Gioconda Belli - El país de las mujeres

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Premio de Novela La otra orilla
Un jurado compuesto por Santiago Roncagliolo (Perú), Mario Mendoza (Colombia) y Pere Sureda (España) otorgó por unanimidad el VI Premio de Novela La otra orilla 2010 -dotado con 100.000 dólares y en el que participaron 615 manuscritos- a El país de las mujeres. La obra fue presentada bajo el seudónimo Viviana Sansón, que resultó corresponder a Gioconda Belli
El Partido de la Izquierda Erótica (PIE) ha ganado las elecciones en Faguas, una pequeña nación latinoamericana: es hora de que ellas gobiernen para que haya un verdadero y perdurable cambio. Viviana Sansón y sus ministras tendrán que emplearse a fondo para expulsar de la administración a todos los hombres. Pero pronto llegarán los enemigos (y enemigas…)

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Él recordaba los disturbios cuando mandaron a los hombres a sus casas. El desalojo de los varones empezó como al mes o dos de instalado el nuevo gobierno y los sorprendió a todos. Aunque solo se aplicó a los empleados del Estado y cada uno recibió, en reconocimiento a los servicios prestados a la nación, el salario equivalente a seis meses de trabajo, la conmoción fue mayúscula. En los ministerios más machos, como el de Defensa y del Interior, algunos cabos y sargentos intentaron alzarse en armas. Sin embargo el amago de rebelión no prosperó. Las generalas que dejara en el ejército una fenecida revolución tomaron las riendas del desorden, les quitaron las armas y los forzaron a cumplir el mandato de la Presidenta. Los soldados salieron de sus cuarteles desarmados, vestidos de civil, sin más mando que el de cualquier cristiano. Pasaron meses antes de que se reorganizaran las fuerzas públicas con el montón de mujeres que se metieron a policías, entre ellas Azucena. Pero bueno, ya los tranques del tráfico, la robadera que se desató y los reclamos de los militares iban cediendo. A las mujeres policías, con la cooperación del gobierno coreano las entrenaron como karatekas y además las suplieron con unos aparatos extraños que electrizaban, tasers se llamaban, donados por Suecia, Finlandia, Alemania y Estados Unidos. Los chinos, por su parte, según se decía, contribuyeron con aerosoles, gases inmovilizadores y dardos tranquilizantes. Buen susto se llevaron los pendencieros que creían que con ser más grandes que ellas iban a poder desobedecerles. Eva Salvatierra, que tenía de ingenio lo que le faltaba de corpulencia, logró con esos aparatos crear una fuerza pública eficaz. (No le había fallado sino hasta el atentado, pero como dice el refrán, al mejor mono se le cae el banano.)

Instalado en las aceras de las diferentes dependencias ministeriales, con su carrito de raspado, José de la Aritmética vio a los hombres llorar al despedirse de sus oficinas, sus secretarias y los vehículos del Estado que tan acostumbrados estaban a considerar suyos y usar para sus paseos domingueros. Mientras por una puerta salían los hombres, por la otra, en cada edificio público, entraban las mujeres que se ofrecieron para sustituirlos. Eran muchas, según se enteró él, las que a pesar de los títulos universitarios que tenían, apenas habían trabajado un año o dos antes de casarse. Apenas parían e incluso antes, los maridos las recluían en las casas. Era como vergonzoso para la mentalidad de ellos que la mujer trabajara. No era su caso. Para él, Mercedes era su socia. Si ella no hacía los siropes del raspado, él no tenía nada que vender más que hielo. Pero claro, no era lo mismo trabajar los dos en la casa que, de pronto, verse sin mujer que lavara, cocinara y planchara, todas esas cosas que la Presidenta insinuó que tendrían que hacer los varones y a las que ella llamó "responsabilidades familiares". Nadie se engañó. Los hombres no eran ningunos dundos, aunque estuvieran adundados por la falta de la tesoterrona. Por seis meses, nada menos, ellos tendrían las responsabilidades de ellas, según lo dispuesto por la Presidenta en una decisión inapelable.

Buen negocio hizo él en esos días porque ciudadanos y ciudadanas de oficios varios que laboraban en las cercanías de cada ministerio u oficina pública se aglomeraron en las aceras a presenciar aquel trasiego de puestos y a comer sus raspados. Él los oía hablar. No se ponían de acuerdo más que en el pasmo ante aquella extraña disposición, un experimento totalmente nuevo en la historia del país que, por su misma audacia, les paralizaba el entendimiento. Quiero que me den al menos el beneficio de la duda, pidió la Presidenta. El país había sido víctima de la catástrofe de una ristra de gobiernos corruptos e ineptos, explicó en la comparecencia donde anunció las medidas extraordinarias de su flamante gobierno; por lo mismo ella, con la venia que los votos de la mayoría le dispensaban, se veía en la obligación de agarrar fuerte el timón y poner manos a la obra de inmediato para enderezar el rumbo de aquella nación que navegaba como barco a la deriva. La Presidenta había sido muy gráfica explicando con metáforas deportivas por qué iban a descansar de los hombres por una temporada. Dijo que era como cuando en el béisbol había jugadores que se quedaban en el dog out . Las mujeres necesitaban que los hombres se quedaran en él temporalmente, porque aquel partido lo tenían que pichar, batear, cachar y correr las mujeres.

El país por esos días se vio invadido por una batería descomunal de periodistas extranjeros que con sus flashes y equipos corrían de aquí para allá fotografiando a los servidores públicos al salir de sus oficinas cargados con las fotos de los hijos y las esposas, las bolas de béisbol firmadas por sus peloteros favoritos, los calendarios, las gorras, las tazas de café y cuanta parafernalia personal contenían sus recién desalojados escritorios. Ninguno de los periodistas fue mejor testigo del cambio que José de la Aritmética. Sonando su campana o cepillando el hielo, escuchó comentarios que iban desde el "Qué le vamos a hacer, hermano, a lo mejor ellas tienen razón y nos caen bien estas vacaciones", hasta los que se las daban de importantes diciendo con rabia: "Quiero verlas solitas, no les doy ni una semana" o los que exclamaban: "Es lo que le faltaba a este país, que nos volviéramos locos. Solo eso nos faltaba, pasar de la corrupción a la locura".

A José de la Aritmética el espectáculo le recordó viejas imágenes de guerras y catástrofes. Pero bien claro estuvo de que estos nuevos desempleados se iban a su casa con sueldo y promesas de otro trabajo en pocos meses. No tenían tanto de qué quejarse. A fin de cuentas, qué más querían que estar todo el día en sus casas, con sus hijos, en shorts y chinelas de hule.

Las gafas de sol

Viviana las reconoció sobre la repisa y se le hizo un nudo en la garganta. Eran sencillas y baratas, pero le habían servido tanto tiempo que aún recordaba la búsqueda desesperada y al final infructuosa que emprendió al percatarse de que las había perdido. Removió cielo y tierra, es decir, casa, coche y oficina, y realizó un peregrinaje desesperado por todos los sitios por donde había andado en los días previos: "¿No han encontrado unas gafas de sol?" y siempre le contestaban que sí, era lo peor. Parecía que las gafas de sol eran omnipresentes entre los objetos perdidos. Llegaban los empleados, las camareras, con dos o tres pares de gafas, pero no eran las suyas.

Asombroso cuánto se podía evocar al mirar ciertas cosas. Sucedía lo que con los perfumes o el olor de las galletas de jengibre que no más percibirlo la trasladaba a su infancia, a la casa de Marisa, la amiga de su mamá con quien ella se quedaba cuando Consuelo se iba de viaje. La casa era grande y oscura y en las tardes se llenaba de neblina. Marisa era buena pero tan pulcra que ella siempre sentía que ensuciaba y que debía andar de puntillas para no molestar. Por eso lo que más le alegraba era salir con la empleada a la venta, una venta rústica donde las galletas de jengibre, redondas, oscuras y esponjosas, se guardaban en anchos recipientes de vidrio con tapa. Compraba dos o tres y se las comía escondida en el baño para no dejar migas en el cuarto.

Las gafas oscuras eran como las galletas de jengibre, solo que el tiempo al que la acercaban era a sus últimos meses con Sebastián. Con él las había comprado en una farmacia en la calle Lexington, cerca del hotel donde se quedaron cuando él la llevó a conocer Nueva York. Las gafas fueron para ella por mucho tiempo una suerte de amuleto que él le dejara, protección contra las lágrimas, contra el sol vertical y quemante. Extendió la mano para tocarlas y se quedó con los dedos en el aire. ¿Se atrevía a volver a ver a Sebastián? Había muerto hacía diez años, un tres de febrero, en un accidente automovilístico. Se estrelló contra un camión destartalado y sin luces aparcado en la carretera. La muerte fue instantánea. No la dejaron ni ver el cadáver. Solo las manos le besó antes de que lo cremaran como él había dispuesto. Siguió mirando las gafas. Su mano se movió rápida. No tendría miedo.

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