Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– ¡Una sola mujer! -bramó Matías con su profundo vozarrón-. ¡No sometáis al pobre chico a ese castigo!

– ¡Compórtate, mi amor! -rió María Elena-. ¡Sólo tiene diez años!

– Todavía tiene muchos años por delante. -Matías alzó la copa para brindar-. Que el futuro te traiga abundancia de vino, mujeres y pastel de chocolate.

Todos levantaron su copa y mi madre me guiñó un ojo. Estaba orgullosa de mí.

Por la tarde, mientras las sombras se alargaban, estuvimos jugando en el jardín. La gente charlaba y Coyote fumaba con la mirada perdida, absorto en sus pensamientos. Mi madre apoyaba la cabeza en su hombro, y de vez en cuando él le besaba el pelo o frotaba la cara contra la suya. Parecían aislados en su propio mundo en medio de aquella animación. Siempre estábamos en una isla, los tres: Coyote, mi madre y yo.

El sol se había puesto en el horizonte y llegó el momento de marcharse. Sólo quedaban unas horas para decir adiós a mi cumpleaños. Todos los invitados me habían hecho regalos, y algunos estaban todavía sin desenvolver, todavía dentro de un paquete con lazo. María Elena y mi madre los habían metido todos en una bolsa donde ponía «Toad Hall», la tienda que Hilari Winer tenía en la Calle Mayor. Cuando vi la bolsa llena de juguetes, me sentí tan emocionado que empecé a saltar sobre un solo pie, primero con uno, luego con otro.

– Dios mío -dijo mi madre-. No creo que Mischa duerma en toda la noche.

– No pasa nada, es una vez al año.

Mi madre suspiró hondamente.

– Me hace feliz verlo contento -dijo, como si yo no pudiera oírla-. Después de lo que hemos pasado, tú y Matías nos habéis hecho sentir como en casa, nos habéis proporcionado un inmenso sentimiento de seguridad. Era lo que quería para mi hijo, que sintiera que tenía un lugar en el mundo. Si a una persona le das confianza en sí misma, conseguirá todo lo que se proponga. -Por alguna razón, su acento francés era más pronunciado de lo habitual.

María Elena le apretó afectuosamente el brazo.

– Anouk, eres una madre estupenda.

– Hago lo mejor que puedo.

– Me alegro de que Coyote os trajera -dijo María Elena-. Habéis enriquecido nuestras vidas, más de lo que te imaginas, y tú has sido una gran amiga. -Ahora era ella la que se ponía sentimental-. Ya sabes que Matías y yo no podemos tener hijos, y tener a Mischa tan cerca es para nosotros una auténtica bendición.

– Te lo presto siempre que quieras.

Las dos estallaron en carcajadas y me miraron. Mi madre tenía los ojos húmedos y brillantes.

– Venga, Mischa. Hay que ir a la cama.

Volvimos a casa en el coche de Coyote. La noche era clara y despejada, con una luna redonda como una boya flotando en el firmamento. Coyote le daba la mano a mi madre, y sólo la soltaba para cambiar de marcha.

– Ha sido una tarde estupenda -comentó mi madre-. María Elena ha sido muy amable al preparar el pastel y todo lo de la fiesta.

– Junior se lo ha pasado bien. ¿No es cierto, hijo?

– Tengo un montón de regalos -dije, poniendo en fila sobre el asiento los cochecitos de juguete, que harían juego con el Citroën amarillo de Joy Springtoe. Ahora pensaba a menudo en ella y esperaba encontrármela un día. Después de todo, estábamos en Estados Unidos.

– Es tarde, Mischa -dijo mi madre-. Acabarás de desenvolver los regalos mañana a la hora del desayuno.

– También es tarde para nosotros -le dijo Coyote apretándole cariñosamente la mano.

Pero cuando llegamos a casa no pudimos ir a la cama.

Coyote ya notó algo raro en el sendero de entrada, antes de bajarnos del coche. Levantó la nariz y olfateó el aire como un perrito.

– Quedaos en el coche y no hagáis ruido.

Salió silenciosamente del coche, sin cerrar la portezuela para no hacer ruido, y se acercó a la entrada.

Abrió la puerta suavemente y entró.

Mon Dieu! -exclamó mi madre con voz ahogada.

– ¿Qué ha pasado? -le pregunté asustado.

– Creo que han entrado ladrones -respondió en francés, señal de que estaba alterada-. Espero que no estén todavía dentro.

Sólo la veía de perfil, pero noté que estaba tensa porque arrugó la frente y apretó con fuerza los labios. Nos quedamos esperando dentro del coche. El aire estaba tan cargado de tensión que parecía imantado.

Estuvimos esperando largo rato, preguntándonos qué hacer, hasta que finalmente Coyote apareció con semblante serio, más serio de lo que yo lo había visto nunca, y subió al coche.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó mi madre. Estaba blanca como el papel.

– Han dejado toda la casa patas arriba -dijo con una voz que no parecía la suya.

– ¿Qué se han llevado?

– Nada, por lo que he visto.

– Bien, gracias a Dios -dijo mi madre con alivio-. Lo que hayan roto puede arreglarse.

Coyote puso el coche en marcha.

– Quiero ir al almacén a comprobar si han entrado.

– ¿Crees que también habrán estado allí?

– No lo sé. Es una intuición.

– ¿Han entrado en mi cuarto? -Me preocupaba que hubieran tocado mis juguetes.

– Han entrado en todas partes, Junior. No han dejado ni un cajón sin abrir.

Cuando llegamos a la tienda, Coyote sacó una pistola. Mi madre ahogó un grito.

– No te preocupes, cariño. Sólo la usaré si no queda más remedio.

– ¿Por qué no llamamos a la policía?

– No pienso llamar a la policía, no pienso llamar a nadie, ¿entendido? Esto es asunto nuestro. Hacemos las cosas a nuestra manera, no hace falta que intervengan las autoridades -dijo Coyote con un tono de filo acerado que no admitía réplica.

Mi madre estaba asustada.

– No hagas tonterías, Coyote, por favor. Hazlo por Mischa.

Coyote le dio un beso.

– Si los encuentro aquí, ya pueden prepararse. -Salió del coche y nos ordenó que nos agacháramos para que no pudieran vernos.

– ¿Estás bien, Mischa? -me preguntó mi madre una vez que él se hubo marchado.

Yo me lo estaba pasando estupendamente.

– Estoy bien.

– ¿No tienes miedo?

– No. -Ya no era su pequeño chevalier. Era demasiado mayor para niñerías, pero aquella noche mi mano estuvo en la empuñadura de la espada, preparada para desenvainarla si se presentaba el enemigo.

Coyote tardaba en volver. Mi madre y yo esperábamos en la oscuridad, escuchando nuestra propia respiración.

– Espero que no tenga que utilizar la pistola -dijo mi madre.

– ¿Sabías que tenía una?

– No.

– ¿Crees que alguna vez ha matado a alguien?

– No seas tonto, Mischa. Claro que no ha matado a nadie.

– Pero no lo sabes con seguridad.

– No, pero lo conozco.

– En la guerra habrá matado a gente.

– Eso es otra cosa.

– ¿Y qué estaban buscando?

– Cosas valiosas, me imagino. No se habrán llevado nada porque no tenemos objetos de valor.

– Aquí los tenemos.

– No demasiados, Mischa. Aquí hay un montón de chatarra.

– ¿En serio? ¿No hay nada valioso?

– Bueno, hay algunas cosas auténticas, y algunas cuestan dinero, pero no hay nada que tenga un gran valor. Si lo hubiera, seríamos ricos.

– Matías dice que valen una fortuna. Coyote las recoge de todas las partes del mundo.

Mi madre se rió con escepticismo.

– No son las joyas de la corona inglesa, Mischa. Son cosas que encuentra en zocos y mercadillos. Lo único que las hace interesantes es que no puedes adquirirlas aquí, como esa estúpida pata de elefante.

– ¿Y el tapiz?

– No sé de dónde lo ha sacado -se apresuró a contestar mi madre-. Lo que él encuentre por ahí no es asunto mío.

Oímos que abrían la portezuela del coche. Coyote estaba de vuelta.

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