Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Entonces recordé lo educado que había sido con Monsieur Cézade, y cómo había saludado a los demás clientes cuando entramos en el bar a comer, lo amable que era con todo el mundo, incluso, me imaginé, con las personas que no le gustaban. Me pregunté por qué. ¿Cómo era posible ser amable con todo el mundo?

9

El aire cálido de la tarde estaba repleto de moscas pequeñitas y del chirriar de las cigarras cuando mi madre y yo bajamos por el camino que atravesaba los campos en dirección al río. Mi madre se había quitado el pañuelo de la cabeza y el delantal de trabajo, y se abanicaba con el sombrero de paja. La brisa agitaba alegremente su fino vestido veraniego. Se recogió el pelo detrás de las orejas, pero una ráfaga de viento se lo alborotó enseguida. Caminaba con gracia, moviendo las caderas, y de tanto en tanto se detenía a mirarme para leer mis pensamientos.

Yo quería decirle que sabía que le gustaba Coyote, que lo había sabido desde el primer momento. Había visto cómo se ruborizaba, había notado su mano sudorosa contra la mía. Quería preguntarle qué había pasado entre ellos aquella mañana en el huerto, pero sobre todo quería explicarle el comportamiento de Yvette en el comedor. El viento nos había traído grandes cambios; se había llevado a Joy Springtoe y me había traído a Coyote en su lugar. En el fondo, sabía que Coyote acabaría marchándose, pero no quería pensar en ello. Aunque mi madre también debía de saberlo, intentaba centrarse en el presente al igual que yo, ya que el futuro se presentaba demasiado incierto y desalentador.

– ¿En qué piensas, Mischa? -me preguntó, con una tierna sonrisa. Alcé la mirada y le sonreí-. Ah, así que ahora que eres un espía piensas que puedes leerme el pensamiento, ¿no? -Miró sonriente a lo lejos-. La verdad es que es un buen hombre. Aparte de Jacques, es el único que ha sido amable con nosotros en mucho tiempo. A lo mejor soy una tonta, no sé, pero hemos sufrido mucho… La gente ha sido cruel con nosotros. ¿No nos merecemos un poco de felicidad? Quiero decir que se equivocan con respecto a tu padre, porque era un buen hombre, pero ya no está aquí para protegernos. Ahora tenemos que cuidar de nosotros mismos. Nunca pensé que volvería a enamorarme. Cuando tu padre murió, se me congeló el corazón, se me quedó frío como una bola de nieve. Sólo me funcionaba una parte, y es la que te pertenece a ti, cariño. -Me tomó por el hombro y me acercó a ella-. Estoy asustada, mi pequeño chevalier -susurró-. Me asusta amar de nuevo.

Supimos que estábamos cerca de Coyote antes de verlo, cuando una ráfaga de aire con aroma a pino nos trajo su voz y el rasgueo de su guitarra. Mi madre se puso el sombrero y yo salí disparado como un perro tras un conejo. Lo encontré en el mismo claro que la primera vez, apoyado contra el tronco de un árbol y el sombrero ladeado en la cabeza. Me dirigió una sonrisa tan torcida como su sombrero, pero no dejó de cantar, ni siquiera cuando llegó mi madre y se sentó en la hierba.

«Cuando paseaba por las calles de Laredo», cantaba. Tenía una voz profunda y melodiosa, un poco áspera, igual que el toffee antes de que el azúcar se funda completamente: pastoso, oscuro, granuloso, y se sentía a sus anchas; cantar con su guitarra le resultaba tan natural como al pájaro trinar en la rama. Se quedó mirando a mi madre y ella le devolvió la mirada. Era la mirada íntima e intemporal de dos amantes que llevaran años separados, con un silencio cargado de significado. Yo entonces no era consciente, pero mi madre llevaba los sentimientos pintados en la cara y en el cuerpo. El rubor de sus mejillas, el balanceo de sus caderas, la dulzura de su expresión, antes endurecida por la tragedia, todo en ella gritaba que estaba enamorada, pero nada resultaba tan elocuente como aquella mirada con la que expuso su corazón desnudo.

Me pregunté cuántas veces se habrían visto en los últimos días. Mientras yo alcanzaba cosas para Yvette o correteaba por los campos con Pistou, ¿se habrían estado viendo en secreto, como aquella vez en el huerto? Tal como se miraban, parecía que sí, pero yo no me sentía excluido. Estaba encantado. Quería que se casaran, que fuéramos felices para siempre. Coyote era el príncipe de un cuento de hadas en el que yo podía creer.

Mientras Coyote cantaba, mi madre arrancó una florecilla azul y la hizo girar entre los dedos. Coyote sólo apartaba los ojos de ella para mirarme a mí. Fue como una flor cuando recibe los rayos del sol. Mi cara se encendió de placer y le devolví la sonrisa, en una abierta expresión de confianza. Por mi cuerpo se esparció un calor que me penetró hasta lo más íntimo y deshizo el frío de mi alma. Mi corazón suspiraba con nostalgia por ese hombre que una vez me había mirado con tanto afecto, y se me llenaron los ojos con lágrimas de emoción. Avergonzado, miré al suelo, y cuando alcé la cabeza Coyote seguía cantando para mí.

Mi madre estaba tan encandilada que por una vez se desentendió de mí. En aquel momento la vi a través de los ojos de Coyote, tierna y vulnerable como una fruta madura, con su larga cabellera suelta sobre los hombros, suavemente agitada por la brisa, mientras jugaba con una florecilla entre los dedos. No parecía mi madre, sino una joven tímida y ruborizada.

Cuando Coyote paró de tocar, mi madre aplaudió entusiasmada.

– ¡Ha sido precioso!

– No hay nada más inspirador para un hombre que la presencia de una mujer hermosa -dijo Coyote, y mi madre soltó una ronca carcajada-. ¿No te gustaría aprender a cantar, Junior?

Por un momento, pensé que había olvidado que no podía hablar.

– Siéntate a mi lado y te enseñaré.

Colocó la guitarra sobre mi regazo, me pasó un brazo por la cintura y llevó mi mano izquierda bajo el mástil para enseñarme a pulsar el acorde de sol mayor. Mis manos eran demasiado pequeñas para aquella guitarra, pero Coyote me colocó cada dedo en la posición correcta y rasgueamos juntos. Aquella tarde aprendí a tocar tres acordes: do, sol y fa. Es sorprendente la cantidad de canciones que se pueden tocar con sólo estos acordes, y Coyote las cantó todas.

Yo tenía inmensos deseos de cantar. La voz me brotaba del pecho como lava ardiente, y en la nariz se me formaban gotitas de sudor por el calor que sentía, pero la salida estaba bloqueada. Por más que estaba a punto de estallar, no me salía la voz. Seguía siendo un pingüino, un pájaro incapaz de volar.

El sol se puso tras los árboles y nos quedamos envueltos en sombra. Coyote charlaba y rasgueaba su guitarra. Yo observaba con atención sus dedos sobre los trastes y reconocía los acordes que acababa de aprender. Nos habló de su infancia en Virginia y del anciano que conoció en el campo de maíz.

– Él me enseñó a tocar la guitarra. -Dio unas suaves palmadas al instrumento-. Decía que la música es un remedio para el alma. Nos sentábamos en lo alto de la colina, con la espalda apoyada en el muro, y mientras el sol se ponía en el horizonte, él cantaba. Tenía una voz grave, de contrabajo. Era muy triste. Tenía una grieta en su persona, una hendidura, como si su alma clamara desde el interior. Movía sus oscuras manos sobre el mástil de la guitarra y curaba poco a poco su pena. Me emocionaba tanto que me hacía llorar.

Mi madre lo observaba con atención. Ella podía ver lo que yo no veía: a un niño que correteaba descalzo en busca de cariño, como un perrillo abandonado. Había muchas cosas de Coyote que yo no entendía, pero mi madre percibió su soledad y su nostalgia con la misma claridad que si hubiera oído el lloro de un niño.

Para mí, Coyote era un mago, un hombre irresistible que se ganaba a todo el mundo con su sonrisa. Había venido a rescatarnos a mi madre y a mí y nos estaba sacando de la oscuridad para llevarnos a la luz. Con su música y su voz había hechizado a Yvette y a Madame Duval, y hasta los niños del pueblo habían olvidado su desprecio y me habían incluido en sus juegos. Había llegado de repente con un corazón lleno de compasión por todos, y nadie había podido resistirse. No me pregunté por qué había venido, no necesitaba saberlo. Estaba convencido de que nos lo había traído el viento.

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