Sin embargo, no había contado con la determinación de Alba por bucear en esas aguas. Durante años había puesto todo su empeño en mantenerla con decisión en tierra firme. Pero ella había encontrado el retrato, la llave del baúl, y sabía que en algún sitio había una cerradura en la que encajaba. Lo cierto era que estaba orgulloso de la inteligencia de su hija y que una parte de él admiraba su determinación. Era la primera vez en la vida que su hija se había mostrado resolutiva. Pero Thomas temía por ella. Alba no tenía la menor idea de lo que contenía el baúl ni tampoco sabía que, una vez abierto, ya no podría volver a cerrarse. Conocería la verdad y tendría que vivir con ella, e incluso reescribir su propio pasado.
A Thomas no le quedaba otra elección que rescatar el baúl del fondo del mar, apartar el cieno y el coral que se habían acumulado a su alrededor y abrirlo de nuevo. En cuanto lo pensó, sintió que un escalofrío le erizaba la piel. Encendió un cigarrillo y se sirvió una copa de brandy. Se preguntó si Alba habría encontrado a Immacolata. Si la anciana seguiría viva. Quizá Lattarullo estuviera también allí, quizá ya jubilado, hablando como antaño sin importarle si alguien le escuchaba. Pensó en Falco y en Beata. Toto ya debía de estar hecho todo un hombre, quizás incluso tuviera hijos propios. Posiblemente, tras la muerte de Valentina hubieran decidido que vivir en ese lugar tan peculiar sólo les causaría infelicidad. Quizás Alba jamás diera con ellos. Deseó, por el bien de ella, que regresara con la imaginación todavía fresca e inocente pues, aunque jamás le había mentido, tampoco había corregido su particular versión de la verdad. No le había dicho que nunca se había casado con su madre, ni que Valentina había muerto asesinada la noche antes de la boda. A fin de cuentas, lo había hecho por su bien. Había intentado proteger el mundo seguro que había construido para ella. Si Alba llegaba a descubrir la verdad, ¿la entendería? ¿Llegaría a perdonarle?
Le dio una chupada al cigarro y recostó la espalda contra el respaldo del sillón de cuero. Margo había salido a montar y le había dejado a solas con el baúl a sus pies y las llaves en la mano. Lo único que tenía que hacer era girar la llave en la cerradura y levantar la tapa. No necesitaba mirar el retrato porque podía ver el rostro de Valentina con tanta claridad como si la tuviera de pie delante de él. Una vez más, sintió que le envolvía el cálido olor a higos, transportándole a Incantellaria. Ya casi era de noche. Se casaría la mañana siguiente. Sentía el corazón pleno y desbordante de felicidad. Había olvidado la/esta di Santa Benedetta, el desastroso momento en el que Cristo se había negado a sangrar. Había hecho caso omiso de las extrañas palabras de Valentina. Metió entonces la llave en la cerradura, levantó la tapa y se acordó de ellas, ponderando su significado: «Necesitamos la bendición de Cristo. Y yo sé cómo conseguirla. Yo me encargo, ya lo verás».
Italia, 1945
Esa noche, la excitación tenía a Thomas inquieto. No podía dormir en la trattoria porque el aire era caliente y pegajoso a pesar de la brisa que llegaba desde el mar. Se puso unos pantalones y una camisa y salió a pasear por la playa con las manos en los bolsillos mientras contemplaba su futuro. El pueblo estaba en silencio. Tan sólo algún gato se deslizaba silencioso por las callejuelas, agazapado entre las sombras, buscando ratones. La semioscuridad diluía el azul de las barcas varadas en la arena. Había luna llena y el cielo se extendía en la negrura, vasto y salpicado de estrellas que se reflejaban en las suaves olas como gemas. Se acordó entonces de las aventuras vividas durante la guerra, tan lejanas ya en el tiempo, y sintió una punzada de culpa por haber excluido a su familia de la boda. En cualquier caso, se llevaría con él a casa a Valentina y a Alba y les sorprendería a todos. Estaba seguro de que las querrían tanto como él.
Pensó en Valentina con una sonrisa en los labios. Presumiría de ella por todo el pueblo. La llevaría a la iglesia los domingos, con la pequeña Alba en brazos, y todos admirarían su porte y su belleza. La verían deslizarse por el pasillo del templo con esa forma de andar tan única, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Invitaría a Jack a pasar el fin de semana y compartirían un puro y un vaso de whisky después de la cena en el estudio. Se reirían de la guerra. De las aventuras que habían vivido juntos. Y recordarían el día en que el Destino les había llevado a orillas de Incantellaria. Recordarían también la interpretación que Rigs había hecho de Rigoletto, las lujuriosas mujeres de la noche y a Valentina como la habían visto entonces, de pie a la entrada de la casa de Immacolata con su vestido blanco, semitransparente al sol. Jack le envidiaría y le admiraría. «Oh, Jack -pensó mientras se paseaba por la playa-, cómo me gustaría que estuvieras aquí para compartir esto contigo.»
Thomas había dejado los preparativos y los planes de boda en manos de Immacolata y de Valentina. Sabía que la pequeña capilla de San Pasquale estaría adornada con flores: calas blancas, las favoritas de su futura esposa. Sabía también que el vestido de la novia estaría exquisitamente confeccionado por la anciana e incomparable signora Ciprezzo, la de las uñas largas y amarillas como el queso rancio. Después de la ceremonia habría baile en la trattoria. Suponía que el pueblo entero estaría invitado. Lorenzo tocaría la concertina, los niños tomarían un poco de vino y resonarían las risas. A fin de cuentas, la guerra era cosa del pasado y al alcance de todos se abría la posibilidad de un futuro optimista. Immacolata, Beata y Valentina llevaban días cocinando. Marinando, horneando, glaseando, preparando guarniciones. Los preparativos parecían no tener fin. Tanto era así que Thomas apenas había tenido oportunidad de ver a su prometida. Ella le dejaba al cuidado de Alba mientras desaparecía en el pueblo con mil recados que hacer o para probarse el vestido, deslizándose feliz entre las rocas, saludándole con la mano mientras se alejaba y gritándole mil y una instrucciones para el cuidado de Alba, que era una niña quisquillosa y consentida.
Thomas anhelaba poder disfrutar de las noches a solas con su mujer y saborear el placer salado de su piel. Besar su boca sabiendo que podía tomarse su tiempo, que nada ni nadie les interrumpiría. Deseaba como nada en el mundo hacerle el amor. Estrecharla entre sus brazos, convertida ya en su esposa. Ansiaba convertirse en su marido ante la ley y que Dios fuera testigo de su unión.
«Si Freddie estuviera vivo, ¿qué pensaría de ella?» Conociendo a su hermano como le había conocido, sin duda desconfiaría de la belleza y de la sonrisa de Valentina. Freddie no había sido un hombre romántico, sino profundamente realista. Se habría casado con una mujer a la que hubiera conocido desde siempre, una mujer alegre y con los pies en el suelo que sin duda habría sido buena madre y esposa. No era un hombre que creyera en la clase de amor que Valentina y Thomas compartían. Ese amor feroz y apasionado se le antojaba peligroso. En cualquier caso, Thomas ya no se estremecía de dolor al pensar en su hermano. Por fin había logrado aceptar su muerte y, aunque bien era cierto que nadie podía sustituirle, el amor que sentía por Valentina había llenado su corazón, colmando con él la desolación que hasta entonces le había embargado. Aun así, estaba convencido de que Freddie habría terminado queriendo a Valentina. Y es que era impensable que no fuera así. Su hermano le habría dado unas palmadas en la espalda y habría admitido sinceramente que había sido bendecido más allá de las expectativas del común de los mortales.
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