Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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– Detesto al gordo de Cézade -dijo-. Es un antipático y es amigo del cureton. ¿Recuerdas que te conté que había visto al cureton borracho? Pues también lo he visto bajar por nuestra calle de madrugada haciendo eses y con el gordo de Cézade apoyándose en él. Son una pareja de cerdos, y ahora Cézade apestará como un auténtico cochino.

Yo no las tenía todas conmigo. Monsieur Cézade me daba miedo, pero se mostraba respetuoso con Coyote. Deseé que Coyote estuviera con nosotros. Ahora que mi madre era amiga suya, tal vez Monsieur Cézade me trataría mejor, pensé sin demasiada convicción. Mientras mi madre no lo viera, seguro que se sentía impune para sacarme de su tienda a patadas. Todos pensaban lo mismo: que como yo no hablaba, no podía contar nada.

En el pueblo, al vernos juntos, nos miraban con curiosidad. Los viejos que dormitaban en los bancos abrían los ojos, la gente corría las cortinas a nuestro paso, las señoras que hacían la compra murmuraban entre ellas por encima de sus cestos, seguramente aliviadas de que Claudine no fuera su hija. Yo empecé a sentirme cada vez más inquieto y solo, incluso junto a Claudine. Al fin y al cabo, ella era uno de ellos, por más que desaprobaran su conducta, mientras que yo era un paria.

Claudine estaba pálida pero caminaba con la cabeza bien alta y la mirada desafiante al frente, y su boca esbozaba una media sonrisa. Me apretó la mano con fuerza. Yo forcé una sonrisita.

– Vamos a darle una lección al viejo Cézade. ¿Has visto qué pandilla de idiotas; cómo nos miran? Seguro que si doy un grito salen todos corriendo como conejos.

Cuando llegamos a la boulangerie-pâtisserie , le entregué el pescado a Claudine, que se lo metió debajo de la manga. Yo tenía un nudo en el estómago. No lo estaba pasando nada bien. No sabía qué me asustaba más, si entrar en aquel establecimiento o no ser capaz de hacerlo. Supongo que el miedo se me notaba en la cara, porque Claudine me puso la mano en el hombro y me sonrió.

– Quédate aquí, no entres. Si te ven, sabrán que estamos preparando algo.

Casi me desmayo de alivio.

– Vigila la entrada -me dijo Claudine.

Ignoro qué quería que vigilara, y no sabía qué esperaba que hiciera si llegaba alguien, pero no tuve tiempo de sacar el bloc y el lápiz para preguntárselo. Claudine entró en la tienda y cerró la puerta.

Esperé. No se oía nada más que el lejano tañido de las campanas. El plan de Claudine consistía en ocultar el pescado donde nadie pudiera encontrarlo para que se pudriera lentamente. La peste sería tan horrorosa que Monsieur Cézade tendría que vender la tienda y marcharse para siempre del pueblo. Me pareció un buen plan. A lo mejor una persona amable compraría el establecimiento, y yo podría comer tantas chocolatinas como quisiera.

Esperé lo que me pareció mucho tiempo, jugando con la pelota de goma que llevaba en un bolsillo. El otro estaba manchado de limo, y me pregunté si mi madre notaría el olor a pescado cuando lavara la chaqueta. De repente vi que se acercaba un grupo de gente y me asusté. ¿Qué hacía Claudine tanto rato allí dentro? No me había dicho qué hacer si llegaba gente. Entonces se abrió la puerta y Claudine salió corriendo.

– ¡Corre!

Monsieur Cézade apareció hecho una furia y corrió tras ella tan velozmente como se lo permitía su inmensa barriga. Me aplasté contra la pared y contemplé atónito la persecución hasta que los dos doblaron la esquina. Claudine no me llamó, era demasiado leal. ¿Qué le haría Monsieur Cézade si la cogía? Me asaltaron recuerdos de los gritos de una multitud enfurecida y me recorrió un escalofrío. Mi amiga corría peligro. Sentí miedo por ella y reaccioné de una forma contraria a mi naturaleza: en lugar de huir, salí tras ellos.

No fue un acto racional sino instintivo. El recuerdo de aquel día espantoso me heló la sangre y me provocó auténtico pánico, pero ahora me veía capaz de luchar, de devolver los golpes, y esto me dio fuerzas. El aire que llenaba mis pulmones parecía arder, pero salí tras ellos. Monsieur Cézade estaba a punto de alcanzar a Claudine. Aquel gordo inmenso persiguiendo a una niña pequeña y flaquita, como un perrazo a la caza de un conejo. Mi amiga volvió la cabeza y vi su mirada aterrorizada. Hubiera querido decirle algo, pero sólo podía correr. Cuando ya me encontraba cerca, Cézade la hizo caer al suelo. Claudine dio un grito y el hombre empezó a gritarle. Cuando alzaba la mano para pegarle, la gente hizo un corro alrededor y no pude ver más. Lleno de furia, me abrí paso entre los mirones y me abalancé sobre Cézade. Claudine intentó advertirme con la mirada que me marchara cuanto antes, pero yo me interpuse entre mi amiga y el gordo, y le obligué a soltarla.

– ¿Qué demonios haces aquí? -rugió Monsieur Cézade.

– No tenías que haber venido, Mischa -siseó Claudine.

Quería preguntarle si se encontraba bien, pero no pude. Claudine yacía en el suelo pálida y jadeante, y nadie la ayudó. Se limitaban a mirarla con la boca abierta. Se parecía tanto a la escena de mis pesadillas que me sentí mareado. ¿Serían capaces de hacerle daño? La gente se apartó para dejar pasar a la madre de Claudine, que se arrodilló junto a su hija y la abrazó.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó furiosa.

Claudine se había hecho daño en la rodilla. Empezó a llorar.

– ¡Esta gamberra ha intentado esconder un pescado en un pastel, y la he pillado! -replicó Cézade, hinchado y sudoroso por el esfuerzo.

Claudine no respondió.

– Claudine, ¿has hecho eso? Dime la verdad.

No me gustó nada el tono que empleaba la madre de mi amiga. Saqué rápidamente mi bloc y escribí. Antes de que Claudine pudiera responder, le pasé la hoja escrita a su madre. Madame Lamont me miró con espanto, como si no pudiera soportar mi presencia. Se apresuró a leer la nota que absolvería a su hija.

– Así que la idea fue tuya. Debería haberlo imaginado -dijo en tono de absoluto desprecio-. ¿Cómo iba mi hija a poner las manos sobre un pescado?

– ¡No es cierto! Mischa no ha tenido nada que ver -exclamó Claudine, pero nadie la escuchaba. Habían encontrado al criminal y estaban encantados.

Cézade movió la cabeza pensativo.

– Así que era el pequeño bastardo alemán. Eres una espina clavada en este pueblo. -Me miraba a los ojos, pero yo le sostuve la mirada-. ¿Sabes lo que se hace con las espinas? -Me sentía el blanco de todas las miradas, pero por una vez en mi vida devolví la mirada desafiante. Nunca me había defendido, pero aquel día defendía a otra persona y me sentía orgulloso-. Se arrancan -dijo. Unas gotas de su saliva me salpicaron la cara-. Se arrancan y se tiran lejos.

– ¡Cómo te atreves a intentar corromper a mi hija! -Madame Lamont ayudó a Claudine a levantarse.

– ¡No es cierto!

Mi amiga intentó defenderme, pero fue inútil. Su madre había descubierto la razón de la rebeldía de su hija y se sentía muy aliviada.

– No te acerques a ella -me dijo-. Vamos, Claudine.

Los mirones deshicieron el corro y se marcharon tras ellas. Claudine volvió la cabeza y me dirigió una mirada cargada de pesar y de agradecimiento. Me consideró valiente y leal, y tal vez aquel día lo fui , pero en el fondo sabía que había cargado con la culpa porque era un chivo expiatorio natural. Yo era un paria, siempre lo había sido. ¿Qué tenía que perder? Yo volvería al château , mientras que ella siempre estaría con los vecinos y tenía que llevarse bien con ellos. Sin embargo, aquel juego que había empezado como una tontería acabó por costarnos la amistad, y yo estaba destrozado.

Cézade me gritó insultos, pero no lo oí, y cuando me dio un bofetón en la cabeza con el dorso de su mano, casi no lo sentí, sino que me marché con la cabeza bien alta. No quería que me viera llorar.

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