Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Después de comer nos sentamos junto a la fuente en la Place de l'Église. Miré con recelo la puerta cerrada y la oscura ventana de la iglesia, que me pareció fría y hostil, como si el propio padre Abel-Louis me estuviera reprochando que hubiera faltado a misa esa mañana. ¿Cómo nos habíamos atrevido a desafiarle? Unos niños jugaban a la gallinita ciega, se perseguían dando gritos entre los árboles, y estallaban en risas cada vez que uno de ellos perdía. Vi a la niña de pelo oscuro que me había sonreído el día anterior.

Coyote empezó a cantar «Cuando paseaba por las calles de Laredo», acompañándose de la guitarra, y me olvidé al momento de la iglesia, del padre Abel-Louis y de los niños que me excluían de sus juegos. El alma se me llenó de dicha, y sentí en el pecho la cálida emoción de ser capaz de cualquier cosa. Los niños habían parado de jugar y se acercaban a escuchar. En semicírculo frente a nosotros, como un rebaño de terneros curiosos, cuchicheaban entre sí con los ojos fijos en Coyote, aunque de vez en cuando me miraban a mí.

La niña me sonreía con simpatía. Mi incapacidad para hablar me había convertido en un experto a la hora de hacerme entender mediante la expresión y de leer la expresión de los demás. Lo que ella me decía con la mirada era: «No me tengas miedo, quiero ser tu amiga». Yo le sonreí tímidamente, agradecido por su generosidad.

Coyote cantaba y los niños se habían sentado en el suelo. Nos apretujábamos para escucharle, como amigos de toda la vida. La música nos había unido. Yo estaba muy pegado a un niño, y nuestros hombros se tocaban, pero él no se apartó, de modo que me quedé allí, consciente de nuestros cuerpos. Me parecía que mi hombro estaba ardiendo. Coyote nos hizo reír con una canción muy graciosa, se quitó el sombrero de paja y me lo encasquetó en la cabeza. Me sonrojé al ver que me había convertido en el centro de atención. El niño que estaba a mi lado me quitó el sombrero y se lo puso, y sus amigos se rieron. Pronto aquello se convirtió en un juego: Coyote cantaba sin dejar de mirarme y sonreír, y los demás se pasaban el sombrero una y otra vez.

Entonces la niña de pelo castaño se abrió paso hasta los niños de atrás, recuperó el sombrero de Coyote y me lo colocó en la cabeza, pero antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar me lo volvió a quitar y gritó: «¡A ver si me pillas!» Me levanté y corrí tras ella, y pronto todos corríamos por la plaza. Ahora yo era uno más entre los otros, y nuestros pasos resonaban contra el muro de la iglesia. Coyote seguía cantando, pero no me quitaba los ojos de encima, y yo me sentía feliz de tener tantos amigos.

Yo corría muy rápido, tan rápido como cuando jugaba con Pistou entre los viñedos, y descubrí con deleite que era más veloz que los demás niños. Era más bajito y más ligero, y corría en zigzag entre los árboles como un monito que saltara de rama en rama. No tardé en alcanzar a la niña y en quitarle el sombrero. Los otros gritaron «¡A por él!» y me persiguieron como una jauría de perros. Me asaltó el recuerdo de cómo tuve que huir de la multitud sedienta de sangre para llegar hasta mi madre, pero los niños sonreían y gritaban de placer, y me lanzaban pullas como si fuera uno más.

Estuvimos jugando toda la tarde mientras Coyote rasgueaba su guitarra, ora cantando, ora sólo tocando, y su música reverberaba contra las paredes de la iglesia mientras el sol se ponía. Las sombras se fueron alargando, y cuando por fin la formidable sombra de la iglesia acabó de tragarse las últimas luces, los niños se dispersaron. Era hora de volver a casa. Uno o dos se despidieron de mí con una palmadita en la espalda y un admirado «¡Eres muy rápido!» Había sido una tarde maravillosa, pero ¿volverían a dejarme jugar cuando Coyote no estuviera allí para encantarlos con su música? Me daba pena que se marcharan. Coyote dejó la guitarra y se puso de pie. La niña se acercó para devolverle el sombrero.

– Gracias, monsieur -le dijo, y luego me miró sonriente-. Me llamo Claudine Lamont. Sé que te llamas Mischa Fontaine y que no puedes hablar, pero no me importa.

Me embargó la emoción. La niña inclinó tímidamente la cabeza y se miró los pies.

– Corres muy rápido -dijo, lanzándome una mirada entre las largas pestañas. Tenía los ojos verdes como las hojas de los viñedos en otoño. -Gracias por la música, monsieur -añadió, y salió corriendo por las calles del pueblo-. ¡Laurent! Espérame.

Coyote se colocó el sombrero.

– Me parece que le gustas, Junior. El lenguaje del amor no necesita palabras. -Soltó una breve carcajada-. Venga, vamos a casa. Tu madre se estará preguntando dónde te has metido.

Volvimos al château en silencio, a través de los campos envueltos en la suave luz ambarina de la tarde. Los pájaros gorjeaban en las copas de los árboles, preparándose para la noche, y los grillos habían empezado su serenata entre las altas hierbas. Una liebre cruzó el camino de un salto. Coyote no pronunció palabra, pero no me importaba. Estaba acostumbrado al silencio. Lo disfrutaba. Me gustaba escuchar los sonidos de la naturaleza y mis propios pensamientos.

Me sentía profundamente feliz. Había estado jugando con los niños que hasta entonces me atemorizaban, y Claudine quería ser mi amiga. Miré a Coyote, que parecía pensativo. Lo que decía mi abuela era cierto: el vendaval había traído cambios. Ardía en deseos de contárselo todo a mi madre.

Cuando llegamos al edificio de las caballerizas, mi madre salió a recibirnos muy nerviosa.

– ¿Dónde te habías metido, Mischa? -dijo, abrazándome-. No te he visto en todo el día. ¡No tienes que desaparecer así!

– Lo lamento, señora. Hemos comido en el pueblo, y Mischa se ha pasado toda la tarde jugando con los niños en la plaza.

Mi madre miró con incredulidad.

– ¿Jugando con los otros niños? -repitió mientras me sacudía el polvo de la camisa.

– Se lo han pasado en grande, ¿verdad, Junior?

– ¿En serio? -Yo asentí, y mi madre me estampó un beso en la mejilla-. ¡Cómo me alegro, Mischa!

Se incorporó y contempló a Coyote mientras se recogía un rizo tras la oreja.

– Esto es obra suya. Muchas gracias.

Se quedaron mirándose un largo rato, hasta que la mirada de Coyote se hizo demasiado intensa y mi madre bajó los ojos. Pero antes de partir, Coyote me dio unas palmaditas en la cabeza.

– Es un valiente chevalier -dijo finalmente.

Mi madre le sonrió agradecida y se quedó contemplándole mientras se alejaba.

8

A la mañana siguiente mi madre canturreaba y movía las caderas al caminar, igual que el día en que volvimos a casa con Coyote. Se había dejado el pelo suelto y tenía los ojos brillantes. No me hacía falta nada más para comprender que los dos se gustaban. En realidad lo había sabido desde el principio.

Yo quería ir cuanto antes al château a cumplir mi misión con Yvette porque a lo mejor podría ver a Coyote. Me escondería en el pasillo y le esperaría, igual que solía hacer con Joy Springtoe. Así que me vestí a toda prisa y engullí el desayuno mientras mi madre tomaba su taza de café y hablaba sin parar. Estaba tan contenta de que yo hubiera hecho amigos que no me había dejado acostarme sin poner por escrito los acontecimientos del día. Aguardó pacientemente mientras yo escribía a mi manera lenta y dificultosa, y me insistió en que recordara todos los detalles.

– Es un mago, no hay otra explicación -dijo.

Tuve entonces deseos de hablarle de Pistou y de decirle que Coyote lo veía también, pero mi escritura era tan lenta que lo dejé correr.

Era temprano cuando atravesamos el patio enlosado que llevaba a las cocinas del château. Los primeros rayos del sol daban en las altas chimeneas, pero el edificio estaba todavía sacudiéndose el torpor de la noche. Mi madre llevaba el pelo suelto y su uniforme de trabajo, un vestido negro con florecillas blancas y amarillas. Estaba muy guapa y olía a limones. Me di cuenta de que tenía tantas ganas como yo de ver a Coyote.

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