Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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La voz tenía que haber sido mi más importante medio de comunicación. Después de todo, era lo que más deseaba de niño: pensaba que la voz lo resolvería todo. Me imaginaba que si volvía a hablar, todo se resolvería y se acabarían mis problemas. Y así sucedió al principio. En Maurilliac me proclamaron santo, y en Jupiter todos me querían. Pero con la marcha de Coyote todo empezó a descomponerse, y yo perdí mi espíritu poco a poco hasta que apenas podía mirarme en el espejo sin sentir asco de mí mismo. Porque a mi padre se lo había llevado la guerra, pero Coyote se había marchado por su propia voluntad. Mi padre no me abandonó, lo mataron, en tanto que Coyote había decidido marcharse porque ya no me quería. Como yo no significaba nada para él, me había abandonado como a una maleta vieja.

Para expresar la angustia no me servía la voz, porque no conocía las palabras adecuadas. De hecho, ahora entiendo que no existen palabras para expresar ese dolor. Y como era incapaz de hablar, empecé a usar la violencia. La primera vez que destrocé una ventana sentí un alivio tan embriagador que por un momento me creí curado. Encantado de mi hazaña, orgulloso de haber dominado la situación, regresé pavoneándome a casa. Me había herido con los cristales, y la sangre que manaba de la herida se llevaba consigo todo el veneno que tenía dentro. Mi madre se asustó muchísimo al verme tan pálido y me llevó corriendo al hospital mientras yo sonreía como un bobo. Por primera vez mi madre me miró con recelo, como si no me conociera.

Durante los dos primeros años me entregué a la violencia sin ton ni son. A la salida del colegio me unía a unos cuantos amigos tan perdidos como yo y hacíamos gamberradas: pintarrajeábamos las paredes, arañábamos coches aparcados y cometíamos pequeños hurtos en las tiendas, pero sobre todo hablábamos. Nos pasábamos el tiempo planeando cosas mientras fumábamos los cigarrillos que habíamos logrado gorrear y compartíamos el alcohol que habíamos birlado; entre risas nos mostrábamos fotos de chicas y hablábamos de sexo, aunque ninguno de nosotros tenía experiencia. Pasé de ser el niño preferido de Jupiter a convertirme en una amenaza. La gente cambiaba de acera para evitarme. Mis ojos azules y mi pelo rubio no podían esconder al criminal en que me había convertido. Y no me importaba que me detestaran, porque también me odiaba a mí mismo.

Cuando empecé el instituto, los problemas aumentaron: sexo, drogas y violencia. Sólo tenía quince años, pero aparentaba más. Aunque había sido un niño menudo, la abundancia de comida en Estados Unidos me convirtió en un chico alto y fornido. Además, la furia que me ardía por dentro me tornaba audaz. Cada día me unía a una banda de chicos mayores que yo y fumábamos marihuana en un edificio abandonado. Se llamaban a sí mismos los Halcones Negros. En el instituto les tenían miedo porque se metían con los débiles y los pequeños y les quitaban el dinero para pagar a los traficantes que merodeaban por allí. A mí eso no me atraía. En Maurilliac había sido el niño más débil y sabía lo que se sentía. Me interesaban el sexo y la violencia, dos maneras de olvidarme de todo.

Yo era el más alto y el más fuerte y podía enfrentarme a cualquiera; gracias a las peleas callejeras adquirí un estatus y me gané el respeto de los demás. Cuando me enfurecía, lo veía todo rojo y me convertía en una máquina de golpear, rugir y dar patadas. Me quedaba con una fantástica sensación de alivio, como si me hubieran sajado un absceso y hubiera salido iodo el pus. Como había sido un niño asustadizo, ahora me encantaba comprobar el miedo que me tenían, y cuando me peleaba con un crío, solía ponerle la cara de Monsieur Cézade antes de atizarle un puñetazo en la mandíbula. Con la violencia podía dar salida a la furia y acallar el dolor, y el sexo me permitía olvidar lo que era en realidad: un niño perdido. Creyéndome un hombre podía cerrar la puerta a mi atribulada infancia y esconder la llave.

Tenía trece años cuando follé por primera vez con una chica. Se llamaba May, y se había acostado con prácticamente todos los varones de Jupiter. Era bastante guapa, de pelo castaño y despeinado y ojos color avellana, pero el tabaco y el alcohol le habían dado una tez un poco apagada. Se perfumaba mucho y tenía un cuerpo bien formado, con muchas curvas. Ignoro qué edad tenía, y en aquel momento no me importaba nada, sólo quería perder cuanto antes la virginidad y convertirme en un hombre. La chica era barata, podía pagarle con unas cuantas semanadas y algo más que había ganado trabajando en la tienda. Y ella me hizo un descuento por ser, según me dijo, tan joven y guapo.

No resulté ser el tímido primerizo que ella esperaba, sino que exploré su cuerpo con entusiasmo y sin vergüenza alguna. Acaricié una y otra vez sus redondas nalgas, metí los dedos entre los pliegues de sus muslos y empecé a chuparle los pezones hasta que ella me apartó enfadada y me amenazó con echarme si no la dejaba enseñarme cómo se hacía .

– Eres un sucio chucho -me dijo. Me cogió la mano y la pasó suavemente sobre su cuerpo-. Tienes que acariciarme así, con suavidad. ¡No soy un hueso que haya que chupar!

Yo era un buen alumno y aprendí rápidamente a darle placer. Mientras me dedicaba a su cuerpo, me sentía querido y deseado hasta el punto de olvidar, durante una hora aproximadamente, la persistente sensación de rechazo que me reconcomía.

Una vez que hube desentrañado el misterio del sexo, quería hacerlo a todas horas. Y era fácil obtenerlo como miembro de los Halcones Negros. Podía acostarme con quien quisiera salvo con las pijas que se reservaban para el matrimonio, ésas no se abrían de piernas para nadie. Pero además de pertenecer a los Halcones Negros, tenía la inmensa ventaja de que era guapo y muchas chicas suspiraban por mí.

Podía elegir entre dos categorías de chicas: las que follaban sin ataduras y las que necesitaban la seguridad de una relación. Desde luego, me convenía más la primera categoría, pero yo veía a las mujeres como países que hay que explorar: una vez satisfecha mi curiosidad, iba en busca de otras tierras. Y no volvía al terreno conocido salvo que no me quedara otro remedio. Así fui saltando de relación en relación, lo que suponía un esfuerzo, pero también un reto. Pronto me gané una mala reputación, pero esto no pareció empañar mi encanto. Era un chico solitario y rebelde, y no faltaban chicas que quisieran domarme, porque además a las mujeres siempre les ha atraído el lado oscuro.

Si mi madre se enteró de lo que hacía después de clase, no lo demostró. Supongo que bastante trabajo tenía llevando la Tienda de curiosidades del capitán Crumble para preocuparse por mis malas notas y mi absentismo escolar. Además, se pasaba el día fuera de casa. Entonces no me percaté de lo mucho que nos estábamos alejando el uno del otro. Éramos dos embarcaciones con rumbos opuestos, las olas nos separaban cada vez más y ni siquiera nos dijimos adiós con la mano. Supongo que los dos sufríamos, pero yo sólo pensaba en mi propio dolor, y encontraba un alivio temporal en los brazos de las chicas y entre los Halcones Negros. Eran pocos los sábados que ayudaba en la tienda; pasaba cada vez menos tiempo en casa y más tiempo metiéndome en peleas. El único lugar donde siempre me sentía cómodo era la casa de María Elena. Gracias a ella, seguramente, no llegué a matar a nadie. Gracias a ella, siempre dispuesta a escucharme, tenía un lugar estable y lleno de cordura en el que refugiarme.

– Deberías hablar con tu madre -me dijo un día-. Está muy preocupada contigo.

– No creo que le importe -dije, encogiéndome de hombros.

– No digas tonterías. Te quiere muchísimo.

– ¿Y de qué quieres que hable con ella? -gruñí, y volví la cara.

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