Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Todo llega a aquellos que saben esperar.

– Eso no es verdad.

– ¿Lo has probado alguna vez?

– Nunca he tenido que hacerlo.

– Bueno, yo esperé. Y ¿sabes lo que ocurrió?

– Pues que ella volvió, se enamoró de ti y se casó contigo, ¿no?

– No -Sofía levantó la cabeza, curiosa-. Volvió, y entonces me di cuenta de que ya no la quería.

– ¡Abuelo! -soltó Sofía con una carcajada-. ¿Y qué es lo que dices que les llega a aquellos que saben esperar?

– La sabiduría. El tiempo nos da la oportunidad de tomar perspectiva y ser objetivos. La sabiduría no siempre trae consigo lo que esperábamos, de lo contrario la espera no valdría la pena. ¿Crees que valdría la pena si supieras de antemano lo que iba a traerte? Aquellos años de espera me dieron sabiduría. Cuando ella volvió de Londres, elegí olvidarme de ella. Había aprendido que después de todo no era la chica para mí. Afortunadamente para ti no me casé con ella, porque si lo hubiera hecho no habría podido casarme con tu abuela.

– Me gustaría haber conocido a mi abuela -dijo Sofía melancólica.

El abuelo O'Dwyer dio un profundo suspiro. No pasaba un solo día sin que una simple flor o el trino de un pájaro le recordaran a Emer Melody. Allí donde mirara estaba ella, y el recuerdo de su expresión generosa y dulce le ayudaba a soportar el paso de los días sin su compañía.

– A mí también me hubiera gustado que la hubieras conocido -Dermot tragó con dificultad y se le nublaron los ojos-. Te habría querido mucho, Sofía Melody.

– ¿Me parezco a ella?

– No, no te pareces a ella. Tu abuela se parecía más a tu madre. Pero tienes su carisma y su encanto.

– La echas de menos, ¿verdad, abuelo?

– Mucho. No pasa ni un momento en que no piense en ella. Lo era todo para mí.

– Santi lo es todo para mí -dijo Sofía, volviendo al problema en cuestión-. Lo es todo para mí y acabo de darme cuenta de ello. Le amo, abuelo.

– Lo es todo para ti ahora, pero todavía eres joven.

– Pero, abuelo, no puedo querer a nadie más. Nunca lo haré.

– Con el tiempo le olvidarás, Sofía. Espera y verás. Algún guapo argentino aparecerá y te enamorará como lo hizo tu padre con la joven Anna Melody hace años.

– No, ni hablar. Amo a Santi -declaró categóricamente Sofía.

Dermot O'Dwyer se rió por lo bajo al tiempo que daba una chupada a la pipa. Miró a su petulante nieta a los ojos y asintió.

– Que tengas suerte, Sofía Melody. En ese caso, espérale. Volverá. No se va para siempre, ¿verdad?

Como de costumbre, el abuelo O'Dwyer no podía evitar complacerla. No había nada en el mundo que negara a su nieta. Ni siquiera Santiago Solanas.

– No.

– Entonces, ten un poco de paciencia. Es el gato paciente el que atrapa al ratón.

– No, no es verdad. Es el gato veloz el que atrapa al ratón -dijo Sofía con una pequeña sonrisa.

– Si tú lo dices, querida.

A principios de marzo, cuando las puntas de las hojas justo empezaban a rizarse y las largas vacaciones de verano que habían empezado en diciembre casi se habían agotado como la arena de un reloj, Sofía esperaba frente a la puerta de la casa de Chiquita y de Miguel para despedirse de Santi. Al amparo de las sombras alargadas de la húmeda noche de verano recordó lo que el abuelo O'Dwyer le había dicho. Esperaría a Santi como un gato paciente. No miraría a ningún otro chico. Le sería fiel para siempre.

Las últimas semanas de vacaciones habían sido muy duras para ella. Tenía que disimular cuando, a causa de sus impulsos, se sonrojaba y le sudaban las manos siempre que estaba en presencia de Santi. Tenía que morderse la lengua cuando se topaba con las palabras «te amo» balanceándose precariamente en la punta, prestas a desenmascararla en cualquier momento de descuido. Tenía que esconder sus sentimientos del resto de la familia cuando quería gritarle al mundo el vacío que Santi iba a dejar con su marcha.

Santi tuvo cuidado de no hablar de su viaje en presencia de Sofía. No quería volver a verla llorar. La falta de contención en la demostración de afecto de la que había sido objeto por su prima le había conmovido. Se sentía orgulloso como un héroe de guerra que parte a una nueva batalla mientras las mujeres de la casa aúllan y se arrancan los cabellos por él. Sabía que echaría de menos a Sofía. Le escribiría, claro que sí. Sofía era como una adorable hermana pequeña, y también escribiría a su madre y a su hermana María. Pero Estados Unidos le esperaba con la promesa de mil aventuras y de mujeres de piernas largas y de escasa virtud. Estaba impaciente por partir. Además, Sofía estaría allí a su regreso.

Por fin Santi salió de la casa. Antonio le seguía con las maletas. Abrazó a una María bañada en lágrimas y estrechó la mano de Fernando, que en secreto se alegraba de su marcha. Fernando veía la partida de su hermano con alivio. Todos querían a Santi. Era bueno en todo, se ganaba a todo el mundo, los hacía reír; navegaba por la vida con la gracia y el encanto de un elegante crucero mientras Fernando se sentía como un remolcador. Tenía que trabajar duro y, a pesar de sus esfuerzos, no conseguía demasiado. Por eso, cuanto mayor era, menos se esforzaba en intentarlo. No, no le apenaba que su hermano se fuera. De hecho, estaba encantado. Sin Santi eclipsándole quizá lograra sentir el calor del sol en el rostro, para variar. Panchito estaba en brazos de la vieja Encarnación, demasiado pequeño para entender o para preocuparse por lo que ocurría. Cuando Santi abrazó a Sofía, volvió a prometerle que le escribiría.

– Ya no estás enfadada conmigo, ¿verdad? -preguntó, son riéndole con cariño.

– Sí, pero te perdonaré cuando vuelvas -respondió, tragándose las lágrimas. Santi no tenía ni idea de lo mucho que ella sufría por su partida. No sabía que sentía un nudo en el estómago cada vez que él la tocaba, ni que el corazón le daba un vuelco cuando él le sonreía, ni que la sangre buceaba en sus mejillas cuando la besaba. Para Santi, Sofía era como una hermana pequeña. Para ella, él lo era todo, y ahora que se iba apenas tenía sentido seguir respirando. Sofía sólo respiraba porque no tenía otra elección. Como había dicho el abuelo O'Dwyer, vivía porque no le quedaba más remedio.

Miguel y Chiquita subieron al coche y gritaron a Santi que se diera prisa. Llegaban tarde. Santi les dijo adiós con la mano desde el asiento trasero. Fernando volvió a la casa. María y Sofía se quedaron mirando el coche hasta mucho después de que hubiera desaparecido en la lejanía.

Los días siguientes pasaron muy despacio. Sofía vagaba por la finca presa de un estado de ánimo que ni siquiera el humor seco del abuelo O'Dwyer lograba aliviar. María la seguía como un perro feliz. Su sonrisa animada y sus chistes sólo conseguían irritar el desolado corazón de su amiga, que deseaba quedarse a solas para lamentarse. Las vacaciones tocaban a su fin, y con ellas los largos días de verano. Por fin María decidió que ya había soportado bastante el mal humor de su prima.

– Por el amor de Dios, Sofía, déjalo ya -dijo cuando Sofía se había negado a jugar con ella al tenis.

– ¿Que deje qué?

– Deja de ir por ahí lloriqueando como si se te hubiera muerto alguien.

– Estoy triste, eso es todo. ¿No puedo estar triste? -preguntó sarcástica.

– No es más que tu primo. Actúas como si estuvieras enamorada de él.

– Estoy enamorada de él -replicó Sofía con descaro-. Y me da igual si alguien se entera.

María estaba atónita.

– Pero es primo hermano tuyo, Sofía. No puedes amar a tu primo hermano.

– Pues le amo. ¿Algún problema? -preguntó retadora.

María siguió sentada en silencio unos segundos. Vencida por unos celos que no era capaz de ver, se levantó de un salto y gritó a Sofía:

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