Pronto perdí su rastro, que se confundió entre los de millones de personas anónimas de Nueva York. Sentí un dolor profundo en el alma, el intenso dolor de la pérdida. Recorrí las calles con la mirada en busca de un anciano que cojeara, pero mi corazón anhelaba a otra persona, al hombre apuesto que había sido, de cabello pajizo y ojos de un azul intenso, el color de los mares tropicales. Cuando sonreía, tenía en la mirada un brillo de picardía, y junto a los ojos se le formaban unas arrugas que resaltaban su tez morena por el sol. Incluso cuando quería mostrarse solemne, las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba, como si sonreír fuera su estado natural y le costara estar serio. Caminaba muy tieso y con la barbilla levantada, con paso elástico, con un aire vulgar y atrevido capaz de ablandar al más cínico. Ése era el Coyote que yo conocía, y no el vagabundo viejo y maloliente que había aparecido como un buitre para picotear los restos de la mujer que lo amó.
Tras una última mirada alrededor, di media vuelta y emprendí el triste regreso. La nieve había borrado prácticamente mis huellas. ¿Y las suyas? Habían desaparecido también, como si no hubieran existido nunca.
Burdeos, Francia, 1948
– ¡Mira, Diana, aquí está otra vez ese niño encantador!
Joy Springtoe se inclinó y me dio un buen pellizco en la mejilla. Aspiré su perfume y noté que me ponía rojo. Con sus abundantes rizos dorados y su piel pálida y suave como la gamuza, era la mujer más hermosa que había visto jamás. Tenía los ojos del mismo color que las palomas que zureaban en el tejado del château , y aunque iba pintada y arreglada según el gusto estadounidense, demasiado chillón para las francesas, a mí me gustaba. Estaba llena de colorido. Cuando se reía, querías reír con ella, aunque para mí era imposible, así que me limitaba a sonreír con timidez y me dejaba acariciar con el corazón henchido de agradecimiento.
– Eres un niño muy guapo. Pero ¡si no tendrás más de seis o siete años! ¿A que no? ¿Dónde están tus padres? Me gustaría conocerlos. ¿Son tan guapos como tú?
Su amiga se acercó un poco nerviosa. Era gruesa como una tetera, de mejillas sonrosadas y tiernos ojos castaños. Aunque llevaba una blusa floreada, al lado de Joy parecía gris, como si Dios hubiera gastado todos los colores al pintar a Joy y a ella se hubiera olvidado de colorearla.
– Se llama Mischa -dijo Diane-. Es francés.
– No pareces francés, pequeño, con este pelo rubio y esos preciosos ojos azules, desde luego que no pareces francés.
– Su madre trabaja en el hotel -aclaró Diane-. He hecho averiguaciones por curiosidad.
Joy frunció el ceño. Diane se encogió de hombros y sonrió como excusándose.
– ¿Y no vas al colegio? -me preguntó Joy-. Est-ce que tu ne vas pas à l'école?
– Es mudo, Joy.
Joy se incorporó llena de consternación. Me miró con ternura y me acarició la mejilla.
– ¿No puede hablar? -Sus ojos estaban llenos de compasión-. ¿Quién te ha robado la voz, pequeño?
Mientras yo me dejaba envolver por la ternura de Joy, apareció Madame Duval. Al verme, su rostro se endureció, pero volvió a colocarse la máscara de amabilidad para saludar a las clientas.
– Bonjour -dijo con voz azucarada.
Me puse rígido como un ratón asustado que no puede escaparse.
– Espero que hayan descansado.
Joy se apartó el pelo de la cara.
– Oh, hemos dormido muy bien. Esto es tan bonito… Mi ventana da a los viñedos, y esta mañana parecían destellar al sol.
– Me alegro mucho. Están sirviendo el desayuno en el salón.
Por su cara me di cuenta de que Joy había percibido mi terror. Me guiñó un ojo y me dio unas palmaditas en la cabeza antes de bajar las escaleras con Diane. Cuando las dos se hubieron marchado, la expresión de Madame Duval adquirió la dureza del hielo, como si se hubiera congelado.
– ¡Y tú! ¿Qué estás haciendo en esta parte de la casa? ¡Largo de aquí! ¡Fuera!
Me espantó con un gesto despectivo, y mi corazón, momentos antes tan abierto, volvió a su concha. Salí corriendo antes que pudiera pegarme.
Mi madre estaba limpiando la plata en la antecocina.
– ¡Mischa! -exclamó aliviada. Me abrazó con fuerza y me besó en la sien-. ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? -Al mirarme a la cara, comprendió-. Cariño, no debes entrar en la Zona Privada. Ahora esto es un hotel, ya no es tu hogar. -Yo lloraba tanto que le mojé el delantal de lágrimas-. Te cuesta entenderlo, pero así son las cosas. Tienes que aceptarlo y portarte bien. Madame Duval ha sido buena con nosotros.
Me separé de ella y negué furioso con la cabeza. Para mi vergüenza, volví a estallar en llanto, pero cuando mi madre intentó consolarme, la empujé y pateé el suelo. «La odio, la odio, la odio», grité. Pero mi madre no oía mi voz interior.
– Vamos, cariño, ya lo sé. Maman te entiende perfectamente.
Incapaz de resistirme a la ternura de sus besos, dejé que me abrazara y me acurruqué en su regazo. Con los ojos cerrados aspiré el olor a limón de su piel y dejé que posara sus labios sobre mi pómulo. Notaba su aliento en mi mejilla y sentía su amor, un amor intenso, incondicional, que yo bebía con avidez.
Mi madre era mi mejor amiga. Sin embargo, aquel horrible episodio que viví al acabar la guerra me trajo también a una persona muy especial, sólo para mí. Sé llamaba Pistou, y yo era el único que podía verlo. Tenía mi edad, pero no nos parecíamos en nada. Él era moreno, de ojos oscuros, pelo crespo y piel aceitunada. A él no tenía que explicarle nada, porque oía mi voz interior y lo entendía todo. Aunque sólo era un niño, era muy sabio.
La primera vez que lo vi era de noche. Desde el final de la guerra, yo dormía con mi madre. Me acurrucaba a su lado y me sentía a salvo. Y es que tenía pesadillas, unos sueños terribles de los que me despertaba llorando. Mi madre, medio dormida, me acariciaba la frente y me besaba para tranquilizarme. Como no podía explicarle mis pesadillas, me tumbaba en la oscuridad con los ojos abiertos, temeroso de que las imágenes volvieran y se me llevaran. Y entonces apareció Pistou. Se sentó en la cama y me sonrió con una expresión tan alegre y cálida que supe que seríamos amigos. Me miró lleno de compasión y comprendí que había visto mis sueños y que entendía mi terror. Mientras mi madre dormía, yo le hacía compañía a Pistou intentando mantenerme despierto hasta que el sueño me venció.
Tras algunos encuentros nocturnos, Pistou empezó a presentarse durante el día, y no tardé en comprender que nadie le veía, porque miraban a través de él. Pistou podía corretear entre la gente gastando bromas: pellizcaba el culo a las señoras, les daba capirotazos en el sombrero y les sacaba la lengua, pero nadie se daba cuenta. Cuando yo jugaba con él en nuestra pequeña habitación en el edificio de las caballerizas, incluso mi madre fruncía el ceño y me miraba preocupada. No hubiera podido hablarle de mi nuevo amigo ni aunque hubiera querido.
Yo no iba al colegio, no porque fuera mudo, sino porque no me aceptaban. Mi madre intentaba enseñarme lo que sabía, pero para ella representaba un esfuerzo. Trabajaba muchas horas en el château , y cuando volvía por la tarde estaba rendida. Pero pese a sus duras jornadas, encontró el tiempo para enseñarme a leer. Fue un proceso lleno de frustraciones debido a mi incapacidad para comunicarme, pero los dos pusimos mucho empeño y lo logramos. Siempre estábamos nosotros dos, y Pistou.
Yo sabía cuánto apenaba a mi madre que no tuviera amigos para jugar. Yo sabía muchas cosas que ella ni siquiera sospechaba. Y es que mi madre pensaba a menudo en voz alta, como si no pudiera oírla, como si además de mudo fuera sordo. Se sentaba frente al tocador para cepillarse la larga melena y se miraba muy seria al espejo. Echado en la cama de hierro, yo me hacía el dormido, pero lo oía todo.
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