Yvette ya estaba en la cocina y, para nuestra sorpresa, sonreía con una sonrisa beatífica, como transportada. Y no sólo eso, además cantaba. Cantaba horriblemente mal, con una voz torpe e insegura, como un pollo incapaz de volar, pero no parecía importarle; al contrario, cantaba a pleno pulmón. Su voluminoso pecho subía y bajaba mientras ella se esforzaba por alcanzar las notas más altas.
– Bonjour , Anouk; bonjour , Mischa -nos cantó, a modo de saludo.
Nos quedamos petrificados de asombro. No nos hubiéramos sorprendido más si la hubiésemos visto con barba y bigote. Resultaba extraordinario que Yvette saludara. Nunca saludaba a nadie, tampoco a mi madre, y por supuesto que no a mí. A mí nunca me llamaba por mi nombre. Para ella yo era simplemente «chico», aunque desde que le ayudaba en la cocina me lo decía con cierto afecto. Y ahora danzaba por toda la cocina con su delantal blanco, y sus anchas caderas casi golpearon contra la esquina de la mesa central, donde había media res dispuesta para la comida.
Mi madre me hizo una mueca. Yvette parecía estar borracha. A lo mejor había bajado a la bodega y se había bebido una botella ella sola, era la única explicación posible. La vimos entrar danzando en la despensa y saludar con una amplia sonrisa a Pierre y a Armande, que se quedaron tan asombrados como nosotros. Pero, a pesar de las miradas de asombro, sólo dejaba de cantar para tomar aliento. Pierre movió la cabeza con aire de resignación, como quien se encuentra ante algo inexplicable, y salió al pasillo con una bandeja cargada de cafeteras de plata. El calvo Armande fue tras él con las cestas del pan.
Hacía calor en la cocina y olía a tostadas y a leche caliente. En la cazuela borboteaban alegremente unos cuantos huevos, y en la mesa donde yo solía cortar hortalizas había un jarrón con flores frescas. Nunca había visto flores en aquella cocina, y adiviné que todo tenía que ver con el viento, con Coyote: el buen humor de Yvette, las flores, el cambio de ambiente, ahora agradable y alegre. Yvette me alzó en el aire dejando oír un gorgorito largo y sostenido de cantante de ópera. Yo adiviné lo que necesitaba y se lo alcancé. Cuando me depositó en el suelo, me dio unas palmaditas en la cabeza, al ritmo de su canción.
Mi madre se dirigió a la antecocina, donde hacía su trabajo sin meterse con nadie. Le habían dado las tareas más insignificantes porque era, junto con Jacques Reynard, la persona que más tiempo llevaba trabajando en el château , y eso molestaba al resto del servicio, así que la habían puesto a lavar y planchar sábanas, a zurcir y a limpiar la plata. Mi madre era una excelente modista, pero nunca le encargaban esos trabajos, por despecho, me parece, lo que le producía frustración, pues le gustaba coser. Los vestidos que tenía se los había hecho ella misma con viejas cortinas y sábanas, y en una ocasión, durante la guerra, se hizo una camisa con la tela de un paracaídas roto que encontró cerca del pueblo. Durante la ocupación, cuando era imposible encontrar vestidos en Francia, mi padre le regaló algunos preciosos, pero ella no los llevaba porque habrían sido un recordatorio del colaboracionismo que tan caro le costó. Los tenía guardados en un baúl en el edificio de las caballerizas, donde nadie podía encontrarlos, y en ocasiones, cuando me creía dormido, los sacaba del baúl y se los llevaba a la nariz para aspirar el olor. Supongo que intentaba recordar el olor de mi padre, o tal vez suspiraba por tiempos mejores, cuando los zapatos que recorrían los pasillos del château eran botas negras y relucientes.
Yvette no paró de cantar en toda la mañana. Pierre y Armande lavaban y secaban los platos del desayuno y me los iban pasando para que los guardara en el aparador. Yo tenía que ir corriendo de un lado a otro con la loza, pero ellos apenas me veían; yo no era más que un mozo mudo.
– Está enamorada -rió Pierre.
Al parecer no consideraba adecuado que una mala pécora como Yvette pudiera enamorarse. Tanto él como Armande eran hombres fríos y desapasionados, que sólo veían lo negativo. Yo dudaba de que hubieran sentido verdadero amor por alguien, como lo sintieron mi padre y mi madre. Ellos buscaban el fallo hasta en la mariposa más bonita, y seguro que lo encontraban.
– Para mí, que ha perdido la cabeza -dijo Armande con voz inexpresiva-. Al final tendrán que encerrarla, ya lo verás.
– Alguien debería pedirle que dejara de cantar.
– Es su canto del cisne, Pierre, que se dé el gusto. -Armande soltó una carcajada y me pasó un plato.
– Te digo que está enamorada. Ahí tienes el jarrón con las flores.
– Se están marchitando.
– Mira cómo baila por la cocina. ¿No te parece extraño?
– En la Edad Media, la gente pagaba mucho dinero por ver a los locos. -Armande dejó de secar los platos y entornó los ojos-. Además, ¿de quién se iba a enamorar? ¿De Jacques Reynard?
– Del norteamericano, que parece haber encandilado a todas las mujeres del château. -Pierre apretó los labios con mal disimulada envidia. Ya resultaba suficientemente irritante que un hombre tuviera tanto éxito con las mujeres sin esforzarse, pero que además fuera de Estados Unidos le ponía furioso. Armande inclinó su calva cabeza.
– Monsieur Magellan. Todo el mundo habla de él.
Pierre sacó los brazos del agua jabonosa y procedió a secárselos con un trapo.
– Todo ha cambiado desde su llegada. Mira a Yvette y a Lucie. Me gustaba más cuando se sentían desgraciadas, por lo menos uno sabía a qué atenerse.
Armande se encogió de hombros.
– Ahora Lucie sonríe y Monsieur Duval vaga como un buey enfurecido al que le han negado su desayuno. Ella lo evita y él se está volviendo loco. Y esto tenemos que agradecérselo a Monsieur Magellan.
– Yo le agradecería que se marchara. No me gustan los cambios, sobre todo en las mujeres. No hay nada más inquietante que una mujer enamorada.
Armande se frotó la frente, pensativo.
– Es una plaga, Pierre. Madame Duval se ha pintarrajeado como una muñeca. Las muy tontas se creen que no nos damos cuenta, pero hacen el ridículo tonteando con un hombre que podría ser su hijo.
– Y ni siquiera es especialmente guapo.
– Su francés es lamentable.
– Es simple gratitud, Armande. Si los estadounidenses no hubieran entrado en la guerra, estaríamos todos hablando alemán. -Diciendo esto, me miró, y yo me oculté rápidamente entre las sombras.
En el rostro de Armande se dibujó una sonrisa cruel.
– Si el chico pudiera hablar, hablaría alemán -dijo con inmenso despecho.
– Entonces tiene que dar las gracias por ser mudo.
– Su silencio es un regalo -añadió burlón Armande-. Porque si lo oyera hablar, le lavaría la boca con jabón.
Dirigiéndome una mirada maliciosa, movió el brazo en dirección al jabón y yo salí corriendo por el pasillo, con sus carcajadas resonándome en los oídos. No encontré a mi madre en la antecocina ni en la lavandería, y la busqué por todas partes con desespero. Cuando estaba asustado, ella era mi único refugio. Y mientras la buscaba, por dos veces tuve que esconderme. La primera vez, cuando vi a Madame Duval taloneando decidida por el pasillo en dirección a la cocina, mientras ladraba órdenes a Étiennette, su secretaria, y jugueteaba con las gafas que llevaba siempre colgando sobre el pecho. Y la segunda cuando Yvette entró como una tromba en la lavandería, seguramente en busca de mi madre. Se detuvo, escrutó la habitación con sus ojillos negros y, antes de marcharse, se lanzó a cantar. Yo no me atreví a salir por la misma puerta que ella y lo hice trepando por la ventana.
Finalmente encontré a mi madre en el huerto, hablando con Coyote. Me deslicé a través de un hueco en la cerca y me acuclillé junto al muro, donde quedaba oculto por los altos tallos de las judías y podía verlos. Mi madre, arrodillada en el suelo, arrancaba zanahorias, les sacudía las raíces y les quitaba la tierra con las manos. Pensé que era una lástima que se cubriera la cabeza con un pañuelo, porque estaba muy guapa con el pelo suelto y quería que Coyote la viera así. Además, llevaba un sucio delantal encima del vestido, pero no parecía importarle. Coyote fumaba sentado en la hierba. Se había quitado el sombrero y tenía el pelo alborotado como el de un cachorro. Desde mi escondite distinguía incluso sus ojos azules, tan brillantes como si tuviera dentro el mismo sol. Como se reía a carcajadas, sus mejillas se arrugaban y las patas de gallo se le hacían más profundas. Un calor inundó mi pecho y ensanchó mi corazón hasta que se me hizo difícil respirar. Me acerqué un poco más para oír lo que decían. Estaba acostumbrado a esconderme y lo hacía muy bien.
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