Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Me di cuenta de que mi madre estaba nerviosa. Llevaba toda la mañana con el ceño fruncido, como si estuviera malhumorada, pero no era así. El milagro que me había devuelto la voz la sumió a ella en un estado de confusión. Era religiosa, y al igual que el resto de los fieles estaba convencida de que mi recuperación era obra de Dios. La vi rezar arrodillada junto a la cama, dando gracias a Dios una y otra vez en un susurro apenas audible, con las mejillas mojadas de lágrimas. Pero ése no era el problema; lo que la confundía era el cambio de actitud de la gente. Estaba más contenta antes, cuando sabía a qué atenerse. Ahora se mostraba indignada. No olvidaba lo sucedido en el verano de 1944, y desde luego no iba a perdonar. Según ella, no debían habernos maltratado.

Nos detuvimos frente a la puerta del colegio. Mi madre se agachó para alisarme las arrugas de la bata y me dio un beso en la mejilla.

– Te lo pasarás bien -dijo para tranquilizarme-. Aprenderás mucho, y en realidad les llevas bastante ventaja porque sabes inglés.

– No te preocupes de mí, maman. Sé cuidarme.

Una sonrisa de orgullo iluminó la seriedad de su semblante.

– Ya lo sé. Eres mi chevalier -dijo. Me di cuenta de que esta vez había omitido la palabra «pequeño».

Tuve que armarme de valor para reunirme con los otros niños. No me dijeron nada, se me quedaron mirando abiertamente, como hacen los niños. Me sentí un bicho raro, como un pez que abandona la seguridad del arrecife de coral y se encuentra en mar abierto, sin un lugar donde esconderse. De pronto una profesora se me acercó corriendo.

– Mischa, ven conmigo -me dijo con amabilidad. Tenía el pelo liso y castaño, bonitos ojos dorados y una sonrisa amplia y sincera-. Es tu primer día. Seguro que estás un poco nervioso, pero no tienes por qué. Me llamo Mademoiselle Rosnay y soy tu profesora.

Apoyó una mano en mi hombro y me condujo hasta la clase a través del ruidoso enjambre de niños. El aula olía a desinfectante. Había varias hileras de mesas de madera, una pizarra, y dibujos de los alumnos clavados con chinchetas en las paredes. Un grupo de niños jugaban con un yoyó, pero pararon el juego para observarme. En el aula se hizo el silencio.

– ¡Mischa!

Sentí un inmenso alivio al reconocer la voz.

– ¡Claudine!

– Ah, qué bien que seáis amigos -dijo Mademoiselle Rosnay.

– ¡Estás en mi clase! -exclamó alegremente Claudine-. Yo puedo cuidar de él, ¿verdad que puedo, Mademoiselle Rosnay?

– Por supuesto. -Mademoiselle Rosnay me señaló mi pupitre-. Tú te sientas aquí.

Contemplé mi pupitre con orgullo. La superficie estaba rayada, cubierta de manchas de tinta y de mensajes grabados en la madera por anteriores generaciones de niños, pero era mío. Tenía mi lugar en la escuela, igual que los demás niños. Levanté la tapa y guardé dentro del pupitre el plumier que me había dado mi madre.

– Estoy muy contenta de que hayas recuperado la voz, Mischa. -Claudine me tocó el brazo-. Sabía que la recuperarías.

– Me resulta un poco extraño -dije.

No era cierto, pero la situación me resultaba abrumadora. No sabía qué decir.

– Desde luego. El cureton se quedó muy parado. Se puso blanco, luego azul, luego gris, y finalmente rosa, de ese rosa sudoroso y horrible que apesta a alcohol. Eres un santo, Mischa. Mi madre dice que si te toco me darás buena suerte… ha cambiado de opinión.

– ¿Quieres decir que no le importa que seamos amigos?

– De ninguna manera. En realidad quiere que lo seamos, y que yo te toque todas las veces que pueda para que sucedan cosas maravillosas.

Le dirigí una mirada de complicidad.

– No creo que pase nada, porque en realidad no soy un santo.

Claudine sonrió.

– No importa, prefiero que seas normal. Los santos son muy aburridos. Te voy a presentar a los otros -dijo, haciendo un gesto de saludo al grupo de niños.

Los chicos se nos acercaron con desgana y me miraron recelosos, con las manos en los bolsillos.

– ¿Así que eres un milagro? -dijo uno.

– Dios le devolvió su voz -explicó Claudine- y él tuvo una visión. ¿No es cierto, Mischa?

– ¿Una visión? -preguntó otro.

– ¿En serio? -exclamaron varios a la vez.

– ¿Y qué viste?

Sacaron las manos de los bolsillos, se apartaron el flequillo que les tapaba los ojos y me contemplaron con admiración. Yo me senté en el pupitre, apoyé los pies en una silla y les conté lo mismo que le había explicado a Madame Duval, un poco más exagerado porque me fui animando al ver sus ojos como platos y sus bocas abiertas de asombro. Claudine, como buena cómplice, me ayudó con preguntas y sugerencias. Fue una representación de dos actores, y nos salió francamente bien. Actuamos como auténticos amigos, y la sensación de camaradería y complicidad me envolvió en una cálida emoción.

Las niñas se acercaron atraídas por la historia. Querían oírla de primera mano, porque en sus casas no se hablaba de otra cosa desde la misa del día anterior. Se la repetí. Para entonces ya casi me la creía. Me acribillaron a preguntas. ¿Cómo era Jesús? ¿Había visto a Dios? ¿Llevaba mi padre uniforme en el cielo? ¿Cómo era el cielo? Respondí lo mejor que pude, inspirándome en lo que me había explicado mi madre y en las imágenes religiosas que había visto en la iglesia. Supongo que se quedaron satisfechas, porque cuando Mademoiselle Rosnay dio unas palmadas llamándonos a volver a los pupitres, se despidieron de mí palmeándome la espalda.

Bonjour, tout le monde -dijo Mademoiselle Rosnay, de pie frente a su mesa.

Bonjour , Mademoiselle Rosnay -cantamos todos a la vez.

Imité al resto de los niños y me senté. Claudine, que ocupaba el pupitre vecino, me dedicó una sonrisa dentona. Al otro lado de Claudine había un pupitre vacío.

– Quiero que deis la bienvenida al miembro más joven de la clase, Mischa Fontaine, y os pido que le ayudéis para que se sienta cuanto antes integrado y a gusto con nosotros.

Me sentía inmensamente feliz. Claudine estaba orgullosa de ser amiga mía, y yo me había ganado al resto de la clase. El asunto del milagro me había resultado de gran ayuda, y no me sentía en absoluto culpable por inventarme una visión. Después de todo, ¿quién podía asegurar que el milagro no era obra divina? Tal vez Dios había provocado el viento que había traído a Coyote. Además, le hacía un gran favor reforzando la fe del pueblo. Estaba haciendo algo bueno.

Por otra parte, estaba deseoso de aprender. Mi madre había hecho lo posible por darme una educación, pero no podía compararse con la del colegio. Era emocionante tener auténticos libros de texto y a una profesora escribiendo en la pizarra. Acabábamos de empezar la lección cuando se abrió la puerta y entró en clase un niño desaliñado, de pelo negro y ojos vivos. Mademoiselle Rosnay, disgustada, lo recibió con una mirada severa y los brazos en jarras.

– Laurent, estoy cansada de que llegues tarde. O vienes puntual, o recibirás un castigo.

El niño se encogió de hombros.

– Lo siento, problemas en casa.

Mademoiselle movió la cabeza y suspiró.

– Esto no es una excusa, ya lo sabes. Bueno, ahora siéntate.

Pareció sorprendido al verme. Entonces lo reconocí. Era uno de los chicos que jugaron conmigo en la plaza: fue el que me dio una palmada en la espalda y me dijo: «Eres muy rápido». Vi que se sentaba junto a Claudine y le susurraba algo. A partir de ese momento lo miré por el rabillo del ojo. Notaba que me observaba, y también que no le caía bien.

A la hora del recreo, la clase se dispersó por el patio. Claudine se quedó a mi lado, como leal conspiradora, y me susurraba ideas al oído para adornar mi historia. Laurent nos observaba con mirada hosca. Pronto me vi rodeado por todos los que todavía no habían oído mi historia y por los que la querían escuchar otra vez, y volví a interpretar mi papel como un actor consumado. Me sabía el discurso de memoria, y además ya sabía dónde hacer pausas para enfatizar mis palabras.

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