Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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– Y vos, ¿qué vas a hacer? -dijo Lavinia.

– Yo me quedaría aquí mañana con él para ver cómo evoluciona. Después me lo llevaría. El problema no soy yo. Yo estoy relativamente limpio. El problema es que no tenemos grandes recursos: casas, carros, todo eso. Hay que ver bien dónde lo trasladamos.

– Entonces, ¿no es muy grande el Movimiento? -preguntó Lavinia.

– Está creciendo -contestó Felipe, con otra mirada fulminante-. ¿Qué decís, estás de acuerdo?

Le costaba hacer esto, pensó mirándolo, tener que pedirle a ella, casi rogarle. Le brillaban los ojos. Había soltado su mano y esperaba expectante que ella dijera algo.

"Estoy atrapada, pensó, no puedo decir que no." Pero no podía ser romántica ahora, se dijo, la relación con Felipe no tenía por qué involucrarla. No era un juego. Era sangre y muerte real.

Jamás imaginó que le sucedería, a ella precisamente, algo semejante. Ni en sus más encendidos sueños o pesadillas. Los "guerrilleros" eran algo remoto para ella. Seres de otra especie. En Italia admiró, como todos, al Che Guevara. Recordaba la fascinación de su abuelo con Fidel Castro y la "revolución". Pero ella no era de esa estirpe. Lo tenía muy claro. Una cosa era no estar de acuerdo con la dinastía y otra cosa era luchar con las armas contra un ejército entrenado para matar sin piedad, a sangre fría. Se requería otro tipo de personalidad, otra madera. Una cosa era su rebelión personal contra el statu quo, demandar independencia, irse de su casa, sostener una profesión, y otra exponerse a esta aventura descabellada, este suicidio colectivo, este idealismo a ultranza. No podía dejar de reconocer que eran valientes; especies de Quijotes tropicales, pero no eran racionales, los seguirían matando y ella no quería morir. Pero tampoco podía dejar solo a Felipe, pensó, ni a su amigo. No los podía sacar de su casa. Aunque sentía la urgencia de huir, de que todo terminara, de borrar esa noche de su memoria.

– Te quedaste callada -decía Felipe-, no me has respondido. El tono de su voz había recobrado la autoridad de la noche reciente.

– Sé que no te puedo decir que no -dijo Lavinia, finalmente-; aunque quisiera. Comprendo que ustedes tienen sus razones para hacer lo que hacen. Sólo quiero dejar bien claro que yo no comulgo con estas ideas. No tengo madera para estas cosas. Sebastián se puede quedar, pero te pido que en cuanto sea posible, lo traslades a otro lugar. Sé que esto te debe de sonar terrible, pero no me siento capaz de otra cosa. Tengo que ser honesta con vos.

– Estoy claro -dijo Felipe-. Eso es todo lo que queremos que hagas, por el momento.

– No, por favor -dijo Lavinia-. Nada de "por el momento". Una cosa es que yo, como mucha gente, les respete la valentía. Pero eso no quiere decir que esté de acuerdo. Pienso que están equivocados, que es un suicidio heroico. Te pido, por favor, que no me volvás a meter en nada de esto.

– Está bien, está bien -dijo Felipe, limpiando de nuevo los anteojos.

Lavinia se inclinó sobre la mesa, puso la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos. Se sentía cansada, exhausta; una culpa venida de resquicios oscuros la invadía. Imágenes extrañas de poblados en llamas, hombres morenos luchando contra perros salvajes -fantasmas de pesadillas diurnas clamaban en su mente.

– Mejor descansamos -le dijo a Felipe, levantando la cabeza-, me parece que hasta estoy oyendo voces.

Capítulo 6

CÓMO HUBIERA DESEADO SACUDIRLA; hacerla comprender. Era como tantas otras. Tantas que conocí. Temerosas. Creyendo que así guardaban la vida. Tantas que terminaron tristes esqueletos, sirvientas en las cocinas, o decapitadas cuando se rendían de caminar, o en aquellos barcos que zarpaban a construir ciudades lejanas llevándose a nuestros hombres y a ellas para el descargue de los marineros.

"El miedo es un mal consejero" decía Yarince, cuando le discutían la audacia de sus estratagemas. Sus imágenes eran tibias, la sangre se disolvía por dentro como cuando uno se hace una herida en el agua. Se aferra a su mundo como si el pasado no existiera y el futuro fuera solamente una tela de brillantes colores. Es como los que se bautizaban creyendo que el agua lava el corazón; que no podrían con los caballos, los bastones de fuego, las duras y relucientes espadas; que no había más que rendirse y esperar, porque sus dioses parecían más poderosos que los nuestros.

Todavía me parece oír sus lamentos después de la batalla a cinco días de camino de Maribios… Habíamos tenido noticias de la expedición de los capitanes españoles. Querían conquistar las poblaciones alrededor del lugar donde construían sus casas y templos. Una ciudad estaban levantando para asentarse en nuestro territorio. Fue un momento de gran desesperación. En ese tiempo no dejábamos de atacarlos de noche y de día, por sorpresa, aprovechando el conocimiento que teníamos de la tierra y sus escondrijos. Pero perdíamos muchos guerreros. Después de la primera reacción, sacaban sus bestias y tiraban fuego con sus bastones. Se nos abalanzaban y nos obligaban a dispersarnos.

Entonces a Tacoteyde, el anciano sacerdote, se le ocurrió una estratagema que, seguramente, haría retroceder a los españoles.

Por dos días y sus noches discutimos entrados en el monte, alrededor de las hogueras. Yo no estaba de acuerdo. Se me hacía un sacrificio inútil, si bien no dejaba de pensar en el efecto que causaría en los españoles. Pero nuestros ancianos merecían mejor suerte. Yarince, Quiavit y Astochimal se imprecaban a voces. Unos en favor, otros en contra.

Finalmente vino Coyovet, el anciano que todos respetábamos, el del pelo blanco, e hizo que echáramos a suertes la decisión.

Me parece estar viendo, en la noche, el círculo apretado de guerreros alrededor de los tres principales. Las teas de ocote puestas en la horquilla de los árboles. Coyovet y Tocoteyde sentados en el suelo, fumando su tabaco.

Lanzaron las flechas. El aire vibró en los arcos. Los de Yarince y Quiavit se posaron lejos. Astochimal perdió. Bajó la cabeza y profirió grandes lamentos.

Esa noche los guerreros escogieron en las comunidades a cuarenta hombres y mujeres ancianos. Los llevaron a nuestro campamento todavía con las caras soñolientas, envueltos en sus mantos. Se pusieron a mascar tabaco sentados en un círculo. Tacoteyde les habló. Les dijo que el Señor de la Costa, Xipe Totee, le había hablado en un sueño, diciéndole que para sacar a los invasores del mar había que hacer el sacrificio de hombres y mujeres sabios. Los guerreros debían después vestirse con la piel de los sacrificados, ponerlos en la primera línea de combate y así se asustarían y huirían los españoles. Así renunciarían a construir sus ciudades en Maribios. Ellos, les dijo, habían sido escogidos para el sacrificio. Serían sacrificados al alba.

Yo miraba, ocultada, desde unos matorrales porque a las mujeres no se nos permitía estar en los oficios de los sacerdotes. Debía haberme quedado en la tienda, pero de todas formas, había desafiado lo que es propio para las mujeres, yéndome a combatir con Yarince. Era considerada una "texoxe" bruja, que había encantado a Yarince con el olor de mi sexo.

Vi, así, esta escena en la bruma del amanecer. Los ancianos envueltos en sus rebozos, juntos los unos a los otros, con sus rostros surcados de arrugas, escuchando a Tocoteyde. Se quedaron en silencio. Luego, uno a uno se postraron sobre el suelo dando grandes lamentos. "Sea, sea" decían. "Sea, sea" hasta que sus voces parecían un canto.

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