Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Una noche me despertó el rugido del viento, un vendaval que quebraba las ramas de los árboles y llegaba acompañado de una lluvia intensa, horizontal. Era un fenómeno muy raro en verano. Mi madre se despertó también y nos sentamos junto a la ventana para ver la tormenta en la oscuridad.

– ¿Sabes una cosa, Mischa? Mi madre, tu abuela, decía que los vendavales de verano anuncian un cambio. -Apoyó la cabeza en el brazo doblado y me miró con expresión infantil. Era muy supersticiosa, y por supuesto siempre tenía razón. Tenía razón en todo. Exhaló un hondo suspiro y sus suaves ojos castaños se llenaron de lágrimas-. Me pregunto qué pensaría ahora de mí. ¿Crees que puede verme desde el cielo? Seguro que cruza los brazos sobre el pecho y me mira con desaprobación, chasqueando la lengua. Pero a ti, pequeño chevalier , te habría adorado. Estaría muy orgullosa de ti. -Se inclinó hacia mí y me tocó el brazo-. Ya sé que estabas enamorado de Joy Springtoe, Mischa. A mí también me entristece que se haya ido, porque trajo el sol a esta casa. Quiero que sepas que te entiendo. El amor duele, cariño. Duele cuando están contigo y duele cuando se van, y duele todavía más cuando sabes que no volverás a verlos. Pero los momentos de felicidad que has vivido hacen que todo ese sufrimiento valga la pena. Y te prometo que con el tiempo podrás recordarla sin sufrir. Incluso es posible que vuelva el año próximo. Su novio murió cuando liberaba este pueblo, como un héroe, y ella vuelve aquí para recordarlo. Estoy segura de que también te echa de menos.

Conseguí esbozar una sonrisa y seguí contemplando el vendaval. Mi madre me leyó los pensamientos.

– Espero que nos traiga cambios a los dos.

Al día siguiente, sábado, mi madre propuso que fuéramos caminando al pueblo. Yo escondí la cabeza entre los hombros y puse mala cara. Odiaba el pueblo, para mí todavía lleno de malos recuerdos. Pero mi madre quería que afrontara mis miedos y los superara, así que dijo:

– Sólo con la práctica puede un chevalier aprender a luchar y a ganar.

A regañadientes, bajé con ella las escaleras de madera que llevaban al patio. Antes de que el château se convirtiera en hotel, el edificio de las caballerizas estaba lleno de caballos preciosos, musculosos y de pelo brillante. Cuando yo era muy pequeño, mi padre me subió a uno, y todavía recordaba la emoción que sentí cuando el caballo empezó a andar -clip, clop, clip, clop- sobre las losas de piedra mientras él llevaba las riendas. Ahora sólo quedaban dos caballos, y eran animales de carga, grandes y pesados, que se utilizaban para el trabajo en los viñedos. Jacques Reynard los había entrenado para caminar en línea recta entre los viñedos, y les había enseñado a utilizar la fuerza precisa para clavar el arado en el suelo y arrancar las raíces, pero sin dañar las raíces principales.

Cuando emprendimos el camino al pueblo, el miedo me atenazaba el estómago. Lejos de sentirme un pequeño chevalier , sólo tenía ganas de dar media vuelta y salir corriendo, pero la idea de que mi madre tuviera que verse sola en medio de tantos enemigos me dio fuerzas para seguir con ella. La tormenta de la pasada noche había pasado, dejando el suelo mojado y las hojas de los árboles limpias y relucientes, un poco estropeadas por el viento. Ya me había olvidado de lo que decía mi abuela sobre el cambio que traía la tormenta, y creo que mi madre se había olvidado también, porque no lo mencionó.

Recorrimos las calles del pueblo entre la hostilidad de costumbre, seguidos por las miradas que espiaban tras las cortinas de encaje. Al principio era peor: nos gritaban «bastardo alemán», «traidor», «pequeño nazi», «puta». Ahora sus insultos habían quedado reducidos a murmullos y miradas de odio. Siempre me fijaba en los niños. La mayoría imitaban a sus padres y me contemplaban con desprecio, y alguno ponía cara de desconcierto, como si no supiera qué hacer. Por eso me sorprendió que una niña me sonriera con simpatía. Era una niña ligeramente dentona, de pelo castaño y mejillas sonrosadas, y su sonrisa era cautelosa pero sincera. Hubiera querido corresponderle, pero el miedo torció mis labios en una mueca. Mi madre se detuvo delante de la boulangerie , un establecimiento que yo detestaba. Me gustaba lo que vendía, los dulces del escaparate, pero me aterraba el panadero, un tipo alto y grueso que solía aparecer en mis pesadillas.

Mi madre me apretó la mano y tomó aliento como si fuera a lanzarse al agua. Y entramos. La campanilla de la puerta anunció nuestra presencia. El panadero, con una amplia bata blanca que apenas le tapaba la inmensa tripa, salió de detrás de una cortina de cuentas de colores. Al vernos frunció el ceño y puso mala cara. Mi madre lo saludó con educación: «Bonjour, monsieur». Monsieur Cézade se limitó a contestar con un gruñido. Mi madre continuó con la farsa de que éramos clientes normales y corrientes.

– ¿Qué te apetece, Mischa? -me preguntó con despreocupación.

El panadero me miraba fijamente y su boca se torció en una mueca de repugnancia, como si le disgustara mi sola presencia. Atemorizado, me acerqué a mi madre, sin saber qué contestar. En aquel momento se abrió la puerta, y el sonido de la campanilla me libró de la atención de Monsieur Cézade, que saludó con efusión al nuevo cliente para enfatizar el desprecio que le inspirábamos.

Bonjour, monsieur -dijo con entusiasmo.

Bonjour.

El desconocido tenía un fuerte acento similar al de Joy Springtoe. En cuanto lo vi, me sentí mucho más tranquilo. Era el hombre más rematadamente guapo que había visto jamás. A continuación, se dirigió a mí.

– Eh, hola, Junior -me dijo sonriendo.

Me resultó muy simpático. Desprendía un encanto y una calidez irresistibles. Cuando sonreía, se encendía una chispa de malicia en sus ojos de un azul intenso, y las comisuras de su boca se curvaban tanto que sus mejillas se plegaban como un acordeón.

– ¿Qué te apetece? -me preguntó, haciéndose eco de la pregunta de mi madre de hacía poco rato.

– No puede hablar -le explicó el panadero, y su voz sonó despectiva-. Es mudo.

El estadounidense dirigió a mi madre una sonrisa de complicidad.

– Con lo guapo que es, no necesita hablar -dijo.

Mi madre se puso roja como un tomate y bajó la mirada. Noté que su mano estaba sudorosa.

El hombre se presentó.

– Coyote Magellan -dijo, tendiéndole la mano, y mi madre se la estrechó-. Bueno, ahora a lo mejor puede usted ayudarme. ¿Cuál es el mejor pastel de esta pastelería? -preguntó en inglés.

Mi abuelo materno era irlandés, de manera que mi madre entendía y hablaba bien el inglés. Yo deseé que Monsieur Cézade no entendiera nada.

– A mi hijo le gustan las chocolatines -dijo mi madre, señalando el escaparate.

– Qué buena elección. A mí también me gustan -dijo, satisfecho de que mi madre hablara su idioma-. J'en prendrais trois, s’il vous plaît -dijo, dirigiéndose a Monsieur Cézade, que asistía asombrado a la escena.

El panadero suspiró hondamente y metió los tres pastelillos en una bolsa de papel marrón. Al parecer había entendido por qué el norteamericano pedía tres.

Coyote se volvió hacia mi madre.

– Los invito a acompañarme al café de al lado. No podría comerme estos tres pasteles yo solo ni aunque lo intentara.

Y de no ser por Monsieur Cézade, estoy seguro de que mi madre habría declinado la invitación, pero le halagó que aquel desconocido atractivo y lleno de encanto la invitara delante del hombre que la había humillado. Y la atrajo también el desafío, porque no estaba bien visto aceptar la invitación de un hombre que acababa de conocer y del que nada sabía. Así que respondió con la cabeza bien alta.

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