Falco tenía la misma edad que su padre. Debía rondar los sesenta años y, como Thomas, parecía mucho mayor. Los dos caminaban igualmente encorvados, bajo el yugo de una fuerza invisible que les doblegaba los hombros sin cuartel. Aunque ambos sonreían, un incomprensible desasosiego turbaba los ojos de los dos hombres.
El camino desembocó en un limonar. Arriba, a la izquierda, donde la colina se alzaba en una cuesta pronunciada, la torre de observación semiderruida que Alba había visto desde el mar se levantaba desafiante contra los elementos.
– A Valentina le encantaba este lugar -dijo Falco, metiéndose las manos en los bolsillos-. Adoraba el olor de los limones y, por supuesto, la vista del mar es magnífica. -La llevó hasta el extremo más alejado del limonar, junto al acantilado, donde un nudoso y retorcido olivo se elevaba a la luz del sol-. La enterramos aquí. -Bajo el árbol había una sencilla cruz de madera con el nombre de Valentina-. Vio llegar el barco de tu padre mucho antes que nadie y corrió a recibirle al puerto. Si coges el atajo que corre por debajo de la roca, se llega hasta allí de forma sorprendentemente rápida. Cuando Valentina quería algo, no había nada que se le resistiera.
– Estoy segura de que aquí es feliz. Es un lugar muy tranquilo.
– La torre de observación también era uno de sus rincones favoritos. Se pasaba allí las horas, esperando a que regresara tu padre cuando terminó la guerra.
– Es muy romántico. -Alba hubiera deseado sentir la presencia de su madre a la sombra del árbol, pero lo único que pudo percibir fue la densa nube que envolvía a Falco-. ¿Me enseñas la torre? -preguntó, volviéndose para subir la colina.
Falco la siguió sin pronunciar palabra.
– ¡Caramba! Menuda vista -exclamó eufórica al tiempo que se llenaba los pulmones del aire limpio que llegaba desde el mar.
Se detuvo a observar los rasgos angustiados de Falco.
– ¿Te recuerdo a ella? -le preguntó sin rodeos, ladeando la cabeza y frunciendo el ceño. Él la miró, sorprendido-. ¿La ves cada vez que me miras? ¿Por eso estás tan alterado?
Su tío negó con la cabeza y se encogió de hombros, alzando las palmas de las manos al cielo.
– Por supuesto que te pareces a ella. Eres su hija.
– Pero ¿te duele, Falco? ¿Mi presencia aquí vuelve a recordártelo todo? -La pregunta había pillado al hombre totalmente desprevenido.
– Supongo que sí -respondió con un hilo de voz. De pronto Alba sintió una oleada de compasión por aquel hombretón y quiso ofrecerle alguna palabra de consuelo.
– Ella está ya con Dios -dijo sin demasiada convicción.
– Lo sé, y nos ha dejado viviendo en el infierno.
La violencia de sus palabras sorprendió a Alba, que se estremeció y parpadeó, confundida. Había algo que Falco le ocultaba. Quizá se hubieran peleado el día en que habían matado a Valentina. Quizás ella murió antes de que Falco hubiera podido disculparse. ¿Acaso no era ése un problema muy frecuente entre los vivos?
Se volvió a mirar a su alrededor. Por encima de ellos, semiocultos entre la espesura del bosque, asomaban las distantes torres y torreones de un palacio.
– ¿Quién vive ahí? -preguntó, cambiando de tema.
– Nadie. Está en ruinas.
– Debió de ser un edificio impresionante.
– Sí, pero una disputa dividió a la familia y el palazzo terminó pudriéndose -dijo con voz monótona.
– ¿Así que nada de tesoros escondidos?
– No podrías entrar aunque quisieras -añadió Falco-. El bosque se ha adueñado del lugar.
– Qué triste.
Él meneó la cabeza.
– Vamos. Cosima debe estar esperándote.
– Gracias por haberme traído -le dijo Alba con una sonrisa-. Entiendo lo difícil que esto debe ser para ti. Cuando queremos a alguien y lo perdemos, el dolor no desaparece nunca del todo, ¿verdad? -Falco asintió bruscamente y empezó a bajar la colina.
Como su tío ya había anunciado, Cosima la esperaba en el olivar con una cesta de comida en la mano. Alba se alegró al ver la menuda figura, todavía un poco alejada, esperándola pacientemente. En cuanto la niña la vio, la saludó con la mano excitada y Alba le devolvió el saludo y apretó el paso, feliz de poder dejar al taciturno Falco solo entre su nubarrón de sombras.
Alba sugirió que volvieran a la torre de observación. El lugar no sólo era de una belleza extraordinaria, sino que además tenía ganas de volver a acercarse al olivo donde estaba enterrada su madre. Cosima la esperó mientras ella entraba a la casa para coger el papel y los lápices. Cuando regresó junto a la pequeña, le tomó la mano.
– ¿Qué llevas en la cesta? -preguntó, echando una mirada dentro.
– Manzanas, mozzarella, panini de tomate y galletas.
– ¡Qué delicia! ¡Menudo banquete!
– ¿No coméis estas cosas en Inglaterra? -preguntó Cosima inocentemente.
– Por supuesto que no. Italia es famosa por la comida, y también por la belleza de sus paisajes, la arquitectura y el idioma.
– ¿De verdad? -La niña arrugó la nariz-. ¿Del idioma?
– Ya lo creo. Deberías oír otros idiomas. Son espantosos, como acordes malsonantes. El italiano es como una música hermosa.
– No me gusta oír a Eugenia cuando toca su flauta. Me duelen los oídos.
– ¡Pues da gracias que habla italiano cuando no toca!
Se instalaron junto a la torre de observación y Cosima empezó a comerse una manzana. Alba abrió su cuaderno de dibujo y tomó un lápiz entre el índice y el pulgar. No sabía por dónde empezar: la cabeza, el pelo o los ojos. Siguió sentada donde estaba, observando a la niña durante un buen rato. En realidad, no era tanto los rasgos de Cosima lo que necesitaba capturar, sino la expresión contenida en ellos. La expresión de la pequeña era angelical y picara a la vez, al tiempo que ligeramente imperiosa, aunque con la boca llena de manzana tenía las mejillas hinchadas como las de una ardilla.
– ¿Dibujas bien? -preguntó Cosima con voz apagada, sin dejar de masticar alegremente.
– No lo sé. Es la primera vez que dibujo. Por lo menos como se supone que hay que hacerlo.
– Si te sale bien, ¿dejarás que me lo quede?
– Sólo si es bueno. Si es terrible se irá al fondo de mar.
– Como el corazón de esta manzana -dijo Cosima, lanzándolo lo más lejos que pudo. El corazón fue a caer sobre la roca.
– Buen intento.
– No me gusta estar cerca del borde. Me da miedo caerme.
– Sería una pena.
– ¿Por qué hablas italiano? -Cosima sacó un panino de la cesta.
– Porque mi madre era italiana.
– Tu madre era mi tía abuela. Me lo ha dicho papá.
– Así es.
– La mataron.
– Desgraciadamente, murió antes de que pudiera conocerla. Mi padre volvió a casarse.
– ¿Te gusta tu nueva madre?
– La verdad es que no. Nadie puede compararse con nuestra madre de verdad. Aunque siempre se ha portado bien conmigo, supongo que yo no quería compartir a mi padre con nadie.
– Yo tengo a mi padre para mí sola -dijo Cosima orgullosa, alisándose el vestido rosa que acababa de estrenar.
– Tienes mucha suerte. Tu padre es un buen hombre. Te quiere mucho.
Mientras hablaban, la mano de Alba empezó a dibujar, No se concentraba en lo que hacía, sino que simplemente dejaba vagar libremente el lápiz sobre el papel.
– Debes echar de menos a tu madre. -De repente, el rostro de Cosima se volvió serio.
– No creo que vaya a volver -dijo con un suspiro, y añadió alegremente-: Aunque eso da igual, ¿no?
– ¿Sabes?, cuando era niña nadie hablaba nunca de mi madre y eso me ponía muy triste porque no me permitían recordarla. El mundo de los adultos a menudo puede parecer muy confuso. Al menos lo era para mí. Yo deseaba que me dijeran que ella me quería y que su muerte no había tenido nada que ver conmigo. No quería sentir que me había abandonado. Tu madre tuvo un buen motivo para marcharse, pero no fue porque quisiera dejarte. Supongo que sabía que no podía llevarte con ella. Para ti era mejor quedarte aquí con tu familia. Seguro que te echa mucho de menos.
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