Santa Montefiore - La Virgen Gitana

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Poco antes de morir, la madre de Mischa dona al Museo Metropolitano de Nueva York La Virgen gitana, un cuadro original del afamado pintor renacentista Tiziano, que ella había ocultado todos esos años sin que su hijo lo supiera. Poco a poco, Mischa descubre que esa misteriosa e hipnótica pintura está muy relacionada con su propia vida, en especial con los difíciles años de su infancia durante la posguerra europea. La súbita reaparición de un antiguo compañero sentimental de su madre, que había desaparecido de la faz de la tierra treinta años antes, planteará nuevas preguntas e inquietudes. En sus esfuerzos por desvelar el misterio de esa obra de arte escondida en secreto durante tanto tiempo, Mischa descubrirá amores, resentimientos y sensaciones que creía olvidados pero que lo habían marcado desde su más tierna infancia.

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Entramos en la iglesia y avanzamos por el suelo de losetas, por delante de severas estatuas de santos y de los fieles que nos observaban con hostilidad, hasta las primeras filas de sillas donde solíamos sentarnos. Mi madre se arrodilló y apoyó la cabeza en las manos, como hacía siempre. Yo me atreví a mirar alrededor. La gente murmuraba y nos miraba. Las señoras mayores hacían gestos de asentimiento, como si aprobaran que mi madre estuviera de rodillas pidiendo perdón. Mi mirada se encontró con la de una señora y aparté la vista. Tenía ganas de llorar, me picaban los ojos.

El padre Abel-Louis entró -una imagen siniestra con su túnica púrpura- y los murmullos cesaron. No pude evitar una mueca de disgusto. Tarde o temprano, clavaría la mirada en nosotros y nos haría sentir el peso de su reprobación. Mi madre se sentó. Su movimiento habría llamado la atención del sacerdote, de no ser porque cada domingo nos sentábamos en las mismas sillas, frente a una melancólica Virgen María. El padre Abel-Louis volvió hacia nosotros su mirada severa y empezó a hablar. Me estremecí. ¿No se daba cuenta mi madre de que esta iglesia ya no era la casa de Dios?

Saqué del bolsillo mi pelotita de goma y jugueteé con ella, la única forma de superar mi terror. La hacía girar sobre la palma de la mano y me acordaba de mi padre. Si mi padre hubiera estado vivo, no habría permitido que pasáramos miedo. Habría atado al cura en medio de la plaza y le habría hecho pagar sus maldades. Nadie era más importante que mi padre, ni siquiera el padre Abel-Louis, que se creía el mismo Dios. Cómo deseaba que mi padre estuviera allí para protegernos. No me atrevía a alzar la vista por si el cura me leía los pensamientos. Como era imposible resistir el peso de su mirada acusadora, intentaba no mirarle. Si no le miraba, estaría a salvo. Si me tapaba los oídos para no oír su voz, casi podía creer que no estaba. Casi.

Finalmente, el reloj dio las doce y el cura invitó a los fieles a tomar la comunión. Era el momento de marcharnos. Me puse en pie de un salto y seguí a mi madre. Sus tacones resonaban en el suelo de piedra. Siempre deseaba que fuera más discreta a la hora de marcharse. Era como si quisiera que todo el mundo la oyera. Noté la mirada del cura clavada en mi espalda y pude oler su ira como si fuera humo. Pero no miré a mi alrededor y me limité a seguir a mi madre con la mirada fija en sus tobillos, en esos calcetines blancos que le daban un aspecto más de niña que de mujer.

En el camino de vuelta retocé como un perrito al que hubieran tenido encerrado un tiempo en una jaula: perseguía mariposas, pateaba las piedras y saltaba sobre las largas sombras que arrojaban los cipreses sobre el camino. No tendríamos que volver a la iglesia en una semana. Cuando finalmente apareció el château en todo su esplendor, sentí un gran alivio. Mi hogar estaba allí, tras las paredes color arena y las altas ventanas de postigos azules. La imponente puerta de hierro guardada por leones de piedra sobre los pedestales representaba un refugio frente a la hostilidad exterior. Aquella casa era todo mi mundo.

3

Yvette se mostraba desagradable con todos. Siempre estaba ceñuda, con una mirada iracunda y los finos labios apretados en una mueca desdeñosa. Era una mujer gruesa, que ejercía en la cocina un control férreo y absoluto, decidida a causar el mayor sufrimiento posible a sus subordinados. Cuando gritaba y golpeaba la mesa con el puño, la rabia la hacía resoplar como a un toro hasta el punto de que parecía salir vapor de sus narices. Sólo se mostraba sumisa y obediente cuando Madame Duval entraba en sus dominios. Ante ella inclinaba la cabeza y se frotaba las manos, pero nunca sonreía.

Yo era su víctima ideal. No me gustaba entrar en la cocina, pero a veces no quedaba más remedio. A Madame Duval no le gustaba que un niño de mi edad correteara por ahí todo el día sin nada que hacer, y le ordenó a Yvette que me encargara tareas en la cocina, así que me pusieron a trabajar. De rodillas, tenía que frotar las losas de piedra hasta que me dolían las rodillas y me escocían las manos. También ayudaba a secar la vajilla, con mucho cuidado de no romper nada, porque los coscorrones que la poderosa mano de Yvette me propinaba en la nuca resultaban más dolorosos que las bofetadas de Madame Duval. Me ponían a lavar las verduras, a pelarlas y a cortarlas, a recoger los huevos en el gallinero y a ordeñar las vacas. Aquel año, por extrañas razones, me convertí en indispensable. De ser un incordio pasé a ser una inesperada bendición.

La cocina era una estancia amplia. Del alto techo y de las paredes colgaban las cazuelas de cobre, las sartenes y otros utensilios, así como ristras de ajos y cebollas y ramitos de hierbas aromáticas. Y a pesar de su terrible carácter, Yvette era bajita, de manera que cada vez que quería algo tenía que subirse a la escalera de mano, que milagrosamente no llegaba a romperse bajo su enorme peso. Además, Yvette era mayor -por lo menos para mí- y tenía vértigo. En cuanto subía un peldaño le crujían las articulaciones y le temblaban los gruesos tobillos. A menudo les pedía ayuda a Armande o a Pierre, hasta que un día tuvo una inspiración.

– Niño, ven aquí -dijo mirándome con ojos brillantes.

Obedecí al instante, suponiendo que el suelo no había quedado lo bastante brillante o que había pelado las zanahorias que no debía. Yvette me agarró por el cuello de la camisa con su manaza y me levantó en vilo, como si fuera un pollo al que iban a sacrificar. Yo pataleaba y me debatía, lleno de miedo.

– ¡Estate quieto, bobo! -me gritó-. Quiero que me alcances esa sartén.

En cuanto descolgué la sartén del gancho, volvió a dejarme en el suelo. Sentí alivio, y luego una gran sorpresa cuando ella me tocó la cabeza y me dio unas cariñosas palmaditas de agradecimiento. Fue un gesto inesperado, también para ella, probablemente. Desde aquel instante dejé de ser el niño esclavo que trabaja en la penumbra para convertirme en una herramienta fundamental. A Yvette le gustó el invento y me utilizaba continuamente, más de lo necesario. En cuanto a mí, me aficioné a que me alzaran en el aire y estaba orgulloso de mi nuevo papel. Ahora que me había convertido en su «agarrador» especial, Yvette ya no me pegaba, ni siquiera cuando me dejaba una mancha en el suelo. En ocasiones, cuando estaba ahí en el aire con los pies colgando y los brazos extendidos, tratando de agarrar los objetos más altos, me pareció que Yvette se reía suavemente.

Pero lo que más me gustaba era ayudar a Lucie con las habitaciones. Era un hotel pequeño, de tan sólo quince habitaciones, y algunos huéspedes se quedaban durante semanas, como era el caso de los Tres Faisanes. Yo ignoraba cuánto tiempo pensaba quedarse Joy Springtoe. Según mi madre, venía cada año para recordar a su novio, muerto en acto de servicio un día después de liberar el pueblo, hacia el final de la guerra. A mi madre le parecía especialmente triste que hubiera muerto cuando todo estaba a punto de acabar, cuando los alemanes se retiraban.

Lucie no era tan bonita como Joy. Tenía el pelo negro, que se recogía en trenzas, la cara redonda y pálida como una tarta sin decorar. No hablaba mucho y, como otras muchas personas, dedujo que si yo era mudo, también debía de ser sordo. Yo la ayudaba a hacer las camas y a limpiar los baños. Me daba las tareas que no le gustaban, pero no me importaba porque así tenía la oportunidad de ver a Joy Springtoe.

Una mañana, Monsieur Duval entró en la habitación donde estábamos. Temeroso de que se enfadara si me veía, me escondí en el cuarto de baño y, a través de una rendija en la puerta, fui testigo de una escena sorprendente. Lucie estaba de pie ante la cama. Sin pronunciar palabra, Monsieur Duval la empujó sobre el colchón, se abalanzó sobre ella y, a ciegas, porque tenía el rostro enterrado en el cuello de la joven, se desabrochó los pantalones. Lucie volvió la cara hacia donde yo estaba. Avergonzado, me aparté de la puerta, pero cuando volví a atisbar por la rendija, ella seguía mirando la puerta del baño con los ojos entrecerrados. Sonreía, y el rubor teñía de rosa sus pálidas mejillas. Monsieur Duval daba sacudidas con las caderas como los perros cuando Yvette los separa a patadas, gemía y gruñía palabras ininteligibles. Yvette, con las piernas abiertas, le acariciaba el grueso pelo. No le importó que yo estuviera en el cuarto de baño y que lo viera. Después de todo, yo era mudo y no podía contarlo. No se imaginaba que supiera escribir.

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