– El burro.
– Tienes muchos animales.
– Me encantan -respondió la niña, cuya carita se iluminó, complacida. Cuando Cosima se acercó al burro atado, Alba se fijó en que andaba casi de puntillas. La exuberante cadencia de su andar era sin duda la de una niña carente de preocupaciones.
Falco no tardó en aparecer con Beata y con Toto, el hijo de ambos, cuya esposa se había marchado con el bailarín de tango argentino. Era un joven apuesto, cinco años mayor que Alba, con el pelo castaño y rizado y un rostro ancho y despejado como el de su hija. Al ver a su padre, Cosima le rodeó la cintura con los brazos.
– ¡A Alba le da miedo el dragón! -chilló, hundiendo excitada la cara en el estómago de Toto de modo que su risilla quedó amortiguada contra su camisa. El la tomó en brazos.
– Pues será mejor que le digas que se porte bien, no vaya a ser que se marche.
– Alba no se va a ninguna parte -dijo Immacolata, tomando asiento en la cabecera de la mesa y ocupando el lugar que había ocupado la mayor parte de sus ochenta y tantos años de vida-. Ahora está en casa.
Toto estrechó la mano de Alba y le sonrió afectuosamente.
– Por el recuerdo que tengo de tu madre, te pareces mucho a ella -dijo. A Alba le sorprendió que la voz de su primo no delatara la misma tristeza que había percibido en su padre y en su abuela cuando habían mencionado a Valentina.
– Gracias-respondió.
– También recuerdo a tu padre, sobre todo por su uniforme. Era el hombre con más glamour que he visto en mi vida. No podía apartar los ojos de él. También recuerdo su sentido del humor, porque era el único que sonrió cuando el viejo padre Diño no paró de tirarse pedos durante todo un almuerzo.
– ¡Toto, por favor! -protestó Beata. Pero Alba estaba encantada con su primo. Su presencia terrenal había aliviado el pesado ambiente que el fantasma de Valentina había impuesto sobre la casa.
Immacolata disfrutaba hablando de su hija. De pronto, tenía la excusa perfecta para contar historias y recordar. Las heridas seguían escociendo ante la mención de su nombre. Mencionarla era como echar sal sobre unos cortes que jamás habían terminado de cerrarse. Pero Alba la obligó a desenterrar el pasado e Immacolata sucumbió encantada a su interés. Mientras desgranaba historias con las que ilustraba la virtud, la sabiduría y la bondad sin parangón de su hija, el rostro de Falco se ensombrecía y sus labios parecían afinarse, ceñudos.
Cuando las mujeres por fin se retiraron, él siguió sentado a la mesa, encorvado sobre un vaso de limoncello, fumando un cigarrillo y sin apartar una difusa mirada de la llama agonizante del quinqué. El regreso de Alba había sido una bendición totalmente inesperada. La hija de Valentina era portadora de una alegría cuyo alcance ni siquiera era capaz de imaginar. Aun así, para Falco, su presencia en la casa suponía también el desgarrador recordatorio de una parte de su propia vida que le resultaba demasiado terrible contemplar.
Alba se dio un baño, dejando que el agua se llevara las emociones del que probablemente había sido el día más largo de su vida. La experiencia había resultado vertiginosa, fascinante y en cierto modo también espantosa. La sensación de que el fantasma de su madre atormentaba su pequeña casa flotante no era nada en comparación con la intensidad con la que atormentaba la casa de su abuela. Immacolata le había dado cerillas para que pudiera encender la vela que tenía encima del tocador y la que tenía junto a la cama, después de explicarle que no habían tenido electricidad durante la guerra y que por eso no la había instalado en la habitación de Valentina cuando había renovado el resto de la casa. Había querido conservarla tal como estaba. De ahí que cuando Alba se sentó frente al espejo, llevando el camisón blanco de su madre, con el pelo sobre los hombros y su pálido rostro reflejado en la parpadeante luz de la llama, le asustó casi tanto su propio reflejo como la sensación de muerte que seguía presente en la pequeña habitación.
Cogió el cepillo. Era de plata y muy pesado. Empezó a cepillarse el pelo con movimientos lentos y deliberados, observándose en el cristal moteado del espejo. Era consciente de que tenía ante sus ojos la imagen más parecida a su madre que jamás vería. Quizá más sorprendente aún que los retratos, pues había vida en ella. Mientras miraba su imagen, sintió que se apoderaba de ella una inmensa tristeza, pues de pronto fue consciente de que su madre poseía una virtud que ella jamás tendría. Alba estaba convencida de que, si Valentina hubiera estado viva, se habría sentido decepcionada con ella. Su madre había dejado huella en todo el mundo con una gracia fácil y sobrenatural. Si ella muriera de pronto, ¿por qué iban a recordarla los demás?
Durmió mal esa noche. No había imaginado que la expedición en busca de su madre le provocaría semejante desbarajuste interno. Había albergado la esperanza de poder dar un paso adelante, pero el fantasma de Valentina la atormentaba como jamás lo había hecho hasta entonces.
Cuando por fin logró dormirse, tuvo unos sueños extraños, incomprensibles e inquietantes. Al despertar, la alivió ver que ya era de día, que el cielo estaba despejado y azul y que brillaba el sol, colmando de luz los sombríos rincones de la habitación. Cuando salió a la terraza con el mismo vestido amarillo que llevaba el día anterior, sólo Toto y Cosima se habían levantado y desayunaban ya. El rostro de la pequeña se diluyó en una enorme sonrisa y su preciosa boca de labios carnosos reveló unos dientes perlados.
– ¡Alba! -exclamó, bajando de la silla para abrazarla-. No habrás soñado con dragones, ¿verdad? -preguntó, rodeándole la cintura con los brazos tal y como lo hiciera con su padre la noche anterior.
– No.
– Pareces cansada -dijo Toto, masticando un trozo de brioche.
– No he dormido bien. Creo que estaba demasiado cansada.
– Bueno, come algo y si quieres Cosima y yo te llevaremos al pueblo. Me han dicho que te robaron la maleta.
– Tengo que ir al banco. -Se sentó al lado de Cosima, que ya le había retirado la silla contigua a la suya.
– Claro. Puedes comprar ahora y pagar cuando te llegue el dinero. Aquí tienes buen crédito.
Le hizo bien salir y sentir la brisa impregnada de olor a eucalipto que llegaba hasta lo alto de la colina desde el mar.
– Qué bonito es esto -dijo-. Es un buen bálsamo para el alma, ¿verdad?
– Yo no viviría en ningún otro sitio. Es una vida tranquila, pero no aspiro a nada más. -Toto sonrió a su hija-. Y es un buen sitio para criar a una hija. Tienes un montón de amigos, ¿verdad, Cosima?
– Constanza es mi mejor amiga -respondió la pequeña con voz seria-. Eugenia quiere ser mi mejor amiga, pero le he dicho que no puede porque ya tengo a Constanza. -Suspiró hondo-.
A Constanza no le cae bien Eugenia. -Arrugó la nariz y olvidó lo que estaba diciendo al ver salir a Cucciolo trotando de la casa con Falco. Aunque el hombre sonreía, sus ojos desvelaban una mirada fría como el hielo. Había algo en esos ojos que a Alba le recordó a su padre.
– Me voy al pueblo con Cosima y con Toto -dijo cuando su tío se sentó y se sirvió una taza de café-. Quizá podrías enseñarme la capilla de San Pasquale. Me gustaría ver el lugar donde se casaron mis padres. -Falco dejó sobre la mesa la cafetera y la miró como si acabara de golpearle en plena cara-. Immacolata me ha hablado de la /esta di Santa Benedetta. Todo eso ocurría en la capilla, ¿verdad? -continuó, totalmente ajena a la mirada de Falco.
– El milagro dejó de producirse ya hace años -intervino Toto con una sonrisa. Por su tono de voz, no era difícil suponer que tampoco él tenía un concepto demasiado elevado del ritual medieval.
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