Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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No debía haber hecho esto Felipe, pensó, irrumpir así, sin más, en su casa. Quizás no le quedó otra alternativa, se dijo, pero no tenía derecho a zambullirla en el peligro, en la sombra de los tres "compañeros muertos"… y el herido durmiendo en su cama…

¿Qué podría hacer?, pensó, desesperada.

– Ahora sabes por qué no pude venir, cuáles son mis "ocupaciones", las llamadas -dijo Felipe, mirándola suavemente, poniendo su mano sobre la de ella-. Siento que te des cuenta así. No hubiera venido aquí jamás de no haber sido una emergencia. No podía dejar a Sebastián en mi casa. Allí hay otra gente. Se hubieran dado cuenta y una denuncia sería fatal… Lo siento -repitió-. No se me ocurrió nada mejor que traerlo para acá. Aquí está seguro.

Vio en la oscuridad la palidez de Felipe, el sudor brillando en su rostro. Hacía calor.

– ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó Lavinia, hablando también en susurros como lo había hecho él.

– No sé. Todavía no sé -musitó Felipe y se alisó el pelo con las manos.

Lavinia lo sintió confuso en el aliento espeso, en el cuerpo abandonado sobre los cojines; las largas piernas estiradas en el suelo cual si le pesaran. De pronto Felipe se enderezó y se puso a limpiar sus anteojos mecánicamente hablando sin verla, hablándose a sí mismo.

– Uno nunca se acostumbra a la muerte -dijo-. Nunca se acostumbra.

Conocía a los tres compañeros muertos, dijo, uno de ellos había sido hasta compañero de colegio de él, Fermín.

Por la tarde, lo habían llamado a una reunión. Por eso había fallado a la cita con ella, añadió, como si aún importara. La reunión duró hasta las nueve de la noche. Fermín estuvo haciendo bromas sobre la tranquilidad del barrio. Se sentían seguros allí, en la casita recién alquilada con los magros fondos de la organización (y hablaba de "la organización" como si ella supiera de qué se trataba). Era un barrio pobre, marginado. Casas de tablas; letrinas en los patios; campesinos emigrados a la ciudad en busca de mejor vida. ¿Quién los delataría?, preguntaba Felipe, viéndola sin verla. A las nueve, él había salido para regresar a su casa.

"No detecté nada. No detecté nada", repetía Felipe, como si se culpara de algo muy grave. Se esforzaba por reconstruir detalles en la normalidad de la calle: hombres y mujeres sentados a las puertas de las casas, perros callejeros, los buses pasando, tronando sus viejas carrocerías. "No detecté nada" decía una y otra vez, mientras le relataba lo que había contado Sebastián, cómo la guardia apareció de repente: "Oyeron el frenazo de los jeeps y el 'están rodeados, ríndanse', casi simultáneamente", decía. Y tenían pocos tiros. Dos subametralladoras; y entre todos, en lo que tomaban posiciones de tiro, montaban las pistolas, en las carreras, decidieron que Sebastián debía buscar cómo salvarse, tratar de salir, sobrevivir para continuar.

Y gritaban "ya vamos" para dar tiempo. Fue lo último que oyó Sebastián cuando saltaba las tapias. "A las nueve de la noche estaban vivos", decía Felipe, quitándose los anteojos, apretándose los ojos con los pulgares de las manos.

Y ahora nada se puede hacer ya por ellos, añadió, nadie podría reponerlos. Sus sueños seguirán vivos, pero ellos no.

Felipe calló. Extendió el brazo para abrazarla, cual si se hubiera vaciado y necesitara la cercanía de otro ser humano para no deslizarse en el agujero negro, profundo, de la desesperanza.

Conmocionada, sin poder articular palabra, se acurrucó en el pecho de Felipe, tocándolo, abrazándolo, sin saber cómo consolarlo.

Hubiera querido resguardarlo, darle la protección de su cuerpo de mujer. Apoyó su cabeza en el pecho de Felipe. Sintió su respiración acompasada, el cálido nicho de su ser, la carne sólida, musculosa y, sin embargo, fácilmente horadable: un pedazo de plomo lanzado a determinada velocidad y Felipe se rompería. Esta piel que tocaba, todo lo que la piel de él encerraba, se saldría de cauce, la presa saltaría en mil pedazos, correrían las aguas. Se apagaría el murmullo, la catarata subiendo y bajando dulcemente el nivel de las corrientes subterráneas. Sintió un escalofrío ante la noción de la muerte rondando tan cercana. Tan sólo a las nueve de la noche había salido Felipe de la casa. ¿Y si se hubiera quedado? Se apretó más fuerte contra él; pensó en sus amigos, los que ya nunca conocería.

Tenía ganas de llorar por lo que imaginaba que él estaba sintiendo, el dolor sordo de la muerte, la impotencia.

Y podrían morir todos, pensó. Ella misma podría morir. El miedo la sobrecogió alzándose sobre la tristeza, y Felipe había dicho a su amigo que se quedarían aquí. No se irían hasta el día siguiente. Verlos salir de su casa. Quedarse sola, tranquila otra vez. Olvidar que esto había sucedido. Pero le daba vergüenza mostrarle a Felipe el deseo de verlo marcharse con el amigo herido. No lo miraba. Seguía recostada sobre su pecho, mientras él enredaba las manos en su largo pelo y ella podía sentir la tensión de sus brazos, sus músculos endurecidos.

¿Vendrán a buscarlos?, se preguntaba Lavinia, qué hago yo si vienen a buscarlos…

La claridad de la madrugada empezó a deslizarse por la puerta del jardín, Felipe se levantó a la ventana. Afuera cantaban gallos lejanos.

– Somos del Movimiento de Liberación Nacional -dijo, confirmando las suposiciones de Lavinia-. ¿Vos sabes lo que es eso, verdad? -preguntó.

– Sí -dijo Lavinia-. Sí -repitió- la lucha armada.

– Sí -dijo Felipe-. Exactamente. La lucha armada. No podíamos seguir sólo en las montañas. Estamos creciendo, empezando a operar en las ciudades. No nos van a poder detener. La resignación no es el camino, Lavinia. No podemos seguir dejando que la guardia imponga la fuerza. ¿Te acordás de los precaristas? No podemos seguir dejando que eso suceda. Contra la violencia no queda más que la violencia.

De pie, apoyado en el quicio de la puerta del jardín, hablaba sin verla. Lavinia observaba su perfil, los ojos de Felipe viendo con determinación un punto en el espacio. "Es la única manera, la única manera" repetía él, caminando de un lado al otro, abriendo y cerrando los puños.

Iba recuperando la fuerza. Casi visible el proceso; como ver levantarse un enfermo determinado a vivir después del anuncio terrible. Debió haberlo sospechado, pensó. Aunque, revisando las actitudes de Felipe, no podía decir que fuera evidente su vinculación. La verdad que no lo habría adivinado, a pesar de sus múltiples "ocupaciones". Habría seguido sospechando lo de los amores ilícitos o lo habría atribuido al tradicional miedo masculino al "compromiso". Era una lástima, se dijo, verlo envuelto en el peligro. Miró su cara de intelectual, sus anteojos de delgados marcos, los ojos grandes, grises… Era una locura que se arriesgara así; él que podía tener un futuro sin problemas; él que con tanto esfuerzo había culminado su carrera de arquitecto…

Era una locura, pensó, que lo hubieran convencido de que la única salida era la lucha armada.

– Pero no tienen futuro, Felipe -dijo-. Los van a matar a todos. Es irreal. Y vos sos una persona racional. Nunca me imaginé que vos creyeras en esas cosas…

Se volvió hacia ella a punto de decir algo. Nunca olvidaría esa mirada de Zeus tronante a punto de descargar el relámpago. Debió haber visto el miedo en los ojos de ella porque se contuvo.

– Hagamos café -le dijo.

Mientras sentados en los rústicos bancos de madera de la cocina, sentían el dulzor aroma del café recién hecho que emanaba de los pocilios, él se acercó a ella y le tomó la mano.

– Lavinia -dijo, mirándola profundamente-. Yo no quiero comprometerte. No quiero comprometer tu tranquilidad. Al contrario, me gusta. Esta casa alegre, esta paz me gusta. Egoístamente, me gusta -dijo como para sí mismo-. No te pido que nos comprendas, ni que estés de acuerdo. Puede ser que te parezca descabellado, pero para nosotros, es la única manera. Sólo te pido que tengas a Sebastián aquí hasta que lo podamos trasladar a otra parte. Tu casa es segura. Nadie lo va a buscar aquí. Sebastián es muy importante, para el Movimiento. Te juro que nunca más te pediremos que hagas otra cosa.

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