Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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A Paco le dolió sobremanera que su mujer hubiera considerado necesario mencionar la relación de su padre con Clara Mendoza. No le sorprendió demasiado que ella estuviera enterada, puesto que para entonces ya había mucha gente que lo sabía, pero sí le sorprendió que se hubiera rebajado hasta el punto de usarlo como arma para herirle. La observaba con cautela y se preguntaba si el romance que habían vivido en Londres años atrás en realidad había ocurrido. Era como si se hubiera enamorado de una dulce jovencita y hubiera traído a Argentina a una joven amargada por error. Veía a la Ana Melodía que recordaba sentada melancólica junto a la fuente de Trafalgar Square y se preguntaba si todavía seguía allí, y al hacerlo le dolía el corazón. Todavía la amaba.

Un día de primavera, Anna había salido a pasear por la llanura con Agustín. Hacía calor y las flores silvestres estaban empezando a abrirse y a pintar la pampa de colores. Para su deleite pudieron ver a una pareja de vizcachas que se olisqueaban con sus lomos peludos y marrones brillando bajo la luz del sol. Anna se sentó entre las hierbas altas y atrajo a su hijo de cinco años hacia ella, sentándolo en su rodilla.

– Mira, cariño -dijo en inglés-. ¿Ves los conejos?

– Se están besando.

– Tenemos que quedarnos callados y no movernos o se asustarán.

Se sentaron y observaron cómo las dos criaturas saltaban juguetonas de un lado a otro, de vez en cuando mirando a su alrededor como si se sintieran observadas.

– Ya no besas a papá -dijo de pronto Agustín-. ¿Papá ya no te gusta?

Anna se quedó de una pieza con la pregunta, y le preocupó la ansiedad que reflejaba el tono de voz de su hijo.

– Claro que sí -respondió enérgica.

– Siempre se están peleando y gritando. No me gusta -dijo el niño, y de repente se echó a llorar.

– Mira, has asustado a los conejos -dijo Anna, intentando distraerle.

– No me importa. ¡No quiero ver los conejos nunca más! -gritó él sin dejar de llorar. Anna lo estrechó entre sus brazos e intentó tranquilizarle.

– Papá y yo a veces nos peleamos, como tú con Rafael o con Sebastián. ¿Te acuerdas de aquella vez que te peleaste con Sebastián?

El niño asintió pensativo.

– Bien, pues no es más que una pequeña pelea.

– Pero Sebastián y yo volvemos a ser amigos. Papá y tú siguen peleados.

– Haremos las paces, ya lo verás. Venga, sécate las lágrimas y vamos a ver si vemos algún armadillo para contárselo al abuelo -dijo Anna, secándole dulcemente la cara con la manga de la camisa.

De camino a casa Anna decidió que no podía seguir viviendo así. Era insoportable para ella y para la familia. No era justo que su desgracia se filtrara a sus hijos. Miró el rostro ahora sonriente de Agustín y supo que no podía decepcionarle.

Cuando se acercaba a la casa, Soledad salió corriendo con la cara bañada en lágrimas. Oh Dios, pensó Anna aterrada, agarrando con fuerza la manita de Agustín. Rafael no, por favor, Rafael no.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó con voz ronca mientras la criada se acercaba pálida de angustia.

– ¡La señora María Elena! -jadeó Soledad.

Anna se echó a llorar de puro alivio.

– ¿Qué ha ocurrido? -dijo entre sollozos.

– Está muerta. La señora María Elena está muerta.

– ¿Muerta? ¡Dios mío! ¿Dónde está mi marido? ¿Dónde está Paco? -preguntó.

– En casa del señor Miguel, señora.

Anna dejó a Agustín con Soledad y corrió entre los árboles a casa de Chiquita y de Miguel. Al entrar, encontró a toda la familia reunida en el salón. Buscó con los ojos a Paco, pero no logró verle. Chiquita la vio y fue rápidamente hacia ella. Tenía la cara hinchada de tanto llorar.

– ¿Dónde está Paco?

– En la terraza con Miguel -respondió señalando a los ventanales. Anna pasó entre los parientes cuyos rostros no eran más que manchas borrosas y por fin llegó a las puertas de la terraza. Miró por el cristal de la ventana y vio a Paco hablando con Miguel. Estaba de espaldas a ella. Miguel la saludó, embargado por la tristeza, antes de volver a entrar con suma discreción. Paco se giró y se encontró con el pálido rostro de su esposa mirándole con lástima.

– Oh, Paco, lo siento muchísimo -dijo, y sintió que las lágrimas le bajaban por las mejillas. Él la miró fríamente-. ¿Cómo ha sido?

– Un accidente. Venía de camino. La arrolló un camión -respondió con voz neutra.

– Qué horror. Pobre Héctor, ¿dónde está?

– En el hospital.

– Debe de estar destrozado.

– Sí. Todos lo estamos -dijo apartando la mirada.

– Paco, por favor.

– ¿Qué esperas que haga? -preguntó él impasible.

Anna reprimió un sollozo.

– Deja que me acerque a ti.

– ¿Para qué?

– Quiero consolarte.

– Quieres consolarme -repitió como si no la creyera.

– Sí, sé cómo te sientes.

– Tú no sabes cómo me siento -replicó con sorna.

– Eres tú el que está teniendo una aventura. Yo estoy dispuesta a olvidarlo y a empezar de nuevo.

Paco la miró y frunció el ceño.

– ¿Porque ha muerto mi madre?

– No, porque todavía me importas -replicó ansiosa, parpadeando al mirarle.

– Pues yo no estoy preparado para olvidar lo que dijiste sobre mi padre -le espetó enojado.

Ella le miró de hito en hito.

– ¿Tu padre? ¿Qué he dicho de tu padre? Pero si adoro a Héctor.

– ¿Cómo pudiste rebajarte hasta el punto de echarme en cara su aventura como si fuera parte de la tradición familiar? -dijo él con amargura.

– Oh, Paco. Sólo lo dije para herirte.

– Muy bien, pues lo conseguiste. ¿Contenta?

– Agustín me ha preguntado que por qué ya no me gustas -dijo Anna bajando la voz-. Tenía la carita pálida de miedo. No he sabido qué decirle. Me gustas, Paco. Es sólo que he olvidado cómo amarte.

Paco la miró a los ojos, esos ojos azules y acuosos que brillaban de pura lástima, y se le ablandó el corazón.

– Yo también he olvidado cómo amarte. No me siento orgulloso de mí mismo.

– ¿No podemos intentar reparar el daño ya hecho? Todavía queda algo, ¿no crees? ¿No podemos volver por esas calles de Londres y recuperar esa magia? ¿No podemos recordar? -dijo Anna y sus pálidos labios temblaron.

– Lo siento, Anna -admitió por fin Paco meneando la cabeza-. Siento haberte hecho daño.

– Yo también siento haberte hecho daño -dijo ella con una débil sonrisa en los labios. Miró a su marido con ojos preñados de ansiedad.

– Ven, Ana Melodía. Tienes razón, necesito tu consuelo -le dijo atrayéndola suavemente hacia él y estrechándola entre sus brazos.

– ¿Olvidado? -preguntó Anna instantes después-. ¿Lo intentamos de nuevo?

– Olvidado -le dijo Paco a la vez que le besaba la frente con una ternura que ella había creído que jamás volvería a experimentar-. Nunca he dejado de quererte, Ana Melodía. Simplemente te perdí, eso es todo.

María Elena fue enterrada en el panteón familiar del pueblo tras un triste y conmovedor servicio que tuvo lugar en Nuestra Señora de la Asunción. Había sido una mujer enormemente querida por todos. De hecho, no hubo suficientes asientos en la iglesia para acomodar a todas las personas que quisieron presentarle sus respetos, por lo que la gente del pueblo tuvo que colocarse en la plaza. Por fortuna, hacía calor y el sol brillaba con fuerza como si nadie le hubiera dicho que María Elena había muerto.

Anna veía cómo a Paco le temblaban las manos cuando leyó un pasaje de las Escrituras y volvió a echarse a llorar. Dio gracias a Dios por haber hecho posible que ambos volvieran a amarse. Repasó con la mirada las imágenes situadas junto al altar y encontró consuelo en ellas. Si fuera profundamente infeliz, pensó, acudiría en busca de consuelo a esta iglesia y al buen Dios. Cuando le tocó leer a Miguel, observó que Chiquita languidecía como una flor. Había sido un duro golpe para todos, pero nadie sufría tanto como Héctor. Parecía haber envejecido en cuestión de horas, deshaciéndose literalmente ante los ojos de todos. No había forma de consolarle. Se había quedado sin fuerzas. La pena corroía su vida como si una cascada de dolor le golpeara los nervios y el cañón en que se había convertido su corazón roto. Murió un año después.

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