Luego fuimos a un refrigerio en casa de la señora Slade. Habíamos aceptado la invitación y no podíamos echarnos atrás, aunque mi madre dejó bien claro que quería volver a casa.
– Está un poco cansada -dijo Coyote cuando llegamos a casa de la señora Slade.
La anfitriona corrió a buscarle una taza de café.
– Estás un poco pálida, querida. Pero esto te devolverá el color. -Se rió y, para mi asombro, soltó un gruñido similar al de un cerdito. Me pareció tan gracioso que decidí hacerla reír de nuevo.
– Yo prefiero una copa de vino -anuncié.
– Pero ¡eres demasiado joven para beber alcohol! -exclamó.
– Me han criado con vino -aseguré, y me quedé a la escucha.
– Menudo diablillo… Oink! -Me reí con ella y miré de reojo a Coyote, pero él no se reía, sino que miraba preocupado a mi madre.
– Levantemos nuestras tazas de café para brindar por los recién casados -dijo la señora Slade, y le apretó el brazo a mi madre-. ¿Estás muy emocionada?
– No tanto -dijo fríamente mi madre-. No es la primera vez que me caso.
– Oh, claro que no. -La señora Slade me sonrió.
– Después de todo, Mischa no es hijo de alguna inmaculada concepción -dijo secamente mi madre. Pero su interlocutora lo tomó a broma.
– Inmaculada concepción, qué gracia… Oink! ¿Te sientes bien en tu nueva casa?
– Muy bien, gracias.
– Imagino que el traslado ha sido un poco cansado. Hay tanta gente nueva, y todos demandan tu atención. Hoy mismo, en casa de Priscilla, he oído que Gray Thistlewaite quiere llevaros a la radio. Coyote no os habrá explicado aún que Gray dirige la radio local desde su salón en la Calle Mayor, y tiene un programa dedicado a historias personales. No hay nada exótico, desde luego; aquí no ocurre nada excepcional en esta época del año. Nos encantaría escuchar vuestra historia. Le dije que me parecía una idea espléndida, todo el pueblo habla de vosotros. Ten en cuenta -dijo, acercándose a mi madre- que no hemos visto a ninguna mujer tan guapa como tú fuera de las pantallas. -Mi madre se sintió halagada, y sonrió a su pesar-. Ahora ve a hablar con la gente. No tengas miedo, todos son amigos.
En el coche, cuando volvíamos a casa, mi madre y Coyote tuvieron su primera pelea. Mi madre estaba furiosa.
– ¿Por qué les has dicho a todos que nos hemos casado? Todo el mundo me pregunta por nuestra boda en París. ¿Qué boda en París?
– Cálmate, querida.
– No pienso calmarme. ¿Cómo te atreves a contar una cosa así sin decirme nada? Me siento utilizada.
Cuando estaba tan enfadada se notaba mucho más su acento francés.
– ¿Tan poco respeto me tienes? ¡Dime!
– Siento un enorme respeto por ti, Anouk. Te quiero.
En el asiento trasero, yo hacía lo posible por que no se me notara.
– ¿Me quieres?
– Te quiero.
Mi madre bajó la voz. Cuando volvió a hablar, parecía una niña pequeña.
– Entonces, ¿por qué no te casas conmigo de verdad?
Mi madre se pasó tres días encerrada en el dormitorio, sin dejar entrar a Coyote. Le gritaba en francés si intentaba abrir la puerta y le arrojaba objetos que chocaban con estruendo contra la puerta cerrada. A mí me habría dejado entrar, pero no quise verla. Ahora que estaba empezando a sentirme a gusto en Jupiter, tenía miedo de que mi madre decidiera regresar a Maurilliac, de manera que simulé que no pasaba nada. Desayunaba con Coyote, me vestía y tomaba el autobús amarillo que me llevaba al colegio. Después de clase, charlaba un rato con los amigos y luego volvía a casa paseando bajo los árboles de hojas otoñales. Con Coyote no hablábamos del retiro voluntario de mi madre, sino que cantábamos canciones acompañados de la guitarra y jugábamos a las cartas. Sin embargo, Coyote estaba nervioso; parecía cansado, con los ojos hundidos y una cara larga, y las comisuras de sus labios se esforzaban por no tirar hacia abajo como las de un triste payaso.
Yo no entendí por qué se habían peleado. No me importaba que no estuvieran casados. Al fin y al cabo, nadie sabía la verdad, y la idea de una boda en París resultaba muy romántica. Nunca había estado en París, pero había visto fotos y sabía que era la capital cultural de Europa y una de las ciudades más bonitas del mundo. ¿Por qué le preocupaba tanto a mi madre que la gente pensara que se había casado allí?
La mañana en la que se cumplían tres días de encierro mi madre salió del dormitorio pálida y delgada, con mirada de resignación. Coyote se levantó para correr a su encuentro, pero ella levantó la mano para que no se acercara.
– Seguiré con la farsa, que Dios me perdone -dijo-. Soy una tonta, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? -Se inclinó y me dio un beso en la sien-. Sólo pongo una condición.
– Lo que tú quieras. -Coyote se había puesto rojo como un tomate.
– Quiero un anillo.
– Te compraré el anillo que quieras.
– Es una cuestión moral, Coyote. No es por mí, sino por mi hijo. ¿Lo entiendes?
– Lo entiendo.
– Pues no hablemos más del asunto. Quiero que volvamos al punto en el que estábamos.
Coyote le acercó una silla. Mi madre se sentó y tomó mi mano entre las suyas.
– ¿Cómo estás, cariño?
– Muy bien -dije, mientras masticaba mi tostada.
– ¿Te lo has pasado bien en el colegio?
– Sí.
– Estupendo.
Coyote le sirvió una copa de café. Mi madre se la bebió con los ojos cerrados para saborearlo mejor, y exhaló un suspiro de satisfacción.
Yo estaba encantado de que hubieran hecho las paces, y no sólo porque Coyote parecía feliz de nuevo. En realidad, sentía un gran alivio por no tener que volver con Madame Duval y el padre Abel-Louis. Me encaminé con paso ligero a la parada del autobús, tarareando las canciones de Coyote. Los árboles estaban perdiendo sus hojas y dejaban pasar los rayos del sol entre las ramas. Sentí que el mundo se abría ante mí repleto de infinitas oportunidades. Me gustaba vivir en Jupiter, tenía amigos en el colegio y me caían bien los vecinos de aquella pequeña localidad costera, pero sobre todo me gustaba mi nueva identidad. Por primera vez en mi vida, me sentía a gusto en mi propia piel.
Aquel día, después del colegio, mi madre me llevó en coche a la Tienda de curiosidades del capitán Crumble. En el dedo anular de la mano izquierda lucía un anillo de oro con un pequeño diamante, y en sus ojos asomaba una mirada distinta, más dura que antes. Con todo lo que le había ocurrido después de la guerra, mi madre no había perdido su candor, pero ahora la inocencia había desaparecido, reemplazada por un aire pragmático y mundano que resultaba nuevo para mí.
– Es un anillo muy bonito -le dije. Habíamos empezado a hablar en inglés incluso cuando estábamos solos. Mi madre sólo recurría al francés cuando estaba enfadada, dolida o demasiado nerviosa.
– ¿Verdad que sí? -Movió la mano para admirar el anillo y exhaló un suspiro.
– ¿Irá todo bien ahora?
– Todo irá bien, Mischa.
– Me gusta vivir aquí.
– Ya lo sé.
– Me gusta la Tienda de curiosidades.
– También a mí.
– Podría ayudar allí después del colegio. ¿Me dejarás?
– Claro que te dejo. Yo también les echaré una mano.
– ¿En serio?
No sé por qué me extrañaba que mi madre quisiera trabajar. Después de todo, había trabajado en el château. Pero ahora, con sus nuevos vestidos, no parecía una trabajadora. O tal vez lo que me chocaba era aquel brillo de determinación que había venido a sustituir a la resignación que dulcificaba sus facciones en Francia. Ahora parecía saber que, aunque Coyote nos había rescatado de Madame Duval, seguíamos siendo maman y su pequeño chevalier. Seguíamos estando solos, ella y yo, y siempre lo estaríamos.
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