– Estoy cansado de oír que sería mejor que Cuba no existiera, que de ese modo nadie la arrojaría como argumento de las dificultades del socialismo. Ya sabemos que es difícil. Ya sabemos que la Unión Soviética no hizo bien las cosas, pero algo importante se perdió cuando la Unión Soviética dejó de existir.
– Eso es discutible.
– Discutámoslo -dijo Orellán.
Sedal rió:
– Ahora no. De todos modos, es posible que yo me equivoque. Que dure y avance la revolución. O que haya relevos. A veces se apaga la luz en unos sirios y se enciende en otros. Está Lula, Argentina…
– Ellos no tocan la producción de los bienes. Ellos sólo tocan la distribución y tú lo sabes, Sedal.
Sedal bebió de un trago toda la infusión. Tenía los ojos relucientes.
– El martes -dijo- Laura me contó que había discutido con el agregado. Le había preguntado si le parecía lógico que se gastara más dinero en investigar la textura de las galletas saladas que en evitar el sufrimiento. Y él dijo que sí, que le parecía lógico.
– Las tiendas, vacías o llenas, están a la vista. Pero los que sufren se esconden.
Sedal miró al escritor. Se puso en pie, inquieto. No sabía qué hacer, buscó un vaso y lo llenó de agua, pero apenas bebió. Luego fue hacia Mateo Orellán y le puso una mano en el hombro. Después volvió a sentarse.
– No hablemos de eso -dijo-. Debes escribir la novela.
– No vas a decirme para qué.
– Cuando la termines. ¿Cuánto puedes tardar?
– Hace mucho que no escribo novelas. Tal vez un año.
– ¿Puedo pedirte que no me llames, que no me hagas preguntas?
– No te llamaré -dijo Orellán.
– Ahora me voy -dijo, y era extraña esa forma de hablar como dándose instrucciones.
Diez meses más tarde Mateo Orellán se dirigió a la Embajada de Cuba. Había cumplido su promesa. No había llamado a Sedal y Sedal tampoco le habla llamado a él. Fue primero a la embajada en vez de ir a su casa porque pensó que.Sedal habría regresado a Cuba. Pero no estaba en Cuba ni en España. Se había ido a Perú, le explicaron, sin ningún puesto, por su cuenta. Hacía tiempo que no sabían nada de él.
– Así que no me iba a contestar nunca -murmuró en voz alta.
La funcionaría que le atendía sólo dijo:
– ¿Sí? Bueno, repítame.
Orellán se despidió de ella. Tenía la novela casi acabada. La última carta de Laura Bahía no era distinta de las otras a no ser porque era la última y porque le colocaba en una tesitura difícil. Pensó en el mensaje de un náufrago que hubiera escrito: «Por favor, no vengan a buscarme.» Aunque tal vez no fuera eso exactamente lo que había escrito Laura. Quizás sólo hubiera escrito nueve cartas al director y él las tenía entre sus manos, y Agustín Sedal, como él, como seguramente Laura Bahía, sabía que el único modo de que esas cartas llegaran adondequiera que tuviesen que llegar era metiéndolas dentro de una novela.
Mientras descendía por la cuesta del paseo de La Habana, Mateo Orellán pensaba que iba a echar de menos a ese hombre alto de bigote blanco que se parecía a Gregory Peck. Le habría gustado pedirle que volviera. Contarle que una tarde, en una biblioteca pública, había encontrado una edición abreviada del diccionario Espasa. Le habría gustado decirle que el tomo VI llevaba rotuladas en el lomo las palabras Ocrán-Sanabú. Pero Sedal no estaba y, como él mismo le había dicho, las historias necesitaban un final. Entonces Orellán entendió que no era él ni tampoco Laura Bahía quien iba a cerrar la novela. Entendió que el final estaba fuera, fuera de la novela y dentro de este mundo.
Se preguntará por qué le he escrito a usted, señor director. Por qué se me ha ocurrido pensar que usted y yo, siendo tan diferentes, nos parecemos. Porque no podríamos no parecemos, aunque yo sé que usted en esto último no está de acuerdo. En cuanto a lo primero, no he pensado nunca que usted fuera a publicar las cartas. La extensión, el interés, usted se atiene a las reglas y cómo habría de publicarlas. Usted no cuenta más que con media página, pero por un momento me figuré que ese rincón del periódico podría ser un sitio. Porque le tengo miedo a la literatura, señor director.
No es que confíe en el periodismo. Todos saben, sabemos, que la sección, la media página de desahogos individuales, precisamente certifica que el periódico está fuera de nuestro alcance. De modo que usted no iba a publicarlas, pero yo acaso tenía a quien dirigirme. Tinta para sus ojos y tinta para, a través de sus ojos, poder hablar de lo que no se habla. Hablar no de lo que estas cartas dicen, sino de lo que no saben decir.
¿Cómo vamos a acumular recursos económicos para vivir, para sobrevivir?, le preguntaban en Cuba a Agustín
Sedal. Con el turismo, con las remesas, vendiendo vacunas, vendiéndonos nosotros, decía Sedal en sus malos días. ¿Cómo acumularéis capital?, me decía a veces el agregado. Y yo le contestaba que cuando la revolución dejara de tropezar y se extendiera, y ya no hiciese falta competir, entonces tampoco necesitaríamos capital, sino algo cuyo nombre no conocíamos. Sólo una vez le dije: ¿cómo acumularemos otra imaginación, otros deseos?
¿Cómo vamos a reemplazar, se lo pregunto a usted ahora, este bien colectivo destrozado durante los siglos y siglos en que íos fuertes han estado pidiendo la canción? Ni siquiera piden lo que quieren oír sino que dejan claro lo que no quieren, y si a usted le invitaran a dar unas clases magistrales en alguna excelente universidad o fundación, usted sabría.
Con todo, publicar novelas, producir películas, poner letra a la música no bastaría para acumular otra imaginación. Porque no se imagina en el aire. Porque imaginar tiene que ver con hacer, con poder hacer.
En otras cartas he utilizado, no sin temor a que no me entendiera, la palabra concupiscencia. Posee para algunos un componente religioso y también moralista que yo no quiero usar. Los moralistas acuden a la contención o a la renuncia como forma de paliarla. Pero el voluntarismo no es una solución.
No somos prosaicos, señor director. Estas cartas tratan de que no somos prosaicos y al sueño de progreso individual y reconocimiento y ambición no le ponemos números sino vagas escenas inspiradas. Los sueños fragorosos son el impulso que nos damos para conquistar, y se conquista contra los otros. Se es concupiscente contra los otros. Los sueños dicen que no, dicen que se adquieren las cosas por azar o con esfuerzo, pero usted y yo sabemos que el azar y el esfuerzo dejan a su paso, en este juego, barcos hundidos, hombres y mujeres hundidos por los otros, y también por nosotros.
Salto de una cosa a otra, señor director. Es que es tarde, no consigo dormir, queda ya tan poco tiempo. Hace unos días compré jabón de lavadora. HAY SUEÑOS DENTRO DE LOS PAQUETES, ¡ENCUÉNTRALOS! No es tan distinto ese paquete de las novelas sobre capitanes, sobre la miseria de la clase media, sobre el amor entre adúlteros o entre desiguales o entre Philip Hull y yo, sobre la muerte y la belleza, la piedad y el heroísmo, la soledad y la ironía.
Llevo bastantes años en España y a veces, cuando vuelvo a Cuba, siento rubor al escuchar algunos programas de televisión donde se cuenta todo lo que se está intentando. Son cándidos, son casi ingenuos. ¿Es que no tienen ironía?, me pregunto. Pronto la tendrán.
Si Cuba cae, y es posible que caiga, la tendrán. No, no le hablo de ese tono zumbón de los cubanos, de su sentido del humor. Hablo de los discursos, de la ironía en los discursos, en la retórica política y literaria. Pronto la tendían porque en el mundo desarrollado ironía casi siempre quiere decir cinismo o ser capaz de no creérselo del todo, hablar de cualquier cosa, el bien común, la justicia, con los dedos cruzados, manteniendo una doble atención y no, como suele decirse, debido a cierta comprensión de las imperfecciones sino por la conciencia de que lo que decimos no va del todo con nosotros. Porque hay un fondo y un doble fondo, señor director, hay una cámara y una recámara y ahí, en la recámara, se guardan los cartuchos, las joyas, los repuestos, y a ese lugar nos retiramos cuando se trata de coger impulso. Yo estoy a punto de entrar en la ironía, quizás por eso me detengo ahora.
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