Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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¡Oh! ¡Cuánto hubiera dado aquel día por tener voz! Todo habría sido muy distinto.

12

En mitad de la noche me levanté y me senté en la butaca junto a la ventana, donde solía sentarse mi madre para mirar las estrellas. Siempre me decía que cuando viera una estrella fugaz tenía que pedir un deseo. Pues bien, aquella noche vi una que pasó veloz como un cohete. Dibujó un arco de luz en el oscuro firmamento y se perdió rápidamente en el espacio. Cerré fuerte los ojos y formulé un deseo que me llegó de lo más profundo del corazón. No pedí que volviera mi padre, ya era mayor para saber que ese tipo de deseos no se podían cumplir; pedí que me devolvieran la voz.

La llegada de Coyote había cambiado tanto las cosas que ya no me bastaba con mi bloc y mi lápiz, y enloquecía de frustración al ser incapaz de expresar los pensamientos que llenaban mi cabeza. A veces tenía el corazón tan repleto de emociones que sentía dolor en el pecho. Había tantas cosas que quería decir y no podía…

Me quedé mirando el firmamento y deseé que a la mañana siguiente mi voz hubiera vuelto sin más, tal como había desaparecido. De repente abriría la boca y podría hacerme oír, y pronto sería incapaz de recordar cómo era ser mudo.

Mi madre seguía durmiendo, ajena a mi deseo. Parecía contenta, transportada a un sitio mejor en brazos de un sueño agradable. Yo pensé en Claudine, en sus ojos tristes y en su sonrisa dentona, y sentí el dolor de haberla perdido. Era la primera vez que tenía una amiga a la que todos podían ver. Y la había perdido.

Cuando me desperté por la mañana, me decepcionó comprobar que mi deseo no se había cumplido. Intenté hablar, pero de mi boca sólo salió aire. Ajena a mi desesperación, mi madre canturreaba como todas las mañanas mientras se cepillaba el pelo sonriente delante del espejo y se ponía carmín cuidadosamente, sin notar mi desesperación.

Para colmo de males, era domingo. La semana anterior no habíamos ido a misa, pero mi madre no iba a estar dos semanas sin pisar la iglesia, pasara lo que pasara. Me encerré en el cuarto de baño, me senté en el inodoro y apoyé la cabeza entre las manos. Un pingüino no podía volar, pero tenía su lugar en el mundo. Yo no. Coyote y Claudine habían hecho un esfuerzo por comunicarse conmigo, pero ellos eran especiales. Los demás no se esforzarían, y yo me pasaría la vida detrás de una pared de cristal, contemplándolo todo desde mi burbuja de silencio, excluido para siempre.

Antes del vendaval yo aceptaba sin quejarme el hecho de no poder hablar. Para sentirme feliz me bastaba jugar con Pistou entre los viñedos. Me había acostumbrado a la situación, y además no tenía más compañía que la de Pistou y mi madre. Ahora, en cambio, Coyote me había abierto nuevos horizontes, y Claudine me había hecho un lugar en su corazón. Yo quería romper con canciones el muro de cristal que me separaba de ellos, hablarles con palabras que pudieran oír. Quería dejar de ser un paria.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y me las sequé con el dorso de la mano. Estaba furioso. Mi madre llamó a la puerta.

– ¿Mischa? ¿Estás bien?

La ira me había formado un nudo en la garganta y se me hacía difícil respirar. Como no podía gritar, arrojé la pastilla de jabón contra la bañera. El ruido alarmó a mi madre.

– ¡Mischa! ¿Qué haces? Déjame entrar, por favor.

Forcejeó con la manija de la puerta, pero no le abrí, sino que me puse a dar patadas a la bañera. Los jadeos se convirtieron en sollozos, y mi madre debió oírme porque empezó a golpear la puerta para romper la cerradura. Yo cogía todo lo que encontraba y lo arrojaba contra la pared. Estaba tan fuera de mí que no me reconocí cuando me vi en el espejo.

Inmerso en mi afán de destrucción, no me di cuenta de que mi madre se había marchado hasta que la puerta se abrió de golpe y apareció Coyote, con mi madre tras él, llorosa y asustada. Coyote no me preguntó lo que ocurría, simplemente me estrechó entre sus brazos.

– Ya está, Junior, ya está -dijo con ternura.

Noté el picor de su barba contra mi frente y el calor de su cuerpo me envolvió como una manta. Mi ira se desvaneció como si se hubiera escapado por el desagüe. Rompí a llorar como un niño pequeño, sin vergüenza alguna. No me importaba llorar delante de Coyote. Me sentía bien en brazos de un hombre, en familia, en casa.

Nos sentamos los tres en la cocina y mi madre me puso delante el bloc y el lápiz con una mirada suplicante.

– ¿Qué te ocurre, Mischa?

«No quiero seguir siendo diferente», escribí. No podía hablarles del deseo que había formulado, un acto infantil y absurdo. Mi madre miró a Coyote y éste le sostuvo la mirada largamente antes de dirigirse a mí.

– Todos somos diferentes, hijo -dijo suavemente-. Cada uno de nosotros es un ser único.

No era eso lo que yo quería decir. ¿No entendían que yo era más diferente que cualquiera? Exasperado, golpeé mi escrito con la punta del lápiz. Mi madre me miraba apenada, intentando encontrar las palabras adecuadas. Se sentía culpable, y ese sentimiento prestaba a su rostro la marca de un cansancio profundo. Me agarró la muñeca para detener mi movimiento compulsivo.

– Lo siento mucho -dijo.

Coyote me sonrió, pero en sus ojos leí la pena y la compasión.

– Eres un chevalier , Junior, y los chevaliers no abandonan el campo de batalla. Se quedan hasta vencer.

«¡Quiero que vuelva mi voz!», escribí. Estaba tan exasperado que mi letra resultaba ilegible. Se la quedó mirando un momento antes de contestar.

– Volverá -me dijo con una seguridad que me sorprendió. ¿En serio lo creía?-. Un día podrás hablar. Debes tener paciencia.

Me cayó un lagrimón sobre el papel y las palabras quedaron borrosas. Coyote no podía saber que yo había formulado un deseo y que no se había cumplido.

«No quiero ir a misa», escribí.

Coyote me miró sonriente.

– Iremos los tres juntos. ¿Estás de acuerdo, Anouk?

Mi madre fijó en Coyote una mirada que yo no conseguí descifrar. Al cabo de un momento, en su rostro se encendió una sonrisa tan dulce y maravillosa que me hizo olvidar mi dolor.

– Sí, iremos los tres juntos. Esto causará una gran sorpresa en el pueblo, ¿no?

Dejé el lápiz y el papel con aire abatido. Ya no creía en los deseos.

Cuando bajamos al pueblo por el polvoriento sendero, el cielo estaba oscurecido por pesados nubarrones y caía una llovizna tan ligera que parecía una calina marina. Yo caminaba delante, aislado en mi propio silencio, sumido en negros pensamientos. Llevaba las manos en los bolsillos y hacía rodar la pelota de goma entre los dedos. Di una patada a una piedra. Mi madre y Coyote conversaban en voz baja. Cuando no me interesaba, su inglés era como si hablasen en japonés. Me sentí muy incomprendido y seguí concentrado en la piedra. De repente, capté unas palabras sueltas y agucé el oído. Tal vez fue un cambio en el tono de la conversación lo que me despertó, como un pescador adormilado que se despabila al oír un chapoteo. Ellos debían de pensar que no les oía y que hablaban en un tono íntimo.

– Os llevaré a los dos muy lejos de aquí -dijo Coyote.

Sentí una descarga de emoción, y mis negros pensamientos se llenaron súbitamente de luz. Acababa de salir de la triste ciénaga donde había estado hundiéndome. Seguí pateando la piedra con las manos en los bolsillos, simulando no haber oído nada, pero ahora estaba lleno de esperanza.

Cuando llegamos a Maurilliac, dejé la piedra en medio del camino para la vuelta y me puse a andar junto a mi madre. La gente salía de su casa ataviada con sus mejores galas: las mujeres con vestido y sombrero, los hombres con traje y boina, los niños bien lavados y cepillados hasta que el pelo les relucía. Percibí un cambio en su manera de mirarnos: la curiosidad había sustituido al desdén. Miraban ora a mi madre, ora a Coyote, y éste saludaba a todo el mundo con una sonrisa, llevándose la mano al sombrero. Derrochaba tal encanto y simpatía que resultaba irresistible. Las mujeres bajaban la cabeza un poco sonrojadas, con una sonrisita aleteando en los labios, los hombres devolvían el saludo para no parecer maleducados. Los niños con los que había jugado en la plaza me saludaron alegremente con la mano. Coyote los tenía impresionados. El hecho de acompañarle me daba prestigio, así que erguí los hombros, cambié mi andar desganado por un paso vivo y elegante como el de Coyote y empecé a sonreír a los vecinos con los que nos cruzábamos. No sospechaban lo mucho que sus saludos y atenciones suponían para mí, aunque en realidad sólo había una persona a la que quería ver. Me pregunté si vendría a misa.

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