Claudine se había convertido en mi representante. Cuando se daba cuenta de que la actuación empezaba a cansarme, pedía una pausa. Después de la actuación, nos sentamos en los escalones que llevaban a una de las aulas, contentos de nuestro éxito.
– ¡Lo has hecho muy bien! -exclamó entusiasmada-. Se lo han tragado todo.
– Pero no todo es mentira -protesté. No quería que me considerara un completo mentiroso.
– Ya lo sé. No pasa nada si lo adornas un poco. Yo siempre digo que no hay que dejar que la verdad te estropee una buena historia.
– Pero es cierto que sentí algo -dije, en tono serio-. No vi a Dios o a Jesús, pero los sentí, y también sentí a mi padre. La iglesia estaba inundada de luz, y noté un hormigueo en todo el cuerpo. Es la verdad. No se la he explicado a nadie más que a ti.
Claudine me sonrió con ternura.
– Te creo, Mischa. Podemos reírnos cuanto queramos, pero lo cierto es que has recuperado la voz. Hayas tenido o no una visión, estos milagros sólo vienen de Dios. Lo único que importa es que puedes hablar. -Se encogió de hombros-. No importa cómo.
Me acordé de Laurent y de la mirada hosca que me lanzó al entrar en clase.
– Me parece que no le caigo bien a Laurent.
– Está celoso. Él y yo siempre estábamos juntos, por eso se ha enfadado. Sus padres viven peleándose porque él tiene una amiguita.
– ¿Una amiguita? -A sus siete años, Claudine tenía mucho mundo.
– Está enamorado de Madame Bonchance, la señora del quiosco.
– ¿La pelirroja?
Claudine soltó una risita.
– Desde que es la amante del padre de Laurent, se cuida mucho. Se pinta los labios de rojo, se riza el pelo y se pone sombra verde en los párpados. ¡Está horrible! Pero, claro, lo cierto es que al padre de Laurent le gusta.
Pensé en Yvette y en Jacques Reynard, otra pareja curiosa. Al volver a clase vi que Laurent estaba muy sombrío, como si se hubiera pasado todo el rato pensando en el nuevo amigo de Claudine. No le hice caso, y contesté a las preguntas que me hacían sobre Dios y el cielo. De repente, lo vi delante de mí.
– Puede que Dios haya hecho un milagro contigo -me dijo con desdén-, pero tu padre sigue siendo un cerdo nazi.
Se hizo el silencio. Claudine estaba a punto de intervenir, pero verla blanca como el papel me dio el ánimo necesario para desenvainar la espada. Aunque no era tan alto como Laurent, me cuadré delante de él, bien erguido.
– ¿Sabes por qué mi padre no era un auténtico nazi? Porque ser nazi no es una nacionalidad, es un estado mental -dije, con toda la arrogancia que conseguí reunir-. Puede que tú seas francés, Laurent, pero eres más nazi de lo que mi padre fue jamás.
Estaba tan orgulloso de mi réplica que me ruboricé. Ignoraba de dónde había sacado esas palabras, ni conocía su significado, pero sonaban bien. Y al parecer a él también se lo había parecido, porque me lanzó una mirada de odio y retrocedió.
Claudine se volvió hacia él.
– ¿Cómo te atreves a hablarle así a Mischa? Creía que eras una buena persona, pero veo que estás tan lleno de prejuicios como tus padres.
Cuando entró Mademoiselle Rosnay, todos volvimos a nuestros asientos. Yo con un sentimiento de victoria, Laurent con la cabeza gacha.
Aquella tarde se levantó una ventolera que arrancaba las hojas de los árboles, las levantaba en el aire y las dejaba caer al suelo, donde eran barridas de un lado a otro. Yo no volví a dirigirle la palabra a Laurent y Claudine tampoco, lo que debió de costarle un esfuerzo porque se quedó callada y triste. Al caer la tarde volví a casa victorioso, pero con un sabor amargo. Le hablé a mi madre de Mademoiselle Rosnay y de Claudine, pero no le dije nada acerca de mis historias ni de mi pelea con Laurent.
Por la noche, el viento se había convertido en tormenta. Caía una lluvia torrencial que rebotaba en el suelo y formaba grandes charcos en el barro. Mi madre pensaba en Jacques Reynard y en la vendimia que tendría lugar en una semana. Yo pensaba en Coyote. ¿Acaso no lo había traído una tormenta al Château Lecrusse? Si mi abuela estaba en lo cierto, ¿no volvería a llevárselo la tormenta? No quería creer en supersticiones, pero por otra parte me daba miedo que fueran verdad. Me quedé despierto en la cama, escuchando la respiración pausada de mi madre y el golpeteo de la lluvia contra la ventana. El viento aullaba como los lobos de los que hablaba Jacques Reynard. Me tapé con las mantas y me sumergí en un sueño intranquilo, atormentado por imágenes de Laurent, de Claudine, Yvette y Madame Duval. Luego las imágenes desaparecieron y volví a tener mi pesadilla de siempre. Me resultaba tan familiar que incluso dormido sabía que no era real, pero no por eso me resultaba menos aterradora. Soñé otra vez con las mismas caras llenas de odio, sentí el mismo miedo, pero esta vez el desenlace fue distinto…
De repente aparece un hombre y la muchedumbre se dispersa. Lleva un uniforme que yo no conozco, de color verde oliva. Se quita la chaqueta y se la echa a mi madre por los hombros. «¡Debería daros vergüenza atacar a vuestra propia gente!», grita, pero los demás no le oyen. El hombre me coloca la mano sobre la cabeza. «Ya ha pasado todo, hijo.» Yo alzo la mirada y él me sonríe y me revuelve el pelo. Veo sus ojos turquesa y su piel morena. «Ya ha pasado todo, Junior», repite, «no tengas miedo».
Me desperté ahogando un grito de asombro. Mi madre seguía durmiendo junto a mí con una sonrisa y un rubor en las mejillas que delataban la naturaleza de sus sueños. Me levanté sigilosamente de la cama y busqué mi ropa, pero no encontré nada para ponerme, a pesar de que en el recibidor había una luz encendida. Abrí un cajón y me quedé boquiabierto al verlo vacío. Me rasqué la cabeza, intentando pensar. No podía estar todavía soñando, no entendía nada. Finalmente, no me quedó más opción que ponerme el abrigo sobre el pijama y calzarme las botas. Todavía adormilado y desorientado, bajé al jardín y me dirigí al château en medio de la tormenta. No sabía cómo encontrar a Coyote, pero quería decirle que no se marchara sin nosotros. A pesar de que me tapaba la cabeza con el abrigo, la lluvia me empapó y se me coló espalda abajo, tocándome con sus dedos helados. Me estremecí de frío, me sacudí el agua de la cara y seguí corriendo. No podía pensar con claridad. ¿Qué había pasado con mi ropa? No estaba completamente seguro de que aquello no fuera un sueño.
Al llegar al château , me puse de espaldas al viento y me apoyé un momento contra los muros de piedra. ¿Estuvo aquí Coyote en 1944, cuando los norteamericanos liberaron Maurilliac? ¿Había sido él quien nos rescató de la multitud? ¿Era él nuestro salvador? ¿Era ése el vínculo que tenía con mi madre? Tal vez por eso era capaz de ver a Pistou cuando nadie más lo veía, porque era mágico. Un riachuelo de agua me caía por la espalda. Me estremecí y entré en el hotel. Tenía que encontrar a Coyote. No podía irse sin nosotros.
Estaba muy oscuro. De tanto en tanto, las nubes se apartaban lo suficiente para permitir un atisbo de la luna llena que brillaba en lo alto, más allá de la tormenta y de los vientos. Las puertas estaban cerradas y los postigos también, pero yo sabía que había una forma de entrar a través del invernadero. Aproveché que las nubes se apartaban momentáneamente para correr a la parte trasera, al huerto que había contemplado Joy Springtoe desde su ventana. Llegué al invernadero calado hasta los huesos y congelado. Totalmente despabilado a causa del frío, me acurruqué ante la pared de cristal con el rostro entre las manos, sin saber qué hacer, y entonces oí unos golpes continuados que parecían de una pala cavando en la tierra. Al principio me dije que sería un postigo mal cerrado, pero tras prestar atención deduje que había alguien cavando en el jardín. La oscuridad era total, y por mucho que me esforzaba no conseguía ver nada más que la lluvia. Contuve la respiración para escuchar. Oía los fuertes latidos de mi corazón, y de repente percibí claramente los golpes. Las nubes se apartaron un instante y un rayo de luna cayó sobre un extremo del jardín, junto al muro. Un hombre arrodillado estaba cavando un agujero. Me quedé aterrado. Sólo podía pensar en un motivo para cavar un hoyo en plena noche de tormenta: esconder un cadáver después de haber cometido un asesinato. En cuanto el cielo volvió a taparse, salí corriendo. Sentía tanto pánico que me temblaban las piernas y olvidé mi obsesión por impedir que Coyote desapareciera en mitad de la noche. Sólo pensaba en alejarme cuanto antes del château , no fuera que el asesino me descubriera y decidiera acabar también conmigo.
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