Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– Creo que conseguiremos convertirte en un vaquero, Junior -dijo riendo, y luego se tomó un trago de vino.

Después de comer nos tumbamos al sol con los ojos cerrados y Coyote empezó a contar historias del anciano de Virginia. Supongo que me quedé dormido, y cuando me desperté los vi paseando de la mano por la playa. Mi madre se sujetaba el sombrero con la otra mano, y el viento le azotaba la falda contra las piernas. Cuando me cansé de observarlos decidí ir en busca de conchas. Me pregunté dónde se habría metido Pistou. Hacía tiempo que no lo veía y quería explicárselo todo: la recuperación de mi voz, Madame Duval, Yvette… pero no lo vi por ninguna parte.

Me quité los zapatos y dejé que las frías olas me lamieran los pies. Encontré montañas de conchas, y vi en la orilla medusas muertas cuyos cuerpos transparentes la marea arrastraba y empujaba a su antojo. Buscando tesoros me fui alejando de mi madre y de Coyote y empecé a cantar, feliz de notar cómo vibraba la voz en mi pecho. Estaba borracho de contento, ya no tenía miedo. El pequeño chevalier había aprendido a manejar la espada. Absorto en mis juegos, no me di cuenta de que el sol se ponía y teñía el mar de un color anaranjado.

Cuando finalmente regresé a nuestro campamento, me encontré con una escena sorprendente y me escondí detrás de las rocas para observar. Coyote estaba besando a mi madre. Tumbados en el suelo, se abrazaban y juntaban los rostros con ternura. No tenía nada que ver con lo que presencié entre Yvette y Jacques Reynard, no había nada animal en lo que hacían, ni jadeos ni movimientos bruscos; sólo se besaban y se acariciaban entre risas y susurros.

Sentí el corazón henchido de gozo. Ahora que se habían besado, tendrían que casarse. Recordé lo que había dicho Coyote de llevarnos lejos. Tal vez, cuando cambiara el viento.

14

Siempre me había gustado la vendimia, y aquel año la esperaba con más ilusión que nunca. Pistou y yo solíamos escondernos para observar a los vendimiadores. Los veíamos recorrer los senderos entre los viñedos y llenar sus cestos de uvas. Cuando los cestos estaban llenos, los llevaban en carros tirados por bueyes hasta unos enormes cobertizos donde la uva quedaba a salvo de la lluvia y los fríos vientos otoñales. Nos gustaba espiar a las muchachas que se levantaban las faldas hasta las caderas para pisar la uva con los pies descalzos, dejando ver sus piernas suaves y bronceadas. Y nos fascinaba el banquete que se celebraba en el granero, la mesa cubierta de un mantel a cuadros rojos y blancos: los patés, las enormes soperas, las jarras de vino. Monsieur y Madame Duval presidían la mesa como un rey y una reina, y los demás cantaban, bailaban, charlaban y reían. Sólo Jacques Reynard parecía triste y solitario como una hoja otoñal. Lo tachaban de gruñón, pero se equivocaban. Él formaba parte del château , amaba las viñas y los campos de aquella tierra, donde su familia había echado raíces mucho tiempo atrás. Cuando le pregunté a mi madre por qué Jacques Reynard estaba siempre tan triste, me acarició la cabeza y me dijo con ternura:

– Algunas personas no han conseguido superar la guerra, cariño. Eres demasiado pequeño para entenderlo.

Jacques Reynard siempre se mostraba amable con nosotros. Nos unía un lazo invisible y silencioso. Mi madre nunca se quejaba ante él de la arrogancia de Madame Duval, o de lo mal que trataban a su hijo. Tampoco hablaban de la guerra, ni de mi padre ni de cuando los alemanes ocuparon el château , ni siquiera de la familia que había vivido allí. Eran recuerdos demasiado dolorosos. Pero yo veía en sus ojos una mirada tierna y comprensiva, y si le pedía ayuda, nunca me la negaba. Me encargaba tareas y yo las llevaba a cabo con absoluta responsabilidad, porque me enorgullecía trabajar para él, en tanto que los encargos que cumplía en la cocina, bajo la mirada suspicaz de Pierre y Armande, me dejaban vacío y triste.

Pero casi no había visto a Jacques desde la llegada de Coyote, tan ocupado estaba cantando Laredo. Él, por su parte, estaba inmerso en la preparación de la vendimia. Un día lo fui a buscar al taller, y lo encontré reparando una rueda, sentado sobre un tronco. Para disimular su calvicie se había puesto una boina, y sólo le asomaban algunos mechones -antes rojizos y ahora ya casi grises- de las sienes y del cogote. Estaba clavando un clavo con un martillo, y por los movimientos del bigote comprendí que apretaba los dientes con furia. Iba vestido como siempre, con pantalones marrones, chaleco de cuero y camisa blanca arremangada hasta los codos, dejando ver sus brazos morenos y sus manos fuertes y habilidosas. Cuando me vio en el umbral, una sonrisa iluminó su rostro melancólico.

Bonjour , Monsieur Reynard -le saludé sonriente.

Reynard dejó el martillo sobre su rodilla.

– Así que es cierto. -Yo asentí, y en sus ojos asomó un brillo malicioso-. Así que eres un santo, San Mischa. -Se encogió de hombros-. Suena bien.

Me paseé por el taller con las manos en los bolsillos. A él no podía mentirle.

– Pero no es un milagro -dije con timidez. Agaché la cabeza y el flequillo me tapó los ojos.

– Si no es un milagro, ¿qué es?

– Coyote.

– ¿Quién?

Lo miré sorprendido. Me parecía asombroso que no hubiera oído hablar de Coyote, todo el mundo hablaba de él.

– El norteamericano.

– ¿Así es como llaman ahora a Dios? -Soltó una carcajada y cogió un tornillo-. Supongo que es mejor que Abel-Louis.

– Coyote no es Dios, pero es mágico.

– ¿En serio?

– Lo trajo el viento, y desde que llegó todo ha cambiado para mejor. -A pesar de mis explicaciones, vi que no me creía. ¿Acaso no había visto la transformación de Yvette?

– Estupendo, seguro que tendremos una buena cosecha.

– Le dije a Madame Duval que había visto a Jesús.

Monsieur Reynard me miró divertido, haciendo girar el tornillo entre sus dedos manchados de aceite.

– ¿Y qué dijo ella?

– Se echó a llorar y me pidió que la perdonara -respondí con una sonrisa de orgullo.

– El perdón no la salvará del infierno -murmuró él-. A veces el perdón no es suficiente.

– El padre Abel-Louis invitó a maman a comulgar.

Monsieur Reynard asintió con la cabeza.

– Por supuesto. Y supongo que tu madre se negó.

– Así es.

– ¿Por qué tendría que aceptar algo de ese malvado? Debería sentirse avergonzado por todo lo que ha hecho. -Se enjugó el sudor con el dorso de la mano y se manchó la frente de grasa-. Apuesto a que te abrazó como si fueras el hijo pródigo. Sería muy propio de él aprovechar este milagro para aumentar su poder sobre ese rebaño de ignorantes. Tu madre haría mejor en no acudir a la iglesia, hace años que se lo digo, después de, después de… -Inhaló profundamente y se le puso la cara como una antigua magulladura-. Pero es muy testaruda. Me parece que va a misa sólo para atormentarle. Tu madre no le tiene miedo a nadie. -Se quedó mirándome un rato y añadió-: Tu padre era un buen hombre, Mischa. No dejes que nadie te diga lo contrario.

Con la mano que tenía en el bolsillo, yo hacía girar la pelota entre los dedos.

– ¿Cree que es un milagro? -le pregunté.

– Tal vez. -Se encogió de hombros y movió el mostacho-. El amor es un milagro, y el retorno de tu voz es también un milagro debido al amor de tu madre. No habías perdido la voz del todo, Mischa, sólo se heló como las semillas en invierno, que brotan cuando les das suficiente sol y agua.

– Todos quieren tocarme para que les dé suerte.

– Son una pandilla de ignorantes y primitivos. En tu lugar, yo intentaría sacar tajada de la ocasión. Te lo mereces. ¡Que se cubran de vergüenza!

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