Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– Y le gustará que se lo regale usted -dijo Matías.

– Si la ve por aquí: es bajita, con una cara afilada y pelo rubio, dígale que yo me llevaría al chico.

Me quedé escandalizado, pero Matías se rió a carcajadas.

– A lo mejor se lo vendo, si me paga bien -dijo. Me dio una palmada en la espalda.

La mujer me pellizcó la mejilla hasta hacerme daño.

– Eres demasiado bueno para mí, y caro, vales tu peso en oro. Además eres guapo. Antonio nunca fue tan guapo. Pero ¿qué puedes hacer? Cada uno tiene que arreglárselas con lo que Dios le ha dado.

Por fin me soltó la mejilla, pero me seguía doliendo una hora más tarde.

– Tus primeros clientes -rió Matías-. Aquí vienen muchos parecidos.

– Su hijo no ha dicho casi nada.

– Siempre se comportan así. Están dominados por la madre, los pobrecitos. Estas matriarcas italianas ven a sus nueras como competidoras. Me gustaría poder espiar su comida del Día de Acción de Gracias por el ojo de la cerradura.

– ¿De verdad pertenecieron las botellas a una duquesa inglesa?

– Por supuesto. -En sus ojos brillaba una chispa traviesa.

– ¿Y por qué no las has vendido más caras?

– Todo es relativo. Lo que para una persona resulta caro, para otra es una ganga.

– Cuando le dijiste el precio, la mujer sonrió.

– Sí, señor, así es. Seguro que tiene un montón de dinero escondido debajo del colchón. Conozco a esas mujeres.

– ¿Crees que su nuera vendrá? -le pregunté asustado.

Matías se rió de mi cara de miedo.

– Tienes que aprender a distinguir una broma, Miguelito. -Él no podía saber que ese tipo de amenazas eran reales en el château.

Dejé a Matías y fui en busca de mi madre y de Coyote. Caminé por la tienda como una pantera, sin hacer ruido, y cuando llegué a la oficina no entré, sino que me puse de puntillas y miré por la ventana. Mi madre estaba sentada sobre las rodillas de Coyote. Se estaban besando. Me quedé observándolos, con un intenso sentimiento de déjà vu. Me recordaba al día en que Pistou y yo espiamos a Jacques Reynar y a Yvette en el pabellón. Coyote había deslizado una mano bajo la falda de mi madre y la apoyaba en su pierna. Se daban besos y se reían. No cabía duda de que se habían reconciliado. La oficina estaba en penumbra, pero el anillo destellaba en el dedo de mi madre. Todavía llevaba su sombrerito, la chaqueta verde abotonada hasta arriba y el collar de perlas. La mano de Coyote pugnaba por quitarle las medias. Mi madre parecía una niña allí sentada, aunque no había nada inocente en la escena. Me quedé un buen rato mirándolos, fascinado por los secretos del mundo adulto, hasta que por miedo a que me descubriera Matías -o, peor aún, mi madre- volví al almacén para ayudar con un grupo de clientes que acababa de entrar.

Me encantaba la vida que llevaba en Jupiter. Por primera vez, me gustaba lo que era, me sentía feliz. El Día de Acción de Gracias comimos con Matías y su esposa, María Elena. Matías aseguraba que había matado con sus propias manos al inmenso pavo que nos íbamos a comer. Me senté frente a mi plato repleto de comida con la agradable sensación de formar parte de una familia, una familia de verdad.

– ¿Quieres que te explique la historia del Día de Acción de Gracias, Junior? -me preguntó Coyote dando un sorbo al vino tinto debidamente chambré. Yo estaba deseoso de aprender todo lo posible de aquel país que ya consideraba mío-. El este de América del Norte estaba poblada por indios que vivían de la pesca y la ganadería. En el siglo diecisiete, los colonos que llegaron de Europa los mataron a casi todos, pobres diablos. Los que no morían en combate caían víctimas de las enfermedades. Muchos de los primeros colonos eran puritanos, y entre ellos estaban los que llegaron a Cape Cod a bordo del famoso Mayflower. Eran ingleses, en su mayoría perseguidos por motivos religiosos, que querían fundar un nuevo mundo en América. A la tierra que acababan de descubrir la llamaron Nueva Inglaterra. El Día de Acción de Gracias se celebra en todo el país, y conmemora el final del primer año de los peregrinos del Mayflower y el éxito de su cosecha. -Paró de hablar un instante y posó en mi madre una mirada cargada de vino y de amor-. Quiero brindar por los recién llegados a este Nuevo Mundo. Quiero celebrar su huida de Francia y su llegada por mar sanos y salvos, y les deseo un futuro de salud y bienestar, pero también lleno de oportunidades. Porque esto es para mí esta tierra, el país de las infinitas oportunidades.

19

No había forma de librarse de Gray Thistlewaite y su programa «Otra historia auténtica» en la radio local. Mi madre se negó a acudir, convencida de que explicar su vida a un grupo de desconocidos suponía rebajarse. En realidad le encantaba su intimidad, que la gente apenas supiera nada de ella. El anonimato había sido un lujo fuera de su alcance en Maurilliac, y ahora no pensaba renunciar a él. Pero no resultaba fácil decirle que no a Gray Thistlewaite. A primera vista podía parecer una encantadora abuelita, bajita y menuda, con ojos azules del color del cielo de otoño en Jupiter, y pelo gris, recogido en un moño bajo. Tenía los labios llenos y sonrosados y la tez pálida; se empolvaba la cara y se aplicaba un perfume que olía a lirio. Pero lo que delataba la dureza de su voluntad de acero era su mandíbula, demasiado prominente y huesuda para un rostro tan suave. Nos convenía llevarnos bien con ella si no queríamos ver cómo adelantaba la mandíbula y su mirada se tornaba de hielo antes de destrozarnos y reducirnos a papilla. Cuando se le metía una idea en la cabeza, no había quien la parara. Estábamos a principios de diciembre y llevábamos tres meses en Jupiter. No podíamos rechazar su petición sin parecer groseros.

Coyote entendía la postura de mi madre y tuvo la inteligencia de no presionarla, no quería volver a sufrir la experiencia de asistir a una de sus explosiones de furia. Hasta el momento él había conseguido librarse de asistir al programa, de manera que sólo quedaba una posible víctima: yo mismo. Y yo me mostraba encantado. Recordaba que en Francia Yvette siempre estaba escuchando la radio, y me emocionaba la idea de hablar para centenares de personas.

– Sólo quiere que le cuentes qué te parece Jupiter, Mischa. Puedes hablarles del château , de la vendimia y el vino; puedes hablarles de Jacques Reynard y de Joy Springtoe si quieres -dijo mi madre mientras me alisaba las arrugas de la camisa.

– ¿No deberías decirle lo que no tiene que mencionar? -preguntó Coyote.

– No. Él ya lo sabe. ¿Verdad, Mischa?

Y así era. Yo sabía que había cosas de las que nunca hablábamos, ni siquiera entre nosotros, cosas que queríamos olvidar, que nunca contaríamos a nadie. Mi madre y yo teníamos un pacto secreto.

– ¿Seguro que no te importa ir? -me preguntó preocupada. Se sentía culpable porque me enviaba a mí en su lugar.

– No me importa. -Estaba tan emocionado que me costaba quedarme quieto-. Quiero ir -aseguré.

– Entonces irás -dijo Coyote-. Pero recuerda que debes tener tu espada desenvainada, preparada en todo momento, por si acaso.

La casa de Gray Thistlewaite era pequeña, cálida y limpia, exactamente como se espera que sea la casa de una abuelita. En la chimenea ardía un fuego, y sobre las mesas había figuritas, y elaborados marcos de plata con fotografías de sus hijos vestidos de uniforme, y de sus sonrientes nietos. En las paredes colgaban cuadros de escenas marinas y de caza, jaurías de perros corriendo a través de un paisaje inglés persiguiendo a un zorro. No había ni una superficie libre de algún objeto de valor sentimental, ya fuera una cajita de esmalte, un ramillete de flores secas, una muñeca de porcelana o una figurita de cristal. El salón olía a leña y a perfume de lirios. Una librería abarrotada de libros cubría una de las paredes, y en la mesa redonda del rincón, junto a dos ventanas con cortinas de encaje, estaba instalada la emisora de radio con su caja negra y sus micrófonos.

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