Antonio Tabucchi - Tristano muere
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…Vieron un perro, pero debía de ser otro día, quién sabe cuándo, en el ocaso de sus vidas, de todas formas. Se llamaba Vanda, pero no con uve doble, una uve sencilla, de animal pordiosero como lo era aquél. El nombre no se lo dijo el perro, no hubiera podido, porque ya no le quedaba aliento, sino que lo tenía en su cabeza Rosamunda, que lo reconoció de lejos. Mira, un perro, se llama Vanda, ¿te acuerdas? Por poco lo atropella, en el túnel no había luz y estaban en una curva. Lo esperaron fuera, en la recta, para que no les diera por detrás ningún camión, que a veces esas cosas pasan. Vanda llegó a la pata coja, con el hocico bajo, la lengua en el asfalto, pero se mantenía perfectamente a su derecha, más allá de la línea blanca. Tenía las mamas colgando, como chupeteadas, parecía haber amamantado una camada, aunque no fuera posible, dada la edad que se le leía en los labios y en los dientes, veinte años por lo menos, si no más, que para una persona no está mal, pero una perra está decrépita. Lo ha hecho por filantropía, dijo uno de ellos, no recuerdo quién, Vanda es buena, una perra estupenda, se ha pasado la vida enterrada hasta el cuello. La cargaron a pulso en el asiento posterior, tenía los dedos de las patas en carne viva de tanto andar. Comprendieron que había hecho miles de kilómetros con el fin de que la encontraran ellos, pero no se lo dijeron, ciertas cosas ni siquiera se dicen, un cuerpo debe horadar estratos y estratos de tiempo agregando con paciencia alrededor del núcleo los adminículos necesarios para ser cuerpo, hasta desembocar en la superficie como criatura viviente, aunque acaso moribunda ya, como esa Vanda, y se la han jugado desde el principio, porque cree estar al principio, pero ya ha llegado. Y, entonces, en pro de qué, dios santo, inquirió él. Pregunta retórica, porque no hay respuesta… Era mediodía, y hacía mucho calor, y la luz era deslumbrante, y además, mediterránea. Cuando ocurren cosas así, hace siempre mucho calor, la luz es deslumbrante, y lo mediterráneo es obligatorio, es archisabido. Tan archisabido que puede creerse o no, como se quiera. Y en el caso de que quiera creerse, él conducía despacio, la costa rocosa tendía a lo rojizo y la franja de mar era de un azul profundo. Vanda parecía adormecida, pero no lo estaba, porque tenía un ojo abierta y el otro cerrado, y con el abierto miraba fijamente el cenicero de la puerta trasera repleto de colillas como si fuera el pobre aleph que le había sido concedido y en aquel universo suyo de restos de cigarrillos pudiera descubrir el dios enfermo que la había hecho nacer y los turbios misterios de su religión. Él, mirándola de reojo, intuyó la interrogación en aquella pupila dilatada por el miedo y le murmuró, una curva oscura te sirve de padre, unas colillas masticadas, de hijo y un tiempo que ya no es tal, de espíritu santo, la trinidad de la que dependes es ésa, querida Vanda, resígnate, no hay nada que hacer. Nunca has querido hijos, replicó Rosamunda como si hablara a la neblina de bochorno que bailaba sobre el horizonte, siempre tu esperma sobre el vientre, durante todos estos años, desperdiciado así, y ahora ha nacido mi Vanda, pero ya es tarde, demasiado tarde. Morirá mañana, contestó él, aunque durante una noche puedes quedártela, acunarla como a un hijo, darle incluso el pecho, si te parece bien, mejor que nada, desperdicié mi esperma porque tú mentías, así que mentía yo también… Qué extraña noche, en la Zimmer de Taddeo. Por el recuadro de la ventana se deslizaron dos buques de vapor iluminados, silenciosos, como en un sueño. Sólo más tarde, cuando ya estaban fuera del encuadre, una vaharada de viento trajo un puñado de notas que Tacaneaban en el oído pero que a ellos les parecieron un vals. ¿Es que tal vez a bordo se bailaba? No es de excluir, porque a bordo se baila a menudo y de buena gana, especialmente si se está de crucero, incluso en cruceros de pobres como el que atraviesa esos golfos de San Fruttato a San Zaccarino, que no duran más que un domingo. La gente, en cuanto tiene un momento, se pone a bailar, hay que aprovechar para divertirse, especialmente si has pagado el billete, porque después ya es lunes. Rosamunda intentó darle el pecho, pero Vanda no quería mamar. Oyeron su sofocada respiración casi hasta el amanecer, después se apagó. La enterraron allí fuera, en la playa, en una ensenada de guijarros del tamaño de un pañuelo, donde un sendero se precipita hasta la pequeña ola, que paciente enjuaga y vuelve a enjuagar los guijarros siglo tras siglo. Rosamunda, con conchas y piedrecillas, escribió sobre la tumba: Vanda cero cero cero cero, ceros que significaban el día de su nacimiento y el de su muerte, algo que sólo Tristano podía comprender, llenándolos con el tiempo efectivamente transcurrido desde el día en que Rosamunda había empezado a desear un hijo, hasta aquel día en que a los deseos les habían dado sepultura en forma de perra decrépita, porque, dale que te dale, también los deseos fallecen, y hay que enterrarlos. Permanecieron allí viendo cómo el sol salía por aquel horizonte encajado entre dos promontorios, en aquella risueña localidad playera a la que en otros tiempos llegaban en autocar. Era un sol potente, y mudos lo sabían ambos, porque todo es viejo bajo el sol, y a veces viejísimo. Lo que no disminuye el tormento de nadie, ni el suyo tampoco, por lo tanto. Cántame una canción como las que me cantabas en otros tiempos, dijo ella despacio. ¿Qué canciones?, preguntó él. Esas de cuando me llevabas sobre la barra de la bicicleta, en las montañas, ¿te acuerdas?, yo apretaba la cabeza contra tu pecho y con tu voz me llegaba un olor a ajo, ¡cuánto ajo comimos en las montañas!, aunque quizá fuera en otra ocasión, habíamos comido caracoles a la provenzal, de vez en cuando comíamos caracoles a la provenzal, nos dimos también algunas alegrías, y ésas también estaban llenas de ajo. Él cantó, de l'uliva, non cade la foglia, le tue belleze non cadono mai, sei como il mare che cresce a onde, cresce per vento, per acqua mai . [3]Era una nana. Es difícil decir si era para acunar a Vanda hacia su nada de nada, para acunarse a ellos mismos o para acunar a los sueños, que no mueren nunca.
…Empieza así… espera, deja que me acuerde… dice, he visto muchachas que gritaban en la tempestad, sus palabras se las llevaba el viento y las devolvía después y yo escuchaba pávido pero no entendía, tal vez quisieran avisar de que la juventud había muerto… dice así, pero es demasiado larga, es una de esas cosas con las que la Frau me atormenta los domingos, te la iré diciendo poco a poco, si acaso, cuando se me venga a la cabeza, total, tenemos tiempo… ya se lo dije a la Frau, Renate, hazme el favor, no me leas poemas de los domingos de esa clase, ¿no ves en qué estado estoy?, léeme algo ameno, infantil, algo así como la llovizna de marzo que repiquetea límpida sobre los tejados, cosas así, Renate, te lo ruego. Estamos en agosto, dice, hace un calor asqueroso en este llano, señorito, estamos en agosto, ¿qué tendrá que ver con eso la llovizna de marzo?
Se llamaba Daphne, pero él la llamaba también Mavri Eliá, por sus grandes ojos como dos aceitunas negras. Ocurrió aquel día en Plaka, el oficial nazi yacía tendido en medio de la plaza, con las piernas abiertas, a pocos metros del muchacho y de la mujer a los que había matado, con un hilo de sangre que le caía de la boca, un grupo de alemanes apareció por una callejuela que bajaba desde las Columnas de Zeus, el cuartel general estaba en el Hotel Britannia, alguien empezó a disparar desde las ventanas de la plaza, había partisanos griegos, por lo tanto, una bala desportilló el pilón de Eolo, balas traídas por el viento, Tristano se quitó su chaqueta de soldado italiano y la tiró al adoquinado junto al nazi muerto, no quería ser blanco de los disparos de los partisanos pero, sobre todo, ya no quería ser italiano, quería quitarse de la piel aquel horrible paño de soldado invasor enviado por un segador loco que quería partirle los riñones a Grecia en la playa… Apareció por un portal verde, Tristano vio abrirse una puertecita en medio de aquel portal macizo, ella salió como un animalillo extraviado, mirando la plaza con aire perplejo, avanzó en el vacío, titubeó, vio a Tristano a su lado, lo miró con aquellos enormes ojos negros. Soy un soldado italiano, dijo él, acabo de matar a un oficial alemán. No le comprendía, así que Tristano se señaló a sí mismo poniéndose un dedo en el pecho y repitió, italiano. Y después, con el pulgar alzado y el índice extendido como una pistola, señaló al nazi tendido en el suelo y dijo pum, y sopló en el índice. Ella retrocedió, y le hizo gestos con la mano para que entrara en el portal. ¿Por qué te lo cuento, escritor?… No lo sé, a un escritor como tú este episodio no le hace falta… o tal vez sí… tú eres un escritor que no desprecia el lirismo, cuando se da, por eso te lo cuento… Tristano entró y ella volvió a cerrar. Lo miraba con esos ojazos perplejos, incrédula, temerosa quizá, él era un enemigo. Tristano le dijo su nombre, ese con el que le llamaban de niño, Ninototo. Ella dijo en griego, yo me llamo Daphne, y Tristano, sonriendo, como si no pensara ya en nada de todo lo que había a su alrededor, dijo en griego, al invadiros he aprendido algo de griego, sé usar sólo los verbos en infinitivo pero yo llamar a ti Mavri Eliá, porque tus ojos ser aceitunas negras. Ella le hizo gestos de que la siguiera, subieron antiguas escaleras, la casa tenía techos abovedados, a lo largo de las paredes había ánforas cubiertas de incrustaciones marinas y en las paredes, telas oscuras que representaban hombres graves y barbudos. Lo condujo a través de habitaciones desiertas que daban a un jardín interior. Callaban. Él se estremecía de frío, ella dijo algo que él no entendió, mientras tanto el sol había horadado el gris del día y un rayo llovía oblicuo en aquellas habitaciones silenciosas, se oyeron disparos de pistola pero como si estuvieran muy, muy lejos, llegaron a una habitación grande, casi desnuda, donde no había más que una pequeña cama con un icono en la cabecera, un espejo y un piano. Ella le habló en francés. Dijo, esta habitación, mía, ahora es para ti. Y después dijo en su idioma, efraistó. E hizo ademán de marcharse. Gracias ¿por qué?, preguntó él. Por haber matado a mi enemigo, dijo ella. Yo también soy el enemigo, dijo Tristano. Ella sonrió, se sentó al borde de aquella camita cubierta por un chal de flores y dijo, nosotros dos, ¿quiénes somos? Sonreía, y sus ojos eran de una dulzura que no puedes ni imaginarte, escritor, aunque seas un escritor que describe a las mujeres, pero hasta esa dulzura no puedes llegar, era inconcebible incluso para Tristano, aquel soldado italiano invasor que sin saber bien por qué acababa de matar a un oficial nazi de quien su país era aliado, y todo le parecía insensato, a él. Pero ¿sabes una cosa? Todo era insensato entonces, ésa es la verdad. Tristano estaba inquieto, y el corazón le latía fuertemente en el pecho, demasiadas emociones aquel día, para un muchacho de su edad, puedes imaginártelo, escritor, tú que juegas con las emociones ajenas. Se acercó cautelosamente a la ventana que daba a la plaza, miró a través de las cortinas de encaje, sobre el adoquinado sólo quedaban los cadáveres de la mujer y del muchacho, los alemanes, entretanto, habían conseguido arrastrar al oficial muerto más allá del Monumento de los Vientos, pero no se veía a nadie, no había ni un alma, como en ciertos momentos de suspensión, como en un teatro vacío, sólo una motocicleta unida a un sidecar, y desplomado sobre el manillar había un soldado inmóvil con el casco torcido, debía de ser el desgraciado a quien habían mandado el primero a recuperar el cadáver y un francotirador griego lo había dejado seco. Ella lo dejó solo en aquella habitación. Él se miró en el espejo, era un joven, Tristano, en aquella época, y tuvo la impresión de ser un viejo. Miró la partitura sobre el piano y vio que era música de Schubert. Se tumbó en la cama, en aquella habitación tan franciscana, que sin embargo pertenecía a un edificio aristocrático, un cuarto modesto con un espejo manchado y una cama donde tantas veces se amará… Pero eso no lo pensó él, te lo digo yo sólo porque la Frau me ha leído su enésimo poema. ¿Lo conoces? En todo caso, Tristano ese poema no lo conocía, pero comprendió que la sobriedad franciscana de aquella habitación era la única manera para contraponerse a la sordidez de la vida y del mundo, se levantó como un sonámbulo con los brazos extendidos por delante, casi como para protegerse del asco que había caído sobre el tiempo que estaba viviendo, sobre todas las cosas, se asomó al pasillo oscuro y gritó, ¡Mavri Eliá! ¡Mavri Eliá, salvémonos! Después se tumbó en la camita y cerró los ojos. Ella llegó de puntillas, y ni siquiera la oyó, vous m'avez appelée ?, preguntó. Tristano dijo, te lo ruego, toca para mí el Schubert que tienes en el piano. Ella se sentó al piano. Tristano la interrumpió. ¿Conoces el tema que Schubert usó también como acompañamiento para Rosamunde? Después se amaron durante toda la noche, como si fuera algo debido y natural, sin hablar. Por la mañana, mientras él la abrazaba, ella le habló del rostro de un san Jorge representado en un icono bizantino que se encuentra en una isla del Egeo, ahora ya no sabría cuál. Creo que él le habló de una catedral románica de su país, que tiene un rosetón gigantesco en la fachada, y medio dormido, desvariando casi, le habló de un rosetón de los vientos, diciendo que en la vida lo único que puede hacerse es seguir los vientos, Eolo, decía, Eolo… Amanecía. Tristano se levantó y miró la plaza de Plaka escudriñándola a través de los visillos de la ventana. Estaba desierta. Cerca del Monumento de los Vientos quedaban los cadáveres del muchacho y de la mujer vestida de negro, además del soldado alemán desplomado sobre el manillar de su motocicleta con sidecar. Tristano se acercó a ella y le besó los ojos cerrados, le hablaba al oído. Mavri Eliá, decía, te he encontrado y ya no te dejaré, te llevo conmigo, ¿sabes lo que haremos?, es el amanecer, ahora salimos, nos protegeremos del frío con las tapicerías de esta vieja casa, tú te sientas en el sidecar, yo monto en esa motocicleta e iremos hasta el Pireo, allí están los aliados, nos llevarán lejos, llegaremos hasta mi casa, la cabeza de la serpiente está allí, y es allí donde hay que combatirla, es necesario aplastarle la cabeza, si no, su veneno se esparcirá por todas partes, yo voy a aplastarle la cabeza y te llevo conmigo, cruzaremos esta ciudad asediada y llegaremos al mar, por qué no, en el fondo no es más absurdo que este absurdo en el que estamos inmersos… Ella abrió los ojos, tal vez hubiera oído lo que Tristano le susurraba en el sueño, o tal vez no, y esbozó una sonrisa como perdida en el vacío. Si soy capaz, te llevaré a otro Principado, dijo Tristano, pero por suerte está moribundo, me han dicho que está moribundo, de las brasas caeremos al menos en la sartén.
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