Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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No esperé a que me diera permiso, sino que tomé asiento junto a mi madre.

– ¿Es cierto lo que me han dicho, que el chico puede hablar? -Me dirigió una mirada severa, como si no le gustara mi olor.

– Es cierto -dije con aplomo.

Madame Duval se quedó con la boca abierta.

– Dios mío -dijo, santiguándose-. Así que es un auténtico milagro.

– Dios se ha mostrado muy compasivo con nosotros, madame -dijo mi madre.

Me irritó su tono respetuoso, y decidí divertirme un rato.

– Vi una luz, Madame Duval, una luz más brillante que el sol -dije-. Empecé a oír la voz del cureton cada vez más distante, muy lejos.

La mirada de mi madre me advertía que parara de hacer el tonto, pero no le hice caso. Más bien al contrario, su temor me empujó a seguir. ¿Cómo nos habíamos dejado asustar por esa horrible mujer?

Madame Duval se mostró muy interesada.

– Continúa -dijo.

Étiennette, sentada en una butaca, parpadeaba como si me viera envuelto en una luz brillante.

– Oí voces.

– ¿Qué voces?

Adopté una expresión piadosa.

– Sólo podían ser las voces de los ángeles. Eran muy hermosos… Me vi envuelto en sus voces y… lo vi a él.

– ¿A quién?

– A Jesús -dije en un susurro, para acentuar el efecto.

Sentada en el borde de la silla, inclinada hacia mí para no perderse ni una palabra, Madame Duval me escuchaba sobrecogida.

– ¿Jesús? ¿Tuviste una visión?

– Lo vi de pie en medio de esa luz brillante, con los brazos extendidos y el rostro lleno de amor. -Parpadeé y dejé escapar unas lagrimitas de cocodrilo.

– ¿Y qué te dijo?

– Dijo… -inspiré profundamente- dijo: «Habla, hijo mío, para que pueda hablar a través de ti a las gentes de Maurilliac. Canta, para que tu voz lleve mi mensaje muy lejos. Da a conocer el mensaje de Cristo y te sentarás a mi derecha por toda la eternidad». De modo que abrí la boca y canté para Él.

– ¡Dios santo! ¡Es realmente un milagro! -exclamó Madame Duval. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Me tomó la mano y me la apretó con sus dedos fríos y huesudos-. Perdóname, Mischa. He sido una estúpida, que Dios me perdone. Sólo hice lo que creía correcto, pero no debí… -Su voz se fue apagando.

Avergonzada por mi brillante interpretación, mi madre intentó consolarla.

– Ha sido usted amable con nosotros, madame. No llore, se lo ruego. Nos permitió seguir viviendo aquí cuando nadie más nos habría abierto la puerta; me contrató cuando nadie más lo habría hecho. Ha sido usted amable y buena. Sólo podemos darle las gracias, madame.

Madame Duval me soltó la mano y cogió un pañuelo para secarse los ojos. En su boca había aparecido una mueca que le desfiguraba el rostro.

– Le pediré a Madame Balmain que acepte a Mischa en clase. Ahora que puede hablar, debe ir a la escuela.

– Muchas gracias, madame -exclamó mi madre, pero yo sólo podía sentir odio por aquella mujer que me había tratado con tanto desprecio.

– Dios te ha bendecido, Mischa -me dijo Madame Duval. Noté que le temblaban las manos, y me dije que tenía motivos, porque se iría derecha al infierno-. Ahora dejadme, por favor. Tú también, Étiennette, necesito estar sola.

No volvió a mirarme. Me tenía miedo, lo vi en sus ojos. Salí de la biblioteca muy contento conmigo mismo. Cuando estuvimos en el pasillo, mi madre se inclinó hacia mí y me susurró al oído:

– A la derecha de Cristo por toda la eternidad: ¡por Dios bendito! Ten cuidado con lo que dices o irás derecho al infierno con ella.

Alcé los ojos y vi que no podía ocultar del todo su regocijo y su orgullo. Una sonrisita le bailaba en los labios.

– Era mejor cuando no podías hablar.

Salimos por la cocina. Yvette, Armande y Pierre dejaron de cuchichear entre ellos y nos miraron fascinados. Mi madre levantó la barbilla y los saludó con educación. Yo estaba tan emocionado con el poder que acababa de descubrir que me acerqué tranquilamente a Yvette.

– ¿Es cierto lo que dicen? -me preguntó-. ¿Es verdad que mi pequeño agarrador puede hablar? -Tenía el moño deshecho y las mejillas coloradas como manzanas. Estaba claro que venía de revolcarse en el cobertizo con Jacques Reynard.

– Es cierto -dije, y no pude resistirme a seguir-. Tiene usted muy buen aspecto, madame , como una uva jugosa.

Yvette se quedó pálida y me miró con asombro. Yo le devolví una mirada inocente.

– Me siento débil -balbució-. Armande, acércame una silla.

Armande se apresuró a poner una silla bajo su trasero. Yvette se sentó. Armande y Pierre vieron en la súbita debilidad de Yvette la confirmación del milagro y me contemplaron temerosos.

– Ya veis que puedo hablar francés -anuncié-. Y si alguien necesita que le laven la boca con jabón eres tú. -Armande abrió la boca, pero de sus labios sólo salió aire-. Mi padre era un buen hombre, y se sienta a la derecha del Padre. Lo sé porque lo he visto allí, en mi visión.

Estaba yendo demasiado lejos, pero me sentía incapaz de parar, y ellos eran tan devotos que no dudaron de mis palabras. Salí de la cocina triunfante en busca de mi madre, que me esperaba en el jardín.

Coyote sacó su reluciente descapotable del edificio de las caballerizas. Tal como prometió, le había pedido a Yvette que nos preparara un picnic a base de carne fría y queso, bocadillos, ciruelas y una botella de vino blanco. Me revolvió el pelo y me dirigió una sonrisa de complicidad, como si entendiera mi juego y lo encontrara divertido. Recorrimos en coche la avenida arbolada y en sombra salvo por los escasos rayos de sol que se colaban entre las ramas de los plátanos y que dibujaban sobre el asfalto trémulas islas de luz. Cuando salimos a la carretera y noté en el rostro el viento cargado de aromas a pino y a tierra mojada, me sentí más feliz de lo que me había sentido en mucho tiempo. Me recosté sobre el asiento y cerré los ojos para disfrutar del calor del sol, aunque el aire ya tenía un frescor otoñal. Ya casi no podía recordar lo que era ser mudo, tan natural sonaba mi voz. El viento me había traído a Coyote. ¿Cómo podría agradecérselo?

Cuando abrí los ojos vi que la mano de Coyote reposaba sobre la pierna de mi madre, y ella no la apartó, sino que colocó su mano encima y la estrechó. Estaban hablando, pero el viento me impedía oír lo que decían. De vez en cuando, mi madre echaba la cabeza hacia atrás y se reía, sujetándose el sombrero para que no volara. Parecían una pareja de enamorados. Me pregunté si mi madre había hecho eso mismo con mi padre, si había viajado en coche cogiéndole de la mano y riendo con una risa alegre como un cascabel. Si mi padre nos estuviera viendo desde el cielo, ¿qué pensaría? ¿Le apenaría que su mujer quisiera a otro o se alegraría de verla feliz? Yo sabía que mi madre había tenido esa misma duda; por la noche, cuando me creía dormido, se pasaba largo rato mirando la foto de mi padre. En una ocasión me confesó que tenía miedo de volver a enamorarse, tal vez porque no quería traicionar la memoria de mi padre. Pero yo entendía que podía haber distintas clases de amor. No me parecía mal que mi madre amara a otro hombre, y estaba seguro de que a mi padre no le importaría. Al fin y al cabo, él ya no podía cuidar de ella.

Extendimos el mantel sobre la arena, al abrigo del viento. Ante nuestros ojos se extendía el océano Atlántico hasta el lejano horizonte. El mar estaba picado, las olas subían y bajaban como cuchillos y el viento se notaba más frío, aunque al sol se estaba bien todavía. Tantas emociones nos habían abierto el apetito, y devoramos nuestros bocadillos. Luego Coyote tocó la guitarra y cantamos canciones de vaqueros. Mi voz sonaba clara como una flauta, tal como me la había descrito Pistou. Mi madre, que ya se sabía las letras de memoria, cantó con nosotros. Luego Coyote me entregó la guitarra y me recordó las posiciones de los acordes, Empecé a tocar, primero vacilante y luego más seguro.

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