Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Coyote conocía personalmente a algunos vecinos, y a todos les decía algo en su francés imperfecto: comentaba lo bien que le sentaba el vestido, preguntaba cómo había ido la semana, se interesaba por el estado de un niño enfermo, por la salud de una madre anciana. Su escaso conocimiento del idioma no le impedía en absoluto hacer amigos. Incluso le alabó a Monsieur Cézade la calidad de las chocolatinas, y éste, para mi sorpresa, respondió con una sonrisa. Pero nadie saludó a mi madre.

Vi a Claudine en la Place de l'Église. El corazón me dio un vuelco y aceleré el paso. Sabía que su madre no permitiría que me acercara a ella, pero no me podía impedir entrar en la iglesia. Claudine llevaba una tirita en la rodilla y un codo vendado. Presintió que estaba detrás de ella y se volvió. En su rostro se pintó la vacilación entre el deseo de hablarme y la necesidad de obedecer a su madre. Y una vez más, decidió desobedecer, porque entre nosotros dos existía un vínculo muy estrecho, como sólo se forja en la infancia. Claudine abandonó a sus padres y a sus hermanos y corrió a mi encuentro. Fue una demostración pública de afecto que me dejó atónito. Nadie había hecho algo así por mí. Claudine se me acercó con una tierna sonrisa que dejaba ver sus dientes saltones.

– Gracias, Mischa. Nunca olvidaré lo que hiciste.

Me sentí más frustrado que nunca por no poder responder.

Bonjour, madame -Claudine saludó a mi madre con inocencia, y la dejó tan atónita como a mí, porque ni siquiera se acordó de sonreír. Haciendo caso omiso de su familia, que la llamaba, me guiñó un ojo como diciendo «¿Recuerdas lo que te prometí?» Yo hubiera querido decirle que había guardado el papel donde ella tachó la palabra «secreto» y escribió «SÍ» en letras mayúsculas.

– ¡Claudine! Ven aquí inmediatamente. -Su madre estaba furiosa y miraba con nerviosismo a su alrededor, temerosa de lo que pensarían los vecinos sobre la amistad entre su hija y el bastardo alemán.

– Nos veremos más tarde -me susurró Claudine. Su madre la recibió con una seria reprimenda en voz baja, pero ella seguía mirando al frente y sonriendo.

La iglesia era un hervidero de murmuraciones. Todos miraban a mi madre y a Coyote y se susurraban cosas de un banco a otro, con la cara oculta bajo el velo negro, tapándose la boca con la mano. Yo entonces no me daba cuenta, pero aquel día mi madre y Coyote formalizaron su relación. Coyote había decidido hacerla oficial. Quería a mi madre y deseaba que todo el mundo la quisiera.

Sentado entre mi madre y Coyote yo me sentía a punto de estallar de emoción, de orgullo, de amor, y notaba la tensión entre ellos dos tan claramente como si fuera algo físico. Formábamos un trío magnífico. Mi madre, nerviosa y desafiante, estaba muy erguida y con la barbilla bien alta, y aquel día no se arrodilló para rezar. Coyote, por su parte, parecía no ser consciente de los cuchicheos, sino que respondía a las miradas con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Cuando el padre Abel-Louis recorrió el pasillo con la sotana revoloteando en torno a su cuerpo como un grupo de diablillos danzarines, me encogí de miedo. Me aterrorizaba pensar lo que haría cuando viera a mi madre y a Coyote.

El padre Abel-Louis era para mí un ser oscuro y aterrador, mucho más poderoso que cualquier otra persona que yo conociera. Nunca olvidaría su expresión impasible cuando la muchedumbre nos atacó a mi madre y a mí. No hizo nada por detener a la gente, cuando hubiera bastado con unas palabras. Cuando mi madre me habló de Dios y del demonio, yo identifiqué al padre Abel-Louis con el demonio, y así se había quedado. Él había expulsado a Dios de Su propia casa y había azuzado a la gente contra nosotros. Me aterraba que fuera capaz de expulsar al propio Dios del cielo, de manera que yo no pudiera ir allí cuando muriera.

Intenté encogerme todo lo posible para que no me viera, pero sus ojos fríos nos localizaron al momento, probablemente porque habíamos faltado un domingo a misa. Sorprendentemente, no parecía enfadado, sólo desconcertado. Nos contempló a los tres y los finos labios le temblaron. Se quedó mirando a Coyote y éste le sostuvo la mirada largo rato. El padre Abel-Louis parecía hipnotizado como una rata ante una serpiente. Yo no veía a Coyote, pero conocía perfectamente su expresión: miraba al sacerdote con respeto y atención, pero con total seguridad en sí mismo. El cureton había sido vencido sin que yo entendiera por qué. Sólo sé que aquel día obtuvimos una pequeña victoria.

Finalmente, el padre Abel-Louis salió de su estupor y saludó a la congregación. No volvió a dirigirnos la mirada, actuó como si no estuviéramos, pero parecía empequeñecido, como si Coyote hubiera adivinado que en realidad era un usurpador en la Casa de Dios, y como si este conocimiento le hubiera arrebatado el poder. Entonces comprendí que el cielo estaba a salvo, que cuando yo muriera tendría un sitio adonde ir, y que allí estaría mi padre esperándome.

Aquella mañana pensé en Dios más que ningún otro día. Por primera vez, sentí su presencia en la iglesia. Su luz era más grande que la oscuridad que el padre Abel-Louis traía consigo, y Su amor absorbió mi miedo hasta dejarme libre de temores. Recordé a mi padre, su rostro, sus bonitos ojos azules y su amable sonrisa. Recordé con ternura el día en que me cogió en brazos y bailó conmigo por la habitación. Notaba cómo me abrazaba y me apoyaba la cara contra su mejilla mientras en el gramófono sonaba una música de violines. Casi sentía la vibración de su risa, y hubiera querido reírme como me reí entonces, con una risa alta y clara como una campana.

No me hundí en el asiento, sino que miré al padre Abel-Louis a los ojos, sin miedo, igual que el día que encontré el valor de enfrentarme a Monsieur Cézade y a los mirones. Con Coyote a mi lado, me sentía capaz de cualquier cosa. Miré a Claudine, a mi derecha, y vi que me miraba llena de orgullo. Ella detestaba al cureton tanto como yo y entendió nuestra victoria. Mi pecho se expandió todavía más, se llenó de calor, el nudo interior se deshizo, llenándome y haciendo que me costara respirar.

Los fieles recitaron el padrenuestro y el sacerdote canturreó las preces con voz débil y vacilante. «Pax Domini sit semper vobiscum». De pronto noté un hormigueo en todo el cuerpo y una nueva ligereza, como si me hubiera desprendido de una pesada capa. Sin razón aparente, me sentía inmensamente feliz. Supongo que el cielo se había despejado mientras tanto, porque la iglesia se iluminó de repente con una luz gloriosa, y en medio de esa luz radiante oí una voz hermosa y pura como una flauta. Y también los fieles la oyeron, porque se fueron callando para escuchar aquel canto que se elevaba bellísimo por encima de sus voces: «Et cum spiritu tuo».

Transcurrieron unos segundos antes de que me diera cuenta de que esa voz angélica era la mía.

13

Dejé de cantar al ver la expresión horrorizada del padre Abel-Louis. Se había hecho un silencio absoluto. Nadie se atrevía a moverse en medio de aquel suceso milagroso. Todas las miradas estaban puestas en mí, y casi me derrumbo bajo su peso. Incluso mi madre y Coyote se habían quedado sin habla.

El padre Abel-Louis, en medio del rayo de luz que entraba por la ventana de la iglesia, se había quedado pálido y sin sangre, como los cerdos que cuelgan de un gancho en la boucherie. Movía los labios nerviosamente, pero no sabía qué hacer ni qué decir. Dios había hablado, y su voz era infinitamente más poderosa que la suya, nadie podía negarlo. El padre Abel-Louis deseaba atribuirse el milagro, y se acercó a mí con expresión expectante. Yo me había quedado tan perplejo al oír mi voz que permanecí inmóvil, sin parpadear siquiera. No me atrevía a hablar, por si me había quedado mudo otra vez, pero cuando el sacerdote estuvo tan cerca que me llegaba el olor de su ropa, mezcla de sudor y de alcohol, retrocedí. Él me tendió la mano y yo dudé, porque mi odio por él estaba tan arraigado que me daba miedo tocarlo. Pero sus ojos negros se clavaron en mí, y finalmente me vencieron. Para mi vergüenza, algo en el fondo de mi alma, pequeño y secreto, deseaba su aceptación. Le tendí una mano vacilante, esperando recibir un poderoso apretón, pero sólo noté su palma blanda y sudorosa.

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