Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– Los gordos estamos aquí para divertir. Si adelgazara, dejaría de resultar gracioso.

Saltaba a la vista que Coyote y Matías se tenían cariño. Continuamente se daban palmadas en la espalda, se hacían bromas que yo no entendía, estaban siempre conspirando como una pareja de bandidos y se repartían las ganancias. Celebraban los triunfos descorchando una botella de champán, y abrían otra botella cuando fracasaban. La única diferencia era el precio de cada una.

La Tienda de curiosidades del capitán Crumble era un almacén en las afueras de Jupiter, Nueva Jersey. Por fuera no era nada espectacular, un edificio hecho con listones blancos de madera y rodeado de árboles inmensos. Sólo el letrero sobre la puerta indicaba que se podía comprar algo allí. Pero por dentro era como la cueva de Alí Baba, repleta de objetos extraordinarios, desde muebles hasta abalorios, que Coyote y Matías habían conseguido. Había jaulas con pájaros disecados, monos de juguete que aporreaban el tambor, antiguos escritorios de madera de nogal venidos de Inglaterra, con exquisita marquetería, y con cajones secretos y estanterías. Espejos repujados en plata traídos de Italia, cerdos de cuero con relleno de paja provenientes de Alemania, preciosos tapices franceses, farolillos de seda chinos, alfombras de Turquía, inmensas puertas de madera tallada en Marruecos, cristal de Bohemia, juguetes de madera hechos en Bulgaria, artículos de cuero y gamuza de Argentina, lapislázuli chileno y plata de Perú. La luz que penetraba por las altas ventanas hacía que todo brillara como las piedras preciosas. Para un niño, aquello era el país de las maravillas. Nunca había visto algo así en Maurilliac. El primer día me quedé hipnotizado, con los ojos como platos. Luego, cuando me acostumbré a aquel lugar encantador, me pasaba horas encaramándome por las mesas y los muebles, subiéndome a las sillas, jugando con los ratoncitos que tocaban los timbales, abriendo cajones secretos y buscando en los rincones, donde siempre encontraba nuevos tesoros.

La Tienda de curiosidades del capitán Crumble era muy conocida en toda la comarca, y venía mucha gente a verla. Como pueblo costero, Jupiter tenía muchos visitantes en verano, pero estaba muy tranquilo en invierno. Sin embargo, la tienda de Coyote siempre rebosaba de actividad, hasta el punto de que a veces los empleados no daban abasto para atender a los clientes. Cuando salía del cole, iba al almacén para ayudar a Matías y a Coyote. Estaba encantado de formar parte de su gente de confianza, y además descubrí, para mi sorpresa, que tenía dotes de vendedor.

Con Coyote llevábamos una vida muy normal, como cualquier otra familia. Mi madre y yo llegamos como una pareja de mariposas recién salidas de la crisálida. El equipaje emocional que llevábamos en Maurilliac lo abandonamos en el muelle de Burdeos. Los vecinos de Jupiter nos recibieron con los brazos abiertos. Nadie sabía que mi padre era alemán, no les interesaba mi parentesco sino mi cara bonita y mis travesuras. Me animaron a demostrar lo que sabía hacer, y yo lo hice encantado. Mis éxitos en el patio del colegio me habían convertido en un actor, y después de tantos años de soledad estaba sediento de simpatía y admiración, tan sediento como el desierto de Atacama del que me hablara Matías. Pronto se me olvidó la hostilidad de Maurilliac y sólo hablaba del pasado para referirme a anécdotas divertidas, cosas de Pierre y Armande, de Yvette y Madame Duval, y de nuestro viejo amigo Jacques Reynard.

Cuando Coyote regresó de Francia como un chevalier conquistador, se organizaron multitud de fiestas para recibirlo. Todos los vecinos de Jupiter querían conocernos, y no se cansaban de oír una y otra vez cómo Coyote había conquistado a mi madre con su voz y su guitarra. Aunque estábamos a finales de otoño y los árboles lucían sus maravillosos colores rojos y dorados, amarillos y grises, el sol calentaba todavía, y pudimos disfrutar de barbacoas en la playa y de meriendas en el jardín, entre manzanos cargados de frutos. Allí trataban a los perros como a seres humanos y a nosotros como a miembros de la realeza. Cuando bajábamos por Main Street, la Calle Mayor, la gente nos saludaba sonriente, orgullosa de conocernos. Poco a poco empecé a pensar menos en Jacques Reynard y en Daphne Halifax. Le escribí a Claudine una carta que mi madre echó al correo, pero pronto incluso a ella la relegué a un rincón de la memoria, y sólo la recordaba cuando estaba triste. Me acordaba pocas veces de Maurilliac y del château , y volví a enamorarme, esta vez de Estados Unidos, la tierra de la leche y la miel, la patria de Joy Springtoe.

En esos primeros tiempos en Jupiter me hice mayor. En nuestra casita blanca de Beachcomber Drive tenía mi propia habitación y ya no compartía la cama con mi madre. En Francia no poseía casi nada, excepto la pelota de goma y el Citröen que Joy me regaló, y unos pocos juguetes de madera que me habían regalado de niño. Mi madre no disponía de mucho dinero, y casi todo lo empleaba en comida y ropa. Acostumbrado a tener poco, me asombró ver la cantidad de objetos de lujo que tenían en Estados Unidos. No habían sufrido por la guerra como nosotros, no conocían el racionamiento. Disponían de todos los huevos y el azúcar que necesitaban, y los escaparates de la Calle Mayor estaban a reventar: comida, juguetes, artículos para el hogar…; pasear por allí era un regalo para la vista. Coyote no tardó en comprarme cosas, y pronto tuve la habitación llena de coches de juguete, trenes eléctricos, una bonita colcha azul y roja, una mesa de estudio provista de papel, útiles de escritorio y mi propia caja de pinturas. Por las noches no echaba de menos a mi madre, porque disfrutaba de mi nueva independencia, y mis pesadillas se quedaron abandonadas en el muelle de Burdeos, con mi vieja piel. También abandoné a Pistou sin ni siquiera decirle adiós.

Aunque no éramos ricos, Coyote mimaba a mi madre como si le sobrara el dinero. El día en que huimos del château y nos embarcamos rumbo a Estados Unidos en el Phoenix oí cómo comentaban entre risas que Coyote no había pagado la cuenta del hotel. Se morían de risa al imaginar la furia de Madame Duval. Mi madre sentía pena por los otros, que sufrirían por nuestra ausencia, pero Coyote se limitó a carcajearse y a sacar anillos de humo por la boca. En el barco no viajábamos en primera clase, estaba muy por encima de nuestras posibilidades, y nuestra casa en Beachcomber Drive era sencilla, pero Coyote no tenía límite a la hora de comprarle a mi madre vestidos, guantes y medias de seda.

– Quiero que mi chica sea la más elegante de Jupiter -decía. Y desde luego que lo era.

En Francia mi madre se lavaba el pelo en casa y se lo secaba enérgicamente con una toalla, pero ahora iba cada semana al salón Priscilla's para lavarse y peinarse. Priscilla Rubie era una mujer de baja estatura, pelo colorín, siempre envuelta en una nube rosada de perfume y sueños, y hablaba como una cotorra, de manera que uno tenía que elegir el momento preciso en que tomaba aliento para intervenir y hablar con gran seguridad y precisión. Era como decidirse a cruzar una calle con mucho tráfico. Cuando mi madre tenía la cabeza llena de rulos debajo del secador, Margaret, la guapa esteticista, le pintaba las uñas. Ahora mi madre bajaba por la Calle Mayor moviendo las caderas más que nunca y admirando su reflejo en los escaparates. Estaba siempre sonriente y con una expresión de amor y gratitud.

Nunca había visto a mi madre tan feliz, y su felicidad resultaba contagiosa. Por más que yo había recuperado la voz, seguía siendo un espía, y muy bueno. Nunca me libré totalmente de esa costumbre. Sentía curiosidad por la gente, me intrigaba la diferencia entre cómo se comportaban en mi presencia, y cómo lo hacían después, cuando pensaban que me había ido. Mi madre y Coyote eran un ejemplo perfecto. En mi presencia apenas se tocaban. Cantaban acompañados por la guitarra, bromeaban y se reían, y se besaban muy raramente, pero cuando yo los espiaba desde detrás de la puerta, mirando entre las grietas, o escuchaba al otro lado de la pared, se mostraban mucho más táctiles. Los veía bailar en el salón al son de una música tranquila que salía del gramófono y besarse en el pasillo. Un día vi cómo Coyote deslizaba la mano bajo la blusa de mi madre, y me apresuré a regresar asustado a mi habitación. En momentos así, mi madre parecía más una niña que una mujer. Reía y se despeinaba el pelo, lo miraba con picardía con ojos entrecerrados y le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Bromeaban y se reían como niños de las cosas más tontas, y tenían su propio lenguaje, incomprensible para mí.

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