Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Aquella noche mi madre se quedó largo rato sentada frente al tocador, mirándose en el espejo. Se había apartado el pelo de la cara, una cascada de rizos color chocolate se derramaba sobre sus hombros y su espalda, dejando ver el pico de viuda en lo alto de la frente. El sol había bronceado su piel, y tenía las mejillas suaves y sonrosadas. Me senté en la cama para contemplarla. A mis ojos no era vieja ni joven, siempre había sido mi madre, pero ahora intenté verla como una mujer, una mujer joven, porque sólo tenía treinta y un años. Intenté verla como la veía Coyote. A lo mejor se casaban y yo volvía a tener un padre. Y nadie hablaría mal de él porque era norteamericano.

Mi madre vio mi reflejo en el espejo.

– Nunca dejaré de querer a tu padre, Mischa. -A la mortecina luz de la bombilla que colgaba desnuda del techo, vi su expresión solemne y sus ojos brillantes-. A lo mejor estuvo mal enamorarse del enemigo, pero para mí él no era el enemigo. Era siempre amable y caballeroso, y no creo que le hiciera daño a nadie. No importa de dónde venga una persona, ni el color de su piel, el uniforme que lleve o el bando en el que luche. En el fondo sólo es un ser humano, y todos somos iguales. Lo que importa en una persona es el corazón. Tu padre era un buen hombre, Mischa, no lo olvides. No te creas a nadie que diga lo contrario. Era un hombre de honor. Si los demás pudieran verle como era de verdad, como yo lo vi, me entenderían.

Sacó su fotografía enmarcada del cajón del tocador.

– Era muy guapo -dijo con dulzura, acariciando el cristal con los dedos.

Yo había visto la fotografía muchas veces. A menudo la sacaba y la estudiaba cuidadosamente, intentando rescatar recuerdos del fondo de mi memoria, entonces demasiado joven para recordar. Tenía pocos recuerdos y los atesoraba como objetos de gran valor, tan preciosos como la pelota de goma que me había regalado.

– Te pareces a él, Mischa -continuó mi madre-. Cada vez que te miro pienso en él. Tienes el mismo color de pelo, los mismos ojos azules y la misma boca bien dibujada. Él estaba muy orgulloso de ti, su hijo. Cuando pienso que nunca te verá crecer, se me parte el corazón. -Se detuvo para controlar el temblor de su voz-. Te convertirás en un hombre tan guapo y honorable como él, Mischa. Él ha muerto, pero sigue viviendo en ti.

Guardó la fotografía y empezó a cepillarse el pelo. Cuando volvió a la cama yo ya estaba adormilado. Noté su cuerpo frío y deduje que había estado sentada frente a la ventana abierta, contemplando las estrellas para ver si distinguía a mi padre, o reflexionando sobre el cambio que había traído la tormenta. Coyote Magellan había llegado con el vendaval, y yo confiaba en que se quedara. Tenía miedo de que se marchara y me abandonara, igual que Joy Springtoe. Entonces volveríamos a quedarnos solos, mi madre y yo, siempre solos los dos.

Aquella noche tuve la misma pesadilla de siempre. Estoy en brazos de mi madre, en la plaza del pueblo. La gente nos grita. Tengo miedo y me agarro con fuerza a ella, Unos vecinos cantan a voz en grito canciones triunfales, y otros, con los rostros congestionados de furia, aúllan como perros salvajes, En los ojos saltones de Monsieur Cézade leo una locura que nunca había visto. Veo el rostro impasible del padre Abel-Louis, que se comporta como si no nos conociera y deja que los demás se nos echen encima. No hace nada por evitar que ocurra lo peor; se limita a toquetear el crucifijo que le cuelga sobre el pecho. Aunque es un hombre de Dios, no siente compasión por nadie.

Intentan arrancarme de los brazos de mi madre, a los que me aferro como una lapa. Aterrorizado, grito y extiendo los brazos, abro las manos cuanto puedo. No entiendo lo que ocurre ni por qué nos hacen esto, sólo tengo dos años y medio. Soy demasiado pequeño para luchar, y por más que me debato y pataleo, alguien me pasa un fuerte brazo alrededor del vientre y me separa de mi madre, a la que gritan «traidora» y «puta». Todos se abalanzan sobre ella, y le hacen jirones la ropa hasta dejarla desnuda como un conejo despellejado. Entre tres mujeres la obligan a arrodillarse y le cortan el pelo a golpes de cuchillo. Mi madre no llora. Silenciosa y desafiante, me mira todo el rato, intentando tranquilizarme, pero yo intuyo su propio miedo. Aquel día, el mundo seguro y tranquilo que conocía desapareció para siempre. Maman! grito, pero mi voz se pierde entre los aullidos de los que quieren castigarla. Tengo que mirar cómo le cortan el pelo, un mechón tras otro, hasta que aparece la cabeza desnuda y sangrante. Ella repite, una y otra vez: «No hagáis daño a mi hijo», con una voz firme y decidida que no me resulta familiar. Pero la multitud está borracha de odio y es capaz de cualquier cosa.

Gritan: «¡Un niño alemán!», y me alzan en brazos para que todos me vean.

– Sólo es un niño. Por favor, no le hagáis daño -pide entre sollozos. Está temblando y tiene los ojos llenos de lágrimas-. No le hagáis daño a mi hijo, os lo ruego. Llevadme a mí, pero dejad al niño.

Los brazos que me sujetaban me dejan en el suelo. Gateo asustado hacia mi madre, convencido de que mi vida depende de que la alcance, pero está lejos y las piedras me hacen daño en las rodillas. Por fin me siento a salvo. Mi madre me coge en brazos y me mece, con el cuerpo sacudido por los sollozos. Me besa en la sien y me susurra al oído con voz quebrada por el llanto: «No te dejaré nunca. Nunca te abandonaré, hijo mío, mi pequeño chevalier ».

De repente aparece un hombre y la multitud se dispersa. Viste un uniforme verde oliva que no había visto nunca. Se quita la camisa y se la echa a mi madre sobre los hombros.

– ¡Debería daros vergüenza atacar así a vuestra propia gente! -grita, pero nadie le oye. Me pone una mano en la cabeza-. Ya ha pasado todo, hijo.

Quiero responder y abro la boca, pero no sale ningún sonido. Me han quitado la voz.

Me desperté porque mi madre me estaba acariciando la cabeza y besándome en la frente.

– ¿Otra vez la pesadilla? -Asentí y enterré la cara en su cuello-. Ya nadie te puede hacer daño, cariño. Ahora estás a salvo.

Cuando estaba a punto de quedarme dormido, mi madre volvió a hablar.

– Mañana no iremos a misa, Mischa. Es hora de que nos enfrentemos al cureton.

Cureton era el término infantil para referirse al cura. Casi no podía creerlo. Olvidándome de mi pesadilla, me acurruqué junto a ella y le planté un beso en el cuello para demostrarle mi agradecimiento. Mi madre apoyó los labios en mi frente y me susurró:

– Es un hombre débil y asustado, cariño, un lobo desdentado, créeme.

A la mañana siguiente, me desperté lleno de ilusión. Coyote Magellan estaba en el hotel y todo iba a cambiar. Estaba seguro, tenía fe en el poder de las tormentas. Y supongo que mi madre también porque canturreaba mientras se vestía. Era la primera vez que la oía canturrear. Sentada ante el espejo, jugaba a ponerse el pelo de mil maneras, y luego iba distraída a un lado y a otro, como si su alma estuviera muy lejos de allí. Se maquilló y se salpicó el escote con agua de colonia. Cuando se agachó y me dio un beso en la nariz, me envolvió en una nube de aroma a limón.

– Pórtate bien, Mischa y no corras por ahí. Todavía te estás recuperando.

Yo le pasé la mano por el cabello y le dije con la mirada: «Estás guapa». Ella sonrió, me tocó la nariz con el dedo y se marchó.

Con la pelota de goma y el Citroën amarillo en el bolsillo salí al patio, donde encontré a Pistou. Por primera vez desde la partida de Joy Springtoe, me sentía feliz. Fuimos corriendo al jardín, donde había muchos lugares para esconderse: arbustos recortados, olorosas gardenias, macizos de magnolias y espesas matas de clavel moro. También eucaliptos, sauces llorones, y altos lirios de agua en tiestos de terracota. En la parte sur del château había una terraza con mesitas redondas, donde los huéspedes del hotel podían sentarse a tomar café o a leer bajo una pérgola cubierta de rosas blancas.

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