Santiago Roncagliolo - Memorias De Una Dama

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Un relato de viajes, investigación histórica, aprendizaje y desafíos morales para crear una obra en la tradición de la mejor novela picaresca. Dos historias paralelas que se cruzan. Un joven peruano que busca triunfar como escritor en Madrid y una mujer de la alta sociedad caribeña venida a menos en París. Diana Minetti necesita escribir sus memorias y él necesita que le paguen por escribir.
Un thriller literario que repasa las atrocidades cometidas durante las dictaduras de Trujillo en Santo Domingo, Fulgencio Batista en Cuba y las mafias económicas dominantes de Latinoamérica y que pone de relieve las complicidades del poder económico y el poder político durante estos periodos.

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– ¿Te puedes calmar? ¿Me puedes decir lo que está pasando?

– Acaban de llamar…

– ¿Quién ha llamado? ¿Mi hermano? ¿Ha sido mi hermano?

– Sí… bueno… no…

– ¡Aclárate de una vez!

– Su hermano Minetino, señora, acaba de sufrir un ataque al corazón.

Yo pensé inmediatamente que eso era teatro puro, que mi hermano quería ponerse mal para luego decirle a mamá que lo estaba matando a angustias o algo así. Antes de hablar con mamá, llamé a una amiga de Santo Domingo, que me dijo que habría al menos algo de verdad, que habían visto llegar la ambulancia a casa de mi hermano. Entonces, volví a llamar a casa y anuncié mi regreso inmediato.

Cuando llegué a Santo Domingo, mi hermano estaba ya en el ataúd. Ésta es la tercera escena del último acto de mi vida. En adelante, todo es cuesta abajo.

Dos funerales en menos de un año eran demasiado para mí. Pero traté de mantener el tipo. Mamá y yo asistimos a la ceremonia de un lado del féretro. Del otro lado, la familia de su esposa, Eulalia Picciardi. Entre ellos, como si perteneciese a los Picciardi, mi hijo Manuel. A pesar de los golpes, no derramé una lágrima. Tampoco lo había hecho en el funeral de papá. Los hombres que me han hecho llorar nunca han sido mis parientes. Pero cuando me asomé al féretro y vi el rostro pétreo y verdoso de mi hermano, con la boca llena de algodón para mantener la forma, el único pensamiento que pasó por mi mente fue: «Dios mío. ¿Cuándo fue la última vez que yo te vi sonreír?».

Nuestras relaciones jamás habían llegado a ser buenas en toda su vida. Al principio, yo no comprendía lo que ocurría entre nosotros. Ahora, creo que yo nunca le perdoné ser hombre. Ser el favorito, el que contaba en los planes, el que monopolizaba la atención de papá. Y él nunca me perdonó el simple hecho de haber nacido. Yo fui una niña tardía que llegó para quitarle la exclusiva. Él decidió desde muy temprano ser un hijo único. Y yo también.

Más aún, he llegado a pensar que él trataba de protegerme. Del mundo exterior, de tomar decisiones, de la libertad. Su idea de una mujer era ésa. Alguien que necesitaba que él la protegiese de sí misma.

La muerte de mi padre, la extraña reacción de mi hermano, su propia muerte eran demasiada tristeza junta. Pero aún no habíamos atravesado el infierno. ¿Alguna vez has subido a una montaña, y ya en la cresta te has dado cuenta de que la montaña no termina ahí, que hay otro pico lejano que escalar? Pues lo mismo ocurría con nuestros problemas.

El mismo día del entierro de Minetino, Eulalia Picciardi y mi hijo Manuel entraron en su oficina y arramblaron con todos los documentos que encontraron. Sacaron tres maletas llenas de papeles a vista y paciencia del personal administrativo y de seguridad. Nadie se atrevió a detenerlos.

Con lo poco que me quedaba de autoridad materna, llamé a mi hijo:

– ¿Por qué entraste a la oficina de mi hermano?

– Mamá, yo no…

– Manuel, te vio hasta el vigilante. Todo el mundo sabe que entraste, no me lo niegues.

– No te preocupes. Se trataba sólo de acomodar ciertos registros para cumplir la última voluntad de mi tío. Eulalia está al corriente.

– ¿Quieres decir que mi hermano, moribundo, agonizando en una clínica, dedicó sus últimos pensamientos al reacomodo de registros de la oficina? Manuel, por favor…

– Es bueno para todos, mamá. Para ti también. Se trata de proteger los bienes del fisco.

Veintipocos años.

Y ya sabía cómo «proteger los bienes del fisco».

Supongo que ése era el entrenamiento Minetti a los varones de la familia. A mí siempre se me dejó al margen de eso.

– Tienes que ser muy generoso, Manuel, para proteger del fisco los bienes que no son tuyos.

– No…

– Devuélveme esas maletas de inmediato. Por favor, no creemos más problemas.

Al día siguiente, en efecto, las maletas llegaron a casa. En el interior sólo había facturas por la compra de material de escritorio: tres años de compras de lápices y sacapuntas por valor de quinientos dólares.

Los verdaderos documentos que contenían las maletas fueron llevados a las Bahamas por Manuel en persona, y depositados en el banco con un sello sin fecha, como si siempre hubiesen estado en el trust. La estafa quedaba consumada. Cuatrocientos millones de dólares en un fondo educativo para dos adolescentes. A salvo del fisco, claro. A salvo de su madre también.

Reiniciamos la pelea legal. El primer paso recomendado por mi abogado fue presentarme como la legítima heredera en todas las instancias. En consecuencia, entré en la oficina de mi padre y tomé posesión de su cargo. Mi experiencia laboral era nula, pero mi presencia constituía un símbolo. Mi obligación era recibir a quien me fuese a ver y dejar claro que ése era mi lugar. El primero en llegar fue mi hijo Manuel. Parecía un desconocido.

– ¿Has venido a ayudarme o a hundirme? -le dije.

– Mamá, tú no tienes idea de lo que estás haciendo.

– Nos están robando. Tú y los demás, tú y tu nueva familia.

– No voy a discutir eso.

– ¿Entonces qué quieres hacer?

– El revólver de mi tío aún está en la oficina. Quiero llevármelo.

– ¿Crees que lo voy a usar para algo?

Sacó el revólver y se lo guardó en el bolsillo. Me trataba como si yo estuviese desequilibrada. Ahora que lo pienso, todos me trataron siempre así.

– He encontrado una carta del abuelo para ti -continuó-. Pide que me des mi parte de la herencia.

– ¿Tu parte? Yo no tengo herencia, no tengo un centavo. Si quieres dinero puedes ir donde el ladrón de Fairfax, él lo tiene todo. ¿Lo único que te preocupa de todo esto es el dinero?

No respondió. Días después, volvió a la oficina con el ladrón de Fairfax. Esta vez, estaba violento.

– ¡Fuera! -me gritó-. ¡Tú no tienes nada que hacer aquí!

– Esto me pertenece.

Fairfax intervino entonces, con brillo en sus ojitos de roedor. Y recitó de memoria:

– Manuel Minetti es el heredero de Giorgio Minetti, Minetino, por lo tanto es dueño de todo lo que queda bajo la administración de nuestro banco.

Yo traté de decir algo, lo que fuera, algo de gente de negocios.

– Ustedes no están al tanto de las leyes dominicanas.

– ¡Bueno, ya está bien! -respondió mi hijo. Sus palabras aún me retumban en la cabeza-. O te vas o te sacamos.

– No puedes sacarme de aquí legalmente.

– Puedo sacarte de aquí cuando me dé la gana. Por las buenas o por las malas.

Pero no me sacaron ese día. No les servía de nada alimentar el escándalo. Simplemente se fueron y prepararon una estrategia de hostigamiento. En cuanto cerraron la puerta, estallé en llanto. Jamás habría imaginado llegar hasta ese límite. Y aún entonces, no pensaba que ésa sería la última vez que hablaría con mi hijo fuera de un tribunal. Para mí, fue como una tercera muerte, la del último varón Minetti. En menos de un año.

Al día siguiente hubo una misa para mi hermano. Mi madre y yo nos enteramos por el diario. Nadie nos había dicho nada, ni nos preguntó si el día y horario nos parecían bien. No asistimos.

Desde entonces, me presenté en la oficina todas las mañanas. Me levantaba, me arreglaba lo mejor posible y me dirigía al sillón de papá. Mi hijo y Fairfax ocupaban la oficina de Minetino, y libraban conmigo una guerra de nervios. Todas las mañanas, pegaban en mi puerta -y yo despegaba- una entrevista periodística con Fairfax donde explicaba su versión de la herencia de papá. Teníamos juntas de accionistas por separado. Por un lado, ellos. Por el otro, yo. Renovaron el mobiliario de todo el edificio menos el de mi oficina. Por la noche, volvía a casa y fingía ante mamá que estábamos ganando la lucha.

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