Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Capítulo 10

Cuando, al término de las vacaciones de verano, Santi anunció que se iba dos años a estudiar a Estados Unidos, Sofía salió llorando de la habitación. Él salió corriendo detrás, pero Sofía le gritó que la dejara en paz. Afortunadamente Santi no le hizo caso y la siguió hasta la terraza.

– ¿Te vas dentro de un mes? ¿Por qué no me lo has dicho antes? -dijo Sofía enfadada, girándose hacia él.

– Porque en un principio me iba a ir en septiembre, que es cuando empieza el curso, pero antes quiero pasar seis meses viajando, y volver a viajar cuando acabe los estudios. De todas formas, sabía que te lo tomarías mal.

– He sido la última en enterarme, ¿verdad? -sollozó enojada.

– Sí. Bueno, supongo. En realidad, a los demás les da igual -dijo Santi, encogiéndose de hombros.

– ¿Dos años? -Sofía se enjugó las lágrimas que iban trazando pequeños senderos brillantes por sus mejillas.

– Bueno, casi dos años.

– ¿Cuántos meses exactamente?

– No lo sé.

– ¿Cuándo volverás?

– Dentro de dos veranos. En octubre o noviembre, todavía no lo sé.

– Y ¿por qué no puedes estudiar aquí como todo el mundo?

– Porque papá dice que es fundamental vivir en el extranjero. Mejoraré mi inglés y sacaré muy buenas notas.

– Yo te ayudaré a mejorar tu inglés -dijo Sofía mansamente, sonriendo con timidez.

Santi se echó a reír.

– Eso podría ser interesante -musitó.

– ¿Volverás por vacaciones? -preguntó esperanzada.

– No lo sé -Santi volvió a encogerse de hombros-. Quiero viajar y ver mundo. Probablemente pase las vacaciones viajando.

– ¿Quieres decir que ni siquiera vendrás por Navidad? -jadeó Sofía, sintiendo de repente un nudo en el estómago ante la perspectiva de vivir dos años sin él.

– No lo sé, probablemente no. Mamá y papá vendrán a verme a Estados Unidos.

Santi vio cómo su prima empequeñecía y casi formaba un charco con sus lágrimas sobre las baldosas de la terraza.

– Volveré, Chofi. Dos años no es tanto tiempo -le dijo con suavidad, sorprendido ante la violencia de la reacción de su prima.

– Sí que lo es. Es una eternidad -tartamudeó Sofía-. ¿Y si te enamoras de una americana y te casas con ella? No volvería a verte.

Santi se rió y la rodeó con el brazo, atrayéndola hacia él. Sofía cerró los ojos y deseó que él la quisiera como ella le quería para que no se fuera.

– No creo que me case a los dieciocho. Qué estupidez. De todos modos, me casaré con una argentina. No irás a pensar que voy a irme de Argentina para siempre, ¿verdad?

Sofía meneó la cabeza.

– No lo sé. No quiero perderte. Voy a tener que quedarme aquí con Agustín y con Fercho sin tener a nadie que me defienda. Probablemente no vuelvan a dejarme jugar al polo. -Sorbió y hundió la cara en el cuello de su primo. Olía a ponis y a ese olor fuerte a hombre que le dio ganas de sacar la lengua y lamerle la piel.

– Te escribiré -dijo Santi.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo. Te enviaré cartas larguísimas. Te lo contaré todo. Y tú también tienes que escribirme y contármelo todo.

– Te escribiré todas las semanas -respondió decidida.

Sentada entre sus brazos, Sofía se dio cuenta de que sus sentimientos habían ido más allá del simple afecto que cualquiera puede sentir por un hermano, por muy especial que éste sea, para dar paso a algo mucho más profundo y prohibido. Amaba a Santi. De hecho, nunca se había parado a pensarlo, pero con el olor del cuerpo de su primo acariciándole la nariz, y al sentir el contacto de su piel y su aliento en la frente, supo que si tan posesiva era con él, era sencillamente porque le amaba. Y no es que simplemente le gustara. Le amaba. Sí, le amaba con toda su alma. Ahora lo entendía.

Durante un instante de flaqueza estuvo a punto de perder el control y decírselo, pero supo que sería un error. También era consciente de que él la quería como a una hermana, de manera que no tenía sentido revelarle sus oscuros desvelos cuando lo único que conseguiría con ello sería confundirle o, en el peor de los casos, hacer que saliera huyendo en dirección contraria. Así que siguió allí sentada, apretujada contra él, mientras Santi permanecía totalmente ajeno a la fuerza que hacía palpitar el corazón de Sofía entre sus costillas como un pájaro enloquecido que se lanzara contra los barrotes de su jaula en un desesperado intento por escapar y cantar.

Santi volvió a su casa pálido y confundido y le contó a María lo mal que Sofía se había tomado la noticia de su partida.

– No paraba de llorar. No me lo podía creer. Estaba destrozada -relató atónito-. Sabía que no le gustaría, pero no tenía ni idea de que se lo fuera a tomar así. Cuando me fui, ella salió corriendo.

María fue de inmediato en busca de su prima, y de camino se dio de bruces con Dermot, que jugaba a croquet con Antonio, el marido de Soledad. Cuando le explicó a Dermot por qué su nieta había desaparecido, él dejó el mazo en el suelo y encendió su pipa. Dermot adoraba a su nieta con la misma intensidad con la que en su tiempo había querido a su hija. Para él, Sofía era más radiante que el sol. Cuando llegó a Argentina, tras la muerte de su esposa, había sido la pequeña Sofía la que había calmado sus deseos de seguir los pasos de su mujer. «Es un ángel disfrazado -solía decir-, un angelito de Dios.»

El abuelo O'Dwyer se dirigió en carro al ombú con Antonio a cargo de las riendas. Se sentía más cómodo con Antonio y José que con la familia adoptiva de su hija, a pesar de ser solamente capaz de comunicarse con ellos por gestos. Cuando Sofía vio a su abuelo bajando con paso vacilante del carro, volvió a poner la cabeza entre las manos y se puso a llorar aún más fuerte para que él la oyera. Dermot se quedó al pie del árbol y le pidió a su nieta que bajara.

– Con llorar no solucionas nada, Sofía Melody -le dijo sin quitarse la pipa de la boca. Ella pareció pensarlo unos minutos y luego bajó despacio. Cuando por fin estuvo en tierra, los dos se sentaron en la hierba bajo el suave sol de la mañana-. Así que el joven Santiago se va a Estados Unidos.

– Me abandona -gimió Sofía-. He sido la última persona en enterarme.

– Volverá -dijo Dermot con dulzura.

– Pero estará fuera dos años. ¡Dos años! ¿Cómo viviré sin él?

– Lo harás -respondió con la voz preñada de tristeza ante el recuerdo de su adorada esposa-. Lo harás porque no te queda más remedio.

– Oh, abuelo, sin Santi me moriré.

El abuelo O'Dwyer dio unas cuantas chupadas a su pipa y observó cómo el humo se elevaba y se disolvía en el aire.

– Espero que tu madre no se entere de esto -dijo poniéndose serio.

– Claro que no.

– No creo que le hiciera mucha gracia. Te meterías en un buen lío si llegara a enterarse.

– ¿Qué hay de malo en amar a alguien? -preguntó Sofía desafiante.

Las comisuras de los labios del abuelo se curvaron hacia arriba.

– Santiago no es «alguien», Sofía Melody. Es tu primo hermano.

– ¿Y qué importa?

– Mucho, importa muchísimo -replicó el abuelo.

– Bueno, ahora es nuestro secreto.

– Como mi licor -soltó el abuelo echándose a reír a la vez que se humedecía los labios.

– Exacto -admitió Sofía-. Oh, abuelo. ¡Me quiero morir!

– Cuando yo tenía tu edad, me enamoré de una chica tan guapa como tú. Para mí lo era todo, pero se fue a vivir tres años a Londres. Santiago va a estar fuera dos años. Pero yo sabía que un día, si esperaba, ella volvería a mí. Porque, ¿quieres saber algo, Sofía Melody?

– ¿Qué? -preguntó ella, todavía enfurruñada.

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