madre empezó a acudir a las subastas y a ventas de casas, y como tenía buen gusto, fue creando poco a poco un negocio con objetos de calidad. Al fin y al cabo, era francesa y había pasado buena parte de su vida en un château , rodeada de personas cultas y refinadas. Como era inteligente, no tardó mucho en aprender las claves del negocio. Cuando quería, podía resultar irresistible, y en poco tiempo se hizo un nombre por su sentido común y buen olfato para detectar los objetos auténticos. Estaba muy satisfecha de utilizar su inteligencia, tan poco aprovechada en la lavandería del château y como contable de Coyote. Ahora, en cambio, era dueña de un negocio y tenía que fiarse de su propio instinto. Llegó a conocer a mucha gente, pero dudo que tuviera amigos de verdad.
Yo echaba de menos a nuestros únicos amigos, María Elena y Matías. Al principio nos visitaron unas pocas veces, pero nosotros nunca volvimos a Jupiter. Desde que tome la decisión de cambiar, no quería que me recordaran lo que había sido. Finalmente, hasta nuestros amigos dejaron de venir. Mi madre había cambiado en relación a María Elena. Ya no se mostraba cariñosa y confiada con ella, ya no se reían juntas como antes. Algo había cambiado en la relación, al parecer de forma definitiva. Comprendí que mi madre se había ido retirando y encerrándose en sí misma, y por eso también mi relación con ella se había resentido. María Elena y Matías regresaron a Chile, y aunque no fue un abandono voluntario ni una muestra de rechazo, me sentí abandonado una vez más.
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