Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– ¡A ver cuándo creces un poco! Ya eres demasiado mayor para enamoramientos infantiles. De todas formas, Santi no está enamorado de ti. Si lo estuviera, nunca habría ido detrás de Eva, ¿no crees? ¿No te das cuenta de que te estás poniendo en ridículo? Es un escándalo enamorarse de un miembro de tu propia familia. Incesto. Así es como lo llaman… incesto -dijo fuera de sí.

– El incesto es entre hermanos. Santi es mi primo -le soltó Sofía enojada-. Bueno, está claro que ya no quieres ser mi amiga.

María vio desolada cómo su prima salía furiosa de la habitación, dando tal portazo que el cuadro que colgaba junto a la puerta cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.

María estaba tan enfadada que no pudo contener las lágrimas. ¿Cómo podía Sofía haberse enamorado de Santi? Era su primo. No estaba bien. Se sentó y se puso a pensar en ello, dándole vueltas una y otra vez e intentando dar sentido a sus propios sentimientos de aislamiento y celos. Siempre habían sido tres, y ahora, de repente, eran sólo dos y no había espacio para ella.

Cuando empezó el curso y regresaron a Buenos Aires, Sofía seguía negándose a hablar a María. Iban en el coche sin dirigirse la palabra mientras Jacinto las llevaba a la escuela, y Sofía se aseguró de ni siquiera mirar a su prima en clase. María se había peleado antes con ella y siempre había terminado cediendo. La verdad es que Sofía era capaz de mantenerse firme en una disputa durante mucho más tiempo de lo que parecía posible entre amigas tan íntimas. Tenía una habilidad especial para desconectar sus emociones cuando le convenía, y parecía disfrutar con el drama. Evitó deliberadamente a María durante los recreos, se reía en alto con sus amigas y lanzaba a su prima miradas hirientes.

María estaba decidida a no darse por vencida. Después de todo, no había sido ella quien había empezado la pelea. Sofía la había provocado y no pensaba dejar que se saliera con la suya. Durante los primeros días hizo lo imposible por ignorarla. De noche se quedaba dormida llorando, incapaz de comprender del todo el dolor que la embargaba, pero durante el día se ocupaba de sus cosas, mientras Sofía había conseguido que las demás chicas también la ignoraran. Tenía un irresistible carisma que atraía a la gente. En cuanto sus compañeras de clase se enteraron de la pelea, todas fueron apartándose hacia la parte de la clase donde estaba Sofía como conejos asustados.

Pasada una semana, María no pudo seguir soportando la frialdad con que la trataba su prima. Se sentía sola y muy desgraciada. Enterró su orgullo y escribió una nota a su amiga: «Sofía, por favor, volvamos a ser amigas». Sofía disfrutaba perversamente viendo sufrir a su prima. No había duda de que ésta sufría muchísimo. Al no recibir ninguna respuesta, María le escribió una segunda nota: «Sofía, lo siento. No debería haber dicho lo que dije. Me equivoqué y te pido disculpas. Por favor, seamos amigas».

Sofía, que disfrutaba siendo el centro de atención de su prima, dio vueltas a la nota entre las manos una y otra vez mientras decidía qué hacer. Finalmente, cuando María se echó a llorar en clase de historia, se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Sofía la encontró llorando en las escaleras durante el recreo. Se sentó junto a ella y le dijo:

– Ya no amo a Santi.

No quería que María la delatara. El rostro bañado en lágrimas de María le sonrió agradecido y le dijo que daba igual si le amaba.

Capítulo 11

Buenos Aires, 1958

Soledad oyó llorar a Sofía y corrió a su habitación. Cogió en brazos a la criatura de dos años y apretó el cuerpo llorón contra sus pechos a la vez que iba habiéndole para que se calmara.

– Es sólo una pesadilla, cariño -le dijo, y Sofía respondió aferrándose a ella con sus piernas y brazos calientes. Soledad escudriñó la piel olivácea y los ojos color avellana de la niña y se fijó en lo gruesas que tenía las pestañas cuando las lágrimas las mojaban-. Eres una verdadera belleza. Incluso cuando lloras -dijo antes de besarle la mejilla mojada.

Anna sólo parecía interesarse por su hija cuando ésta dormía. Cuando era un bebé, había sido incapaz de tolerar sus lloros y se la devolvía a Soledad al menor atisbo de llanto. Paco, que apenas había mostrado el menor interés en sus hijos varones en sus primeros años de vida, no podía quitar los ojos de encima a su niña. Cuando volvía del trabajo corría escaleras arriba para darle las buenas noches o para leerle un cuento. Sofía se sentaba en sus rodillas, se acurrucaba contra el cuerpo de su padre hasta que estaba cómoda y luego apoyaba la cabeza en su pecho y se chupaba el dedo. Soledad no salía de su asombro. El señor Paco no parecía el tipo de hombre que se muestra tierno con los niños. Pero es que Sofía no era una niña cualquiera. Era su pequeña, y a sus dos años ya había atrapado a su padre en el encanto de sus redes.

Soledad disfrutaba de las semanas que pasaba en Buenos Aires. Al haber crecido en el campo, para ella la ciudad era algo nuevo y excitante. Y no es que saliera mucho. Estaba demasiado ocupada cuidando de Sofía, aunque a veces iba de compras y dejaba a Loreto, la criada que vivía en el apartamento, al cuidado de la niña mientras ella estaba fuera. Paco había pedido a Soledad que pasara un tiempo en la ciudad con la pequeña, que había empezado a llorar durante la noche porque ella no estaba.

– Te necesita, Soledad -le dijo-, y nosotros también. Nos parte el corazón ver a Sofía tan desolada.

Ni que decir tiene que Soledad había aceptado de inmediato, aunque eso significara que a veces tenía que separarse de Antonio durante una semana entera. Sin embargo, siempre volvía con la familia los fines de semana para seguir con su trabajo habitual.

– ¿Quieres dormir en mi cama? -preguntó a la niña adormilada. Sofía asintió antes de apoyar la cabeza en el voluminoso pecho de Soledad y cerrar los ojos.

Con mucho cuidado, Soledad bajó las escaleras con la niña en brazos. El señor Paco ha llegado muy tarde a casa, pensó al ver su maletín y el abrigo de cachemira encima de la silla del recibidor. No había subido a dar las buenas noches a Sofía. Al llegar al vestíbulo, oyó voces al otro lado de la puerta del salón y, a pesar de que siempre había sido contraria a los chismorreos, se paró a escuchar. Los señores hablaban en español.

– … Entonces, ¿dé dónde ha salido? -espetó Anna enojada.

– Trabajo. No es lo que piensas -replicó Paco con frialdad.

– ¿Trabajo? ¿Para qué demonios necesitabas un hotel en esta ciudad si tienes un apartamento fantástico? Por el amor de Dios, Paco, ¡no soy estúpida!

Se produjo un silencio tenso. Soledad no se movió, se quedó quieta como si fuera un mueble más. Apenas se atrevía a respirar. Sin embargo su corazón sí palpitaba, y lo hacía con furia. Sabía que estaba escuchando una conversación privada, que debía dar la vuelta y alejarse de ahí, llevar a Sofía a su cuarto y fingir no haber oído nada. Pero no podía. Era demasiada la curiosidad. Tenía que enterarse de lo que estaban hablando. Oyó pasos. El señor Paco debía de estar caminando por la habitación. Oyó el sonido metálico que hacen los zapatos al caminar sobre la madera y luego el ruido sordo al recorrer la alfombra, de un lado a otro, y el ocasional sollozo de la señora Anna. Por fin habló Paco.

– De acuerdo, tienes razón -admitió con tristeza.

– ¿Quién es? -sollozó Anna.

– Nadie que tú conozcas, te lo aseguro.

– ¿Por qué?

Soledad oyó que Anna se ponía en pie. A continuación captó el afilado repiqueteo de sus tacones. Sin duda había cruzado la habitación hasta la ventana. De nuevo hubo unos segundos de silencio.

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